domingo, 28 de septiembre de 2008

Cuentos de las Lomas


Supe que era una persona muy especial desde la primera vez que hablé con ella. Por teléfono. Me llamó, se identificó como Catalina López Zarza y dijo “desde el jueves voy a empezar en el taller literario que usted dirige”. Ni siquiera preguntó si estaba de acuerdo. Quedamos en vernos esa tarde en una cafetería, en Polanco, pero no cualquier cafetería, en Gino´s, fue la primera que hubo en la zona, cuando yo era adolescente y casi no había en la ciudad lugares que sirvieran café exprés. Vivía cerca y varias mañanas iba a tomar uno y a leer alguna revista o a perder el tiempo. Años después me enteré era el lugar preferido de muchas señoras de por allí que no sólo iban a chismear, como creía, sino a ver si ligaban a algún joven. Conmigo, al menos, ninguna lo intentó.
Me impresionó cuando la vi. Rondaba los cuarenta –luego sabría que tenía cuarenta y dos, tres más que yo-, era una mujer bella y distinguida, como una auténtica reina, porque llamarla princesa con esa edad sería decir que era solterona. Para moverse, al hablar, en la forma de vestir, la altivez para tratar a los demás e incluso en su fino humor. Valga un ejemplo de esa forma de ser: cuando nos despedimos me dijo hace ya quince minutos que debería estar en mi casa, de manera que le sugerí se fuera corriendo. Yo no corro, me apresuro, exclamó con una mirada que no supe si era de desdén, de ironía o de ternura.
Elegí su taller, me explicó esa tarde, porque hace años que forma a la gente en la redacción de cuentos y yo quiero ver qué opinan de tres o cuatro que ya tengo escritos y sobre todo aprender cómo hacer los que he pensado escribir. Mientras hablaba me pareció que iba a ser un personaje muy distinto a los que en ese momento eran mis alumnos, casi todos jóvenes y algún que otro adulto que se acordó tarde de iniciarse en la literatura, pero no sólo creí que esa diferencia le haría bien al grupo sino que además ella me atraía, nunca había estado cerca de “una señora de las Lomas”, como se definió, y además me propuse darme cuenta si esa altivez era diaria, permanente, o una pose que adoptaba conmigo.
¿Y qué temas ha tocado en sus cuentos?, pregunté. De lo que más sé, de las mujeres como yo. ¿En qué sentido mujeres como usted? Sonrió y contestó ya se lo dije, las señoras de las Lomas, va a ver que casi todos son de anécdotas o historias de personas similares a mí, nada más que ellas las cuentan y yo las comencé a escribir.
Esa noche pensé bastante en ella. La mujer era –supuse seguiría siendo dos horas después de que nos vimos- bonita, con unos ojos cafés muy vivaces, brazos delgados y dedos largos, muy simpática cuando sonreía y además al hacerlo se le formaban un hoyuelo en cada mejilla. También pensé que un no sé qué, algo, tenía distinto a las de su círculo social porque es verdad que en ocasiones ni saben qué hacer con su tiempo pero no supe de ninguna que quisiese escribir y menos aún con oyentes. Porque ya había tenido varios alumnos que la primera vez que debieron leer ante los demás sus cuentos se avergonzaban. Veremos cómo se comporta. Si es que viene.
La primera sesión a la que asistió fue una auténtica revolución. Saludó a todos y cada uno de mano, con un aire de superioridad no disimulado, depositó en la mesa las pastitas que trajo –y comprobaríamos eran deliciosas-, se sentó, cruzó las piernas y vi que no hubo nadie que no dejara de observar su ropa, calzado, cartera y cuanto tenía y, supuse, porque de eso no sé nada, debían ser de marcas exclusivas y de la mejor calidad. De lo que sí sé, piernas, vi que eran como a mí me gustan, bien torneadas. Contra lo que imaginé, sus comentarios y observaciones sobre los cuentos que leyeron los demás fueron muy pero muy acertados. Cuando leyó el suyo no podíamos contener la risa. Contaba los desvelos de una madre millonaria porque su hija, de veinte años, fue ferviente partidaria de Andrés Manuel López Obrador, iba a sus mítines y hasta participó en el bloqueo de Reforma; y los comentarios de la personaje no tenían desperdicio: “¿qué le ve a ese indio?”, “hubiera preferido que fuera drogadicta”, “ni hablar sabe, dice idial en vez de ideal”. Para mi sorpresa, porque sabía que sólo comenzó a escribir hacía un par de meses, y así lo dije, el relato estaba muy bien estructurado, con excelente manejo de los tiempos y un lenguaje que aunque sabíamos no es del común de la gente sí de ese tipo de personas. Hubo un momento en que sonó su celular, salió de la sala para hablar y cuando regresó le comenté eso se me olvidó decírtelo, todos al comenzar aquí apagamos los celulares. Sentada otra vez dijo me parece bien, así lo haré, lo que no sé es por qué me tutea. Creí que contestarle por lo bonita que eres sería poco prudente.
En la noche la única que se quedó cuando los demás se marcharon fue Julia, que además de alumna del taller manteníamos una relación amorosa bastante llevadera. ¿De dónde sacaste a ese personaje?, fue su primer comentario. El segundo me tomó por sorpresa: “no le sacabas la vista de encima... y ella tampoco a ti”. Vamos, no te pongas en ese plan, la miré como miro a todos cuando hablan o leen. Puede ser, pero esa vieja no me gusta así que mucho cuidadito.
En la siguiente sesión nos contó que en la primera aprendió mucho, así que decidió corregir lo que había escrito con anterioridad “porque me di cuenta, me hicieron ver, mejor dicho, así que se los agradezco, algunas cosas que no sabía se deben tener en cuenta, como la cacofonía”. Si el primero que trajo estaba bien hecho, el segundo era casi perfecto. Narraba las dudas sobre qué hacer, la furia y la humillación de una mujer que se enteró su esposo la engañaba con una quince años menor que ella. Estaban muy bien explicados los sentimientos, el personaje perfectamente descrito tanto físicamente como en su forma de actuar y me di cuenta, porque previendo nuevas escenas de celos de Julia opté por mirarla lo menos posible, que todos se quedaron, nos quedamos, estupefactos con el final.
Dos días después me llamó nuevamente por teléfono. “Creo que estuve mal y quiero pedirle disculpas”. ¿Cuándo? Cuando no dejé que me tuteara, vi que todos lo hacen y soy la única en tratar a cada uno de usted, lo cual es una tontería porque varios tienen edad casi como para ser mis hijos. ¿Me perdonas? Qué iba a decir, que sí, obviamente. Esa vez hablamos largo rato, le conté de qué vivo y ella que tiene dos hijos universitarios, de que soy divorciado y Catalina me dijo se casó muy joven con un hombre que le lleva ocho años, de literatura, de autores y de ideas para cuentos. No salía de mi asombro. Además de atractiva era evidentemente buena lectora, no sólo de la revistas, como supuse era lo que leían sus amigas. Algo que me contó me provocó una duda: me dijo que rara vez sale de las Lomas. Si era cierto, y no tenía porqué qué no serlo, ¿por qué me citó en esa cafetería? Eso me hizo reír, ¿si aún fuera adolescente hubiera intentado ligarme?
Durante semanas se fue compenetrando más y más en todo. En los cuentos ni que hablar, pero también en las charlas de todo tipo que suelen surgir en los talleres. Además, me imagino que sin proponérselo, continuó siendo el centro de atención de todos. La altivez, comprobé, no la perdía, pero supo aconsejar, proponer o criticar sobre las cosas que alguno o varios contaban de sus vidas. Y en más de una ocasión, a veces en algún comentario con ternura y en otras simplemente para que nos divirtiéramos, volvía a aparecer ese humor que noté desde la primera vez que la vi.
Una tarde trajo un relato hermoso. Era de una mujer que mantenía relaciones sexuales con su masajista. La historia no era novedosa pero el tratamiento fue excepcional. Sin relatar ningún acto sexual el cuento desbordaba erotismo por todos lados y las sensaciones de ambos, el deseo, la posesión, sentirse poseída, acostarse con una mujer mayor que él (aunque en ese oficio no debía ser la primera) y con un hombre más joven, tenían tanto realismo que, después lo comentamos, todos nos sentíamos alguno de los dos personajes. No sé cómo lo vivieron los muchachos, más jóvenes que yo, pero este hombre tenía una calentura marca diablo. Para colmo, cuando terminó de leer alzó la vista y me miró, segundos que me parecieron siglos.
Como hago cada vez que concluye una sesión, vuelvo a leer las copias que me dejan, a analizar los cuentos y a apuntar en un cuaderno cuáles mejoras noté en cada uno, si es que hubo alguna. Esas anotaciones, lógicamente, las hago si Julia no se queda a dormir. Una muchacha trajo un texto muy bien elaborado sobre el estado de los hijos en el velorio de su padre, y ahí lo pensé, lo recordé, más bien, porque obviamente ya lo sabía: que en lo que se escribe siempre hay algo autobiográfico, de deseo que a uno le pasase o de fantasías, las sexuales son las más comunes, que se llevan a los cuentos. Me puse a revisar los de Catalina -¿le habrían puesto ese nombre por la grande, la zarina rusa?- pero no pude llegar a una conclusión definitiva: en alguno o todos pudo haber sido ella la personaje y ser una mentira que era lo que le contaban sus amigas. Opté por llamarla por teléfono para salir de dudas, pero una voz femenina me dijo “la señora nostá, salió de dinner, ¿osté gusta dejar mensaje?
La semana siguiente faltó a la reunión, lo cual me avisó diez minutos antes que comenzara. Siete días después sí vino, aunque apenas tarde, por lo cual pidió disculpas. Me llamó la atención porque por primera vez besó a cada uno, dejó de darnos la mano. Quizás esté perdiendo la altivez, pensé. Aunque, otra vez sentada frente a mí, noté que había algo raro en su rostro. Como si estuviera pensando en otra cosa o recordando a alguien o algo. Incluso, fue la vez que menos participó en comentarios y análisis de los cuentos que se leyeron. De tanto en tanto me miraba pero esos ojos cafés no estaban vivaces. Cuando le tocó leer el suyo noté que había un cambio respecto a los anteriores, en esta ocasión no fue sobre una mujer sino que el personaje era un hombre, un empresario que... Primero noté que cuando estaba por terminar el primer párrafo se le quebraba la voz, hasta que a la mitad del segundo no pudo seguir leyendo y de sus ojos comenzaron a caer lágrimas. El empresario descubría que la esposa lo engañaba con su masajista.

martes, 16 de septiembre de 2008

Historia sin palabras

Me llamó la atención ver a varias personas haciendo un círculo y tuve curiosidad sobre qué veían. Suelo pasar por esa esquina, bastante transitada a casi todas horas del día, y generalmente lo hago apurado para no llegar tarde a trabajar. Esa mañana, en cambio, iba bien de tiempo. Con la circulación infernal que tiene la ciudad de México es casi imposible determinar cuánto va a demorar uno en llegar de un punto a otro. Eso, sin contar que dado el brutal nivel de violencia cualquier cosa puede pasarte en el camino: uno sabe que sale pero ni cuándo llega ni siquiera si va a llegar.
Así que me asomé por sobre la cabeza de una señora muy bajita y lo que vi me sorprendió. Una niña, calculé que de unos diez años, sentada en el suelo, con ropa y aspecto de indígena, hablando mientras los del círculo la escuchaban atentamente. Yo hice lo mismo aunque un par de minutos porque terminó de contar su historia. Varios se inclinaron hacia ella y le dieron monedas y alguien hasta un billete de veinte pesos. La niña dijo gracias, se puso de pie, inclinó la cabeza, como si fuera china o japonesa, y se marchó rápidamente.
Yo no le di nada. Nunca pude determinar de dónde proviene mi hábito de no dar limosnas aunque, pensé después, lo de la chica más bien parecía un trabajo, algo había contado para que su público le diera dinero. Me arrepentí de no haberlo hecho. Pese a que sólo escuché el final de la historia, bien valía que se ganara la vida así.
Al día siguiente fui más temprano que otras veces. Ahí estaba, sentadita, con una blusa multicolor que, por lo poco que sé distinguir, me pareció oaxaqueña. Una mujer le había llevado una pequeña bolsa con frutas y poco después de mi llegada la niña comenzó a hablar. Contó una historia zapoteca. La voy a sintetizar. Era sobre un dios que se enamoraba de una joven casada así que decidió eliminar al marido para quedarse con ella. Provocó tal tormenta en el mar que el barco en que el hombre pescaba se hundió y cuando, triunfalmente, bajó a la tierra en busca de la muchacha, vio que se había ahogado en sus lágrimas.
La gente le aplaudió, se repitió la escena de las monedas y algún que otro billete y esa vez me incluí entre quienes les dieron dinero. Le pregunté su nombre pero ella se fue tan rápido que no supe si no me oyó, no quiso contestarme o a lo mejor hasta temor le produje.
“Está ahí todas las mañanas, nadie sabe de dónde viene ni hacia dónde va, sólo que cuenta historias conmovedoras: a mí, al menos, una vez me hizo lagrimear”, me explicó una compañera de trabajo cuando le pregunté si alguna vez la había visto.
A la mañana siguiente fui el primero en llegar. Cuando le pregunté por qué contaba historias, si era para ganar dinero, me dijo que sí, que vivía de lo que la gente le daba, aunque agregó, más o menos, que “las historias son para contarse, si una no lo hace se las lleva el viento y éste es muy malo, puede dispersarlas y después no sabemos dónde quedaron las palabras, y lo peor que nos puede pasar a alguien es el silencio”.
Así, mañana tras mañana, oíamos una leyenda, a cual más bonita cada una, a veces de dioses, otras de amor y también de guerras o la ilusión que da sembrar la tierra para esperar su fruto. Una de ellas logré que me dijera su nombre, Nayeli, y su edad, diez años.
Hasta que desapareció. Durante dos o tres días sus oyentes habituales la esperamos, conversando entre nosotros y preguntándonos si habría cambiado de esquina, si quizás regresó a su tierra o que habría sido de ella.
Me la encontré una tarde, meses después, casi al crepúsculo, muy lejos de donde nos deleitaba. Alcancé a tomarla de un brazo cuando vi que iba a empezar a correr. ¿Qué te pasó Nayeli, por qué dejaste de ir a contarnos historias?, le pregunté. Porque no quiero contar la última que sé, la de la niña que volvieron prostituta.

sábado, 6 de septiembre de 2008

¡Ay Jesusito!


Dije basta. De sufrir, de extrañarla, de no saber qué hacer sin ella.
Se acabó, fue la expresión.
Pero claro, una cosa es resolverlo y otra que pase en la realidad.
¿Qué se hace a los veintitrés años cuando la novia lo deja a uno?
Emborracharme nunca me gustó; llorar tampoco; escuchar música no me sirvió de mucho; y recurrir a los cuates menos porque a casi ninguno les caía bien Mercedes, así que en vez de acompañarme en mi dolor –¡Uy! Esa frase no es de bolero sino de tango- se hubieran alegrado de que desapareció de mi vida.
Así que decidí recurrir en plan de consejo al lépero hereje, frase para definir a un personaje singular, mi tío abuelo, Jesús, que claro, con ese nombre, ¿cómo no iba a ser sacerdote?
Pocas veces hablé con él desde su retorno así que no lo conocía mucho pero por las referencias familiares y lo que había visto pensé que podía servirme. Porque él sí fue la oveja negra. Yo, por haberme ido a vivir con una mujer cinco años mayor, sin casarme, ni siquiera por lo civil, apenas llego a gris.
Entre sus historias está que vino a oficiar de sacerdote a esta ciudad, la misma que lo vio –nos vio- nacer, cuando tenía veintiocho años. Necesitó, cuentan, a alguien que le cocinara, lavara y planchara la ropa y limpiara la iglesia, así que contrató a Eustolia, una muy devota mujer, que asistía puntualmente a misa cuantas veces las hubiera y rezaba con mucho fervor, “casi místico”, según mi abuela. El detalle estaba en que tenía diecisiete años y cuando Jesús se la llevó –mi tío abuelo, no el otro- a su nuevo destino, tres años después, estaba más gordita.
Las historias de sus sermones eran alocadas. Como la vez que desde el púlpito preguntó, con rugiente voz, “¿por qué chingados vienen a ser perdonados si cuando cometieron el pecado ya sabían que lo era?”. Mi familia, creyente como la que más, se escandalizaba de ese familiar que, años después se supo, tenía dos hijos con Eustolia, quien seguía limpiando, cocinando y planchando pero ya no vivía en la iglesia. Que se supiese. En aquella ciudad fue bautizado como “el padre besucón”, porque cada vez que casaba a una pareja decía “puede besar a la novia... primero usted y después yo”. No sé cuántas le hicieron caso ni cuántos maridos lo permitieron, pero el sólo hecho de que lo propusiese ya hablaba bien del único hermano de mi abuelo que vivía.
A nuestra ciudad volvió hace medio año, él con setenta y tres y ya jubilado, así que vivía abiertamente –según se mire, porque cerraban la puerta- con Eustolia, cuyos hijos, profesionistas, les habían dado tres nietos, a cual más simpáticos cada uno. Los conocí a todos un domingo, en comida familiar. Un sábado en la mañana estábamos Mercedes y yo sin siquiera habernos levantado y disfrutando cada uno del cuerpo del otro cuando los golpes en la aldaba nos indicaron que alguien insistía en interrumpirnos. Impensable que fueran mis padres, que a ella nunca le dirigieron la palabra y a mí apenitas, ni mis hermanas menores, quienes aseguraban me iría al infierno, así que me puse a medias un pantalón y fui a abrir. “Hola, pecador, soy tu tío Jesús, hazme pasar y sírveme un café que no vengo cargando la cruz pero caminar, a mi edad, cansa”, definió. Por si fuera poco, cuando apareció Mercedes la abrazó y besó, la miró de arriba abajo y soltó “hijo mío, ¡qué buen gusto tienes para pecar!”.
Mercedes no paró de reírse mientras estuvimos los tres ni al día siguiente en la comida, a la que llevó un postre que raras veces hacía. Fue entonces cuando conocí a Eustolia –“esa perra”, “la enviada del Demonio”, “ella es como la del pecado original”, según expresiones de mi abuela o tías-, una mujer dulce hasta decir basta a la que se notaba sus hijos adoraban, al igual que a Jesús –mi tío, no el otro, o vaya uno a saber, quizás a aquél también-, y que por su porte era notorio que fue muy bella.
Yo creo que el lépero hereje –lo segundo ya no lo era, pero lo primero con cuánto entusiasmo, no podía decir tres palabras sin que alguna fuera una leperada- nos invitó porque éramos la única familia dispuesta a estar con él; e igual fue para Mercedes, por fin alguien de la mía se dignaba dirigirle la palabra. Y creo que fue lo único que le dirigió, además de sonrisas, porque estaban delante esposa, hijos y nietos. Si no, otro gallo hubiera cantado.
Pero ahora Mercedes ya no estaba y la casa y la soledad para mí eran un infierno. Supe que se fue a otra ciudad pero no me quiso dar ningún dato de dónde de manera que todos mis intentos de encontrarla fueron en vano: hasta cambió de dirección de correo electrónico. Yo estaba en la desolación total.
Mi tío me recibió en calzones y camiseta. Cuando le expliqué por qué había ido rascó su barba, canosa, que no se la dejaba pero era obvio que en tres días por lo menos no se había rasurado, y poniendo un tono de voz misterioso dijo “llegó la hora”. Como tras decirlo se levantó y marchó, me pregunté de qué diablos sería la hora, aunque cuando lo vi venir con una botella de tequila no supe si reírme o emprender la retirada.
Pero ni lo intenté ni me hubiera dejado. Sirvió dos copas, le pidió a Eustolia algo de botana y proclamó “de lo que llegó la hora es de que entiendas cómo es la vida; si lo entiendes bien, Mercedes va a ser una anécdota o la vas a ir a buscar hasta el fin del mundo”.
Me llevó cinco meses hallarla. Y dos días convencerla de que volviéramos a estar juntos. Hasta anoche lo logré. No sé cuánto duraremos, si será para siempre, como Jesús –ya saben, mi tío- y Eustolia, pero valió la pena el esfuerzo. Aunque en realidad no me costó mucho porque lo que hice cuando la vi fue prometerle que sería como él me dijo que fuese y casi recitarle, palabra por palabra, lo que me explicó el lépero hereje aquella mañana, mientras mi tía cosía un disfraz de mariposa para su nieta menor.
“A ti, como a casi todos, te enseñaron a sufrir y a penar, porque eso es lo que la religión dictamina. Yo, como enseñaba otras cosas, nunca pasé de cura de pueblo. Y menos mal, porque si hubiera llegado a ser Papa todo sería distinto, no sabes qué chingaderas haría. Toma el ejemplo de mi tocayo, ¡él sí supo ser un cachondo! Convirtió el agua en vino para que la gente pudiera emborracharse a gusto; no permitía ayunar en las fiestas porque para qué mierda va uno a una fiesta si es para morirse de hambre; los rabinos lo crucificaron no porque no fuera el Mesías sino que predicaba la alegría; y para rematarla vivió con una prostituta, o sea que ella sabía de memoria cómo ejercer el acto más feliz del mundo. Tú ni levantes la cabeza, Eustolia, que el primer libro que te hice leer fue Justine y Juliette, el del Marqués de Sade. ¿O no me vas a decir que disfrutabas más estando conmigo que yendo a misa? ¡Ah, verdad! Pero a ti, muchacho, te educaron en ir a misa, y seguro que tu inconsciente, ese que nunca duerme, cuando eyaculabas en vez de hacerte dar un alarido de placer te hacía vivir las culpas de no estoy casado, esto es pecado, el Señor me perdone y tantas otras idioteces. O sea, la pobrecita de Mercedes, si disfrutaba, disfrutaba a medias. Piensa en mi tocayo... se cuenta que más de una vez los vecinos fueron a ver si le pasaba algo por sus gritos, un dolor de muelas o cosa por el estilo, y qué va, aquél jadeaba entusiasmado porque Magdalena –fíjate qué curioso, no me había dado cuenta que su nombre empieza con la misma letra que el de tu ex mujer- lo dejaba rendido. Y no a sus pies, precisamente. O sea, que lo que te falta es alegría y saber coger, no hay de otra. Tú silencio, Eustolia, que ésta es conversación de hombres, vuelve a lo tuyo. Que son las cosas que mi tocayo tuvo. Y yo también, si no me crees pregúntale a ella. Te voy a contar algo que nunca le dije a nadie, ni a mis hijos. La primera vez que nos acostamos esta mujer no dejaba de persignarse y rezar en susurros y tanto me hartó que terminé atándole las manos a la cama, amordazarla no porque hubiera quedado feo, pero eso me permitió oír que su quejido de placer, murmullo o lo que haya sido fue ¡Dios mío! O sea, según ella, pude haber sido Papa. Y sobre todo, diviértela, hombre, diviértela, no hay mujer que olvide a quien la hace reír.”
Cuando terminó de hablar, Eustolia alzó la vista, con sus ojos brillando, y sólo dijo “¡Ay, Jesusito!, amén.”

Descalabros


La primera noche que la vi no le presté mucha atención. A la siguiente sí. Es que en esa oportunidad me acerque a la ventana sólo para abrirla e intentar que mi habitación se aireara un poco y en especial se fuera el olor a tabaco. Mi “alma de búho”, como me llamó alguna mujer, hace que mis momentos más productivos sean en la noche. Si hubiera vivido aquí hace treinta años los vecinos habrían protestado por el ruido de la máquina de escribir, pero las computadoras eliminaron ese posible problema. Y además de ellas menos mal que también nacieron los auriculares, así que puedo escuchar a Vivaldi o a quien se me dé la gana sin tampoco oír quejas. A veces voy a dormir cuando ya amanece y también lo hago oyendo música porque es más grata que los ruidos de los coches o los gritos de los vendedores ambulantes.
Ese noche, como decía, no le presté mayor importancia, aunque me resultó extraño ver a una mujer sola, parada junto a la puerta de un edificio, a horas en que ni las hormigas andan por la calle. Sólo pensé que se le habrían olvidado las llaves y esperaba que algún vecino saliera o entrara para que la dejara ingresar al edificio. Vestía toda de negro o al menos eso parecía a la distancia, y a la altura, porque vivo en un cuarto piso, los pantalones, la chamarra y la blusa. El cigarrillo que fumaba no, ése era blanco.
Aunque la noche siguiente la vi, exactamente igual y en la misma posición y lugar, y eso me despertó curiosidad. Deseché, de inmediato, que nuevamente hubiera olvidado sus llaves, eso a nadie le pasa dos días seguidos. Ni siquiera a mí, que soy el colmo del desorden y el despiste. Mentiría si dijera que esas dos características mías fueron la principal causa de la separación de mi mujer, pero que influyeron, influyeron. Mucho. Eso de quedar en encontrarnos en la puerta de un cine y que ella fuera a uno y yo a otro, creo que puede sacar de quicio a cualquiera.
Pensé si no sería una prostituta en espera de un cliente, porque se le distinguía un cuerpo bonito, aunque también eso lo deseché de inmediato porque por mi calle de noche es rara la vez que pasa un vehículo. Y menos aún a las 2 de la madrugada, que fue la hora en que la volví a ver. Hubo un momento en que alzó la cabeza y creo que me vio, lo cual hizo que de inmediato me apartara y volviera a sentarme frente a la computadora. Es la última vez que me levanto de la silla a esta hora, pensé, no necesito son distracciones y menos aún por un hecho tan insignificante como una mujer parada en la calle. Tenía que empezar, y ya se sabe, todo lo que empieza acaba, el último capítulo de la novela. Mi editor me tenía harto con sus urgencias y para colmo cuando se la propuse se entusiasmó tanto con el tema que me dio un plazo que vencía dentro de cinco días. Y cualquier editor sabe que ningún escritor cumple los plazos, y como preveía que en vez de cinco serían quince o veinte, no dejaba de insistir.
Aunque a la noche siguiente la tentación pudo más que cualquier urgencia literaria o editorial y me volví a asomar. Allí estaba. Aunque esta vez con un vestido. Y a puro valor mexicano, cuando alzó la cabeza le hice un saludo con la mano. Que me devolvió y no sé si fue fantasía o realidad pero me pareció que le agregó una sonrisa. Ahí sí que escapé, a la cocina, donde guardo el tequila, para mojar –y deleitar- a la cuestión que tenía en la garganta: ¿bajo y le pregunto qué hace ahí todas las noches? No, me respondí, las noches son de trabajo, no de mujeres. Me reí porque esa frase no me la creería nadie. Podía hacerlo, el último capítulo empezaba a parirse y aparentemente sin muchos dolores ni contracciones. Era lógico, es una novela sobre como se desmorona mi personaje; desamores, y yo de eso sé mucho, desde el de mis padres pasando por mis hermanos y el de las mujeres; y de autodestrucción. Y uno, como ya se sabe, no tiene la culpa de nada, la culpa siempre es de los otros. A lo largo de más de 200 cuartillas el personaje, vaya oh casualidad, a los treinta y siete años, cifra igual a los míos, harto de fracasos amorosos y de todo tipo estaba al punto del descalabro y yo lo había descrito y trabajado bien. Aunque me faltaba un poquito de drama al final, que debía ser inesperado y fuerte y no estaba aún muy seguro de cuál debía ser.
Pese a lo que creía, a la noche siguiente el parto se puso difícil. Decidí salir a caminar un rato para ver si el aire nocturno me inspiraba, pero me detuvo la posibilidad de encontrar de nuevo a esa mujer. ¿Y qué, acaso le tienes miedo?, me pregunté. No, para nada, me contesté. E hice una jugada magistral. Apagué la luz, miré disimuladamente, vi que ahí estaba, preparé café, mejor dicho calenté el que había hecho unas horas antes, serví dos tazas y bajé.
Hola, le dije cuando la tuve junto a mí, ya nos hemos visto varias noches y para qué te voy a mentir, me intriga saber qué haces aquí, a estas horas, sola, así que decidí traerte un café así la espera se te hará menos larga y...
Y otro para ti mientras te cuente por qué estoy aquí, respondió, con una mueca que podía ser interpretada como quién diablos te crees que eres, o muchas gracias, o necesitaba ese calorcito (que daría para preguntarse si el del café o el mío) o... no sé, daba para cualquier cosa. Así que como no podía guiarme por la boca lo hice por los ojos, por Dios, qué bonitos, y me pareció que brillaban.
- Mira, yo hace ya años que paso las noches solo, esporádicamente acompañado, pero lo hago en mi departamento, trabajando y no parado frente a una puerta, a una hora en la que cualquiera te podría asaltar o vaya uno a saber qué hacerte.
- ¿Tú sueñas?.
- Sí... supongo que como todos, aunque en la mañana rara vez me acuerdo de alguno
- Pues yo estoy aquí siguiendo un sueño
Esas últimas palabras me desconcertaron. Aunque al mismo tiempo pensé en el personaje de mi novela, él ya no tenía sueños, de nada, por eso se hundía irremediablemente.
- Y si no es indiscreción, ¿qué te hizo soñar estar aquí?
Cuando contestó que en su sueño por ahí, en la noche, pasaría el hombre de su vida, estuve a punto de reírme. Aunque no lo hice y a cambio conversamos un rato, muy a gusto. Sentado nuevamente frente a la computadora, pensé si la soledad de esa muchacha sería tan atroz como la mía, al punto de hacerle caso a un sueño para encontrar el amor. Eso me hizo meditar sobre si una mujer no podría salvar a mi personaje. Enamorarse de ella no, eso sería no sólo cursi sino que además no debía haber final feliz. Tengo que pensar en una presencia femenina que algo signifique, me dije, aunque el editor patalee por teléfono por la demora en entregar, pero por algún lado tiene que aparecer.
A la noche siguiente se repitió la escena. Bajé con las dos tazas de café y algo conversamos. Hasta que pensé estaba interfiriendo. Si el hombre de su vida pasaba por ahí y la veía conmigo, probablemente seguiría de largo, a pie o en coche. Cuando le dije que ya me iba, lo que menos hicieron sus ojos fue brillar. Así que volví a mi departamento y me dije basta de cafés. Y me salvé, porque cuando apenas había llegado se desencadenó un verdadero diluvio, parecía que los cielos se habían abierto para descargar cubetadas acumuladas desde hacía mucho tiempo. Seguí pensando en mi personaje femenino y deduje que debía ser alguien inesperado para la piltrafa de hombre que estaba delineando. Se me ocurrió antes de dormirme: una compañera de la Preparatoria.
La tarde siguiente ya tenía algo mejor pensado, así que tras volver con algunas previsiones me senté a escribir. En la novela, el encuentro de mi personaje con ella fue casual y tras reconocerse se fueron a tomar un café. La bebida me hizo mirar por la ventana y la figura femenina no estaba. ¿Habría encontrado a su hombre? Un par de veces me asomé pero nunca la vi. Mis personajes, por su parte, recordaron los viejos tiempos y ella le contó que se graduó en Psicología y tras como una hora de charla le tomó una de sus manos y le preguntó por qué se veía tan mal. Él prefirió no contestar, a nadie le resulta fácil confesar que está al borde del abismo, y cuando se despidieron quedaron en volver a verse: ella le dio su teléfono agregando “para cuando tengas ganas o lo necesites, estoy para ti”.
Hoy parimos el final, me dije a la otra noche, y mañana revisamos todo. Casi alcoholizado por completo, el personaje tomó su celular y el papel donde había apuntado el teléfono de su amiga. Salió al balcón y vio la negritud de la noche. Primero miró el número de teléfono para de inmediato arrojar desde el octavo piso el aparato. Y después él. Todo esto lo cuento breve, escribirlo me llevó un montón de tiempo. Y ella, la soñadora, seguía sin aparecer. Fui varias veces hasta la ventana y nunca llegó. Pensaba pedirle que por una noche no cumpliese su rito o si quería en la mañana pero que leyera la novela. No sé por qué la elegí, pude habérsela dado a cualquier otro. Quizás para que viera que sí vale la pena soñar y que la piltrafa en que se había transformado mi personaje no soñaba con nada ni con nadie. ¿Y yo con qué sueño?, me pregunté. Preferí no contestarme
La tarde siguiente, tal como me prometí, revisé todo de arriba abajo, y por supuesto fui remarcando cosas que tenía que cambiar o corregir o agregar o quitar. Era un martes y terminé cuando empezó el crepúsculo, esa hora en que los árboles se preparan para alojar a los miles de pájaros que duermen en ellos, así que alcancé a llegar a Tepito justo antes de que se levantaran todos los puestos y lo que buscaba tuve que pedirlo con discreción, como si uno quisiera llevarse un video de pornografía dura o cosa por el estilo. La conseguí, la guardé en el bolsillo y regresé a casa. Pero esa noche ella tampoco apareció.

Tras sufrir dos días de calentura, con casi 39 ºC, seguramente producto de la mojadura por la lluvia, que la obligó a estar encerrada en su casa un día más para reponerse, la mujer de la calle decidió pasar esa mañana por allí. Le asombró ver dos patrullas y una ambulancia. ¿Qué pasó?, le preguntó a uno de los policías. El tipo que vivía solo en el cuarto piso se pegó dos balazos, le contestó