sábado, 28 de junio de 2008

Adiós, mamá

Adiós, mamá


Muchas veces pensé que soy un hombre algo raro, o quizás con algunas cosas fuera de lo habitual. Tal vez por ser así tuve dificultad para aprender lo que otros aprehenden antes, más rápido o mejor, como el funcionamiento del corazón. Aunque, la verdad, en los treinta y seis años que tengo de vida no me importó mucho. Hasta hoy.
Porque este mediodía fui al cementerio y estaban todos los familiares de mi madre para darle, como se acostumbra decir, el último adiós. Mis dos hermanas, menores que yo; María, mi esposa; nuestros respectivos hijos, tíos, primos; y por supuesto también mi padre y algunos amigos comunes. Mi mujer y yo éramos de los pocos adultos sin anteojos negros, quizás porque no teníamos que disimular rastros de llanto ya que de nosotros no lo hubo. Cuando me avisaron de su muerte le comuniqué a mi secretaria que me marchaba, le dije el porqué y la señora, ya pasada de los cincuenta, me abrazó, muy conmovida, dijo algunas palabras y yo deseaba que no llorara, porque a mí no sólo no me salió ninguna lágrima por esa muerte sino que mi única idea fue “por fin, por fin nos dejó en paz”. Dejar en paz no es una expresión que use a menudo. Por ello me acordé de una anécdota de cuando tenía trece años. Uno de mis primos mayores me fue a buscar un día a la escuela y me invitó a “tomar algo”. Glorioso mediodía, no sólo estaba con un adulto sino que además tomé café y fumé mi primer cigarrillo. “¿Sabes qué es la paz armada?, preguntó en un momento. Me imaginaba que no. Mira, estás en la edad de empezar a pelearte con tus padres, todos pasamos por eso y todos van a pasar, así que no te preocupes ni asustes, es necesario. Sólo ten en cuenta que a pesar de los enojos te quieren mucho, así que de tanto en tanto guarda las armas y llévate bien”. Creo que le hice caso como tres días, o a lo mejor exagero, tres semanas, porque con mi madre era imposible llevarse bien así que en vez de guardar armas inventé muchas nuevas.
En el cementerio el sacerdote dijo no sé cuál responso, no le prestaba atención, tenía algo de somnolencia. Miraba a mis hijos y pensaba que afortunadamente ellos tienen una madre muy distinta a la mía. Tal vez por eso recordé cuando mi esposa empezó a saber cómo era su suegra, y casi me hizo sonreír, algo que hubiera quedado feo. Al regresar de la luna de miel, dos o tres noches después fuimos a cenar con mi padres y en un momento mi mamá preguntó “¿y cómo se comportó mi hijo”. Si al morir tenía sesenta entonces debió tener cincuenta, y a esa edad la pregunta podría haber sido hecha con tono o mirada picaresca, pero no. María no sé qué iba a decir pero no le di tiempo, solté un “tú no eres quién para pedir cuentas de mi matrimonio, ya me pediste muchas, demasiadas, cuando viví contigo”. Por supuesto, aproveché que el silencio fue total para casi empujar a mi mujer e irnos.
Aunque también me distraía ver a un hombre, alejado de donde estábamos todos, muy serio, alto, con el cabello totalmente canoso, él si con anteojos negros, de unos sesenta y cinco años, y notaba no sólo seguía atentamente la ceremonia sino que en ocasiones apuntaba la vista hacia donde yo estaba. Cuando el sacerdote terminó se bajó el ataúd y algunos familiares, entre ellos mis hijos, se acercaron a echar flores. Yo no. Pero él sí. Caminó en silencio, sin saludar a nadie, y depositó dos flores rojas, que me pareció no eran rosas.
Cuando empezábamos a caminar hacia los coches, siempre con mi esposa tomada de la mano, se nos acercó y preguntó ¿podría hablar un minuto con usted.... a solas? Le hice señas a María de que siguiera con los niños y me detuve.
- Claro, aunque creo no lo conozco, o quizás no lo recuerde.
- Nunca nos presentaron... formalmente, aunque yo sí lo conozco muy bien a usted.
- ¿Por qué?, pregunté con cortesía, con un atisbo de sonrisa pero también muy intrigado.
- Porque desde hace cuarenta años soy... fui... el amante de su madre.
Quedé paralizado. Con sólo una pregunta en la cabeza: ¿cómo pudo? No supe qué decir. El corazón, ése que dije me costó conocer, latía muy fuerte, sin cesar. Por un instante pensé si junto a mi madre no se tendría que enterrar todo mi mundo. Asentí con la cabeza cuando el hombre preguntó ¿puedo? y apoyó una mano en uno de mis brazos.
- Sé que ustedes no se llevaban bien pero también sé que es muy doloroso despedir para siempre a quien le dio la vida, así que... no sé cómo decírselo... sepa que estoy con usted. Para lo que necesite.
En medio de mi no saber qué hacer ni decir noté que el hombre tuvo una mirada de descanso. Probablemente para él también era una situación incómoda. Pero ¿por qué me hizo esa revelación? ¿Y el mero día de su muerte?
- Gracias. Se lo agradezco. No sé si se da cuenta que con lo que me dijo estoy más que asombrado y...
- Está aterrorizado.
- Sí, exactamente, y quiero pedirle si un día podemos vernos y conversar, quizás tomar un café...
- Un día es ahora. Venga conmigo y ya lo hacemos.
Noté, cómo no, el tono de orden, el mismo tono que yo sentía de ella aunque el de mi madre era sin cariño, sin afecto, sin sonrisas, hasta para exigir que me lavara los dientes; y el de él no, parecía afectuoso. María se asombró cuando le dije se marchara con los niños porque yo me iba con ese hombre. ¿Quién es? No tengo idea de cómo se llama. ¿Y entonces por qué vas, o para qué? Sentí que me mareaba por lo que en esos minutos no había pensado: ¿y si era mi padre? ¿Y el de mis hermanas? ¿Tan doble pudo haber sido la vida de mi madre? Seguramente lo hice de bebé, también a veces cuando de niño me lastimaba o me golpeaban, pero al menos desde la pubertad no recuerdo haber llorado nunca. Hasta hoy. Hasta ese momento. María se dio cuenta, bajó del coche y me abrazó, muy fuerte. Estuvimos así no sé cuantos segundos, conmigo lagrimeando pero sintiendo esa inmensa ternura que siempre tuvo hacia mí, hasta que escuché la voz del hombre que decía déjelo, María, déjelo por favor, le prometo que cuando lo vuelva a ver va a estar mucho mejor.
Él conducía en silencio. Yo miraba por la ventanilla, también sin hablar. Creo que no reparé por dónde íbamos, aunque sí cuando estacionó, que le costó mucho hacerlo, sería uno de esos conductores para los que aparcar no les resulta fácil. En la cafetería pedí un exprés doble, necesitaba reanimarme. Él un capuchino. A mi edad, me explicó, si en la tarde tomamos café ya no dormimos. Me gustó ese uso del plural, quizás porque a veces yo también lo utilizo, aunque generalmente en broma. María se burla de mí cuando lo hago y suele preguntar ¿dónde está el otro?
No fue el único exprés doble a lo largo de tanto tiempo que estuvimos frente a frente. Francisco, que así se llamaba, habló más de una hora, con sólo interrupciones mías por alguna cosa que deseaba me aclarase o explicase mejor. Viví algo que me aterró aún más que saber él era su amante: tuve varias madres. Probablemente fue una sola hasta que sus padres la obligaron a casarse con el mío por ser un buen partido, algo que no sabía, él me lo contó y me horrorizó. “Ésa fue su perdición, nunca se pudo recuperar, ni aún con todos los esfuerzos que hice para ello, le robaron la vida. Porque además tuvo la mala fortuna de quedar embarazada de inmediato, de usted. Después hubo más hechos dolorosos, aunque ninguno como ése. Por ejemplo cuando su hermana Alicia enfermó de asma. Usted apenas le lleva dos años así que era muy pequeño para acordarse, pero dormir media noche sí y otra mitad no para atenderla y además de una enfermedad incurable, al menos para aquella época, no le resultó fácil, créame que no”.
Yo escuchaba atentamente aunque en verdad tenía un torbellino en la cabeza. Por saber cómo se conocieron, la emoción por su sintonía para bailar, oírlo hablar de cómo le fascinó su risa, ¡risa, mi madre!, como la primera salida a la calle de cada uno de sus hijos fue para que él nos conociera.
También trataba de imaginar cómo era Francisco hace tantos años, cuando se enamoraron. Tenía el aspecto de haber sido un hombre guapo, pero más que eso me preguntaba si entonces habría sido tan comprensivo y cálido con ella como era conmigo en esa cafetería. Y creí tener respuesta a mi pregunta de cómo pudo ella, aunque me surgió otra, ¿cómo pudo él enamorarse de una mujer como mi madre?
No sé bien a bien qué le gustaba de mí. Como imaginará, eso con el paso de los años cambia, la nuestra empezó como pasión de casi adolescentes y en los últimos tiempos ya éramos íntimos amigos, los mejores con los que uno podría soñar. Sí puedo decir qué me gustaba de ella, pero si lo hiciera María se asustará de su tardanza porque podría pasarme hablando días enteros. Quizás lo que más era su alegría y cuan consentidora fue conmigo. Espero que no se moleste ni se ría de lo que le voy a contar, pero desde que nos conocimos nunca compré corbatas ni calcetines, eso quedó a su cargo, y créame que los elegía con gusto. No, nunca me casé, siempre le y me fui fiel, ¿por qué me iba a engañar a mí mismo si yo sólo amaba a su madre? Por eso los conozco tan bien a ustedes tres, no había vez que nos viéramos y ella no hablara de cómo eran, y son, sus hijos, de lo contenta y orgullosa que estaba de ustedes...
¿Mi madre orgullosa de nosotros? La verdad, creí que Francisco mentía abiertamente para hacerla quedar bien. ¡Las veces que mis hermanas lloraron por cuánto y cómo les criticaba la ropa, cómo se arreglaban, si era poco o mucho el maquillaje!
...aunque déjeme que le diga algo, ¿sabe de quién estaba auténticamente enamorada su mamá? No de un hombre, ni siquiera de mí, sino de una mujer, de su esposa, de María...
Eso era el colmo. Estuve a punto de mandarlo al diablo e irme. Nosotros, María y yo, sí estamos muy enamorados y creo que sólo por eso logramos soportar sus intromisiones, sus comentarios que cuando no eran despectivos eran desdeñosos; y pacientemente armamos una estrategia para conservarnos a nosotros mismos a pesar de sus ataques. Sólo me contuvo la mirada de Francisco. No, no era la mirada, eran sus ojos...
...una vez me dijo, muy conmovida, que con su esposa usted iba a ser siempre feliz, y no había para su madre nada más reconfortante, ésas fueron sus palabras.
- Francisco, esta conversación me resulta muy difícil. Ya lo fue saber que por tanto tiempo mi madre tuvo un amante y conocerlo a usted, pero ahora me habla de una mujer que no era ella...
- Ella fue siempre igual, lo que tenemos es distinta manera de conocerla y de quererla.
- No, no es lo mismo, usted habla del que fue el amor de su vida. Eso es muy lindo, me conmueve saber que alguien pudo amarla como usted... mire, le propongo algo, vamos a tutearnos, ¿de acuerdo?, entonces agrego como tú lo hiciste. Mi hermana menor sé que algo la quiso, pero para Alicia y yo, para María y el esposo de Alicia, nunca dejó de ser una bruja.
- Déjame que voy al baño, mientras deberías repensar lo que dijiste.
¿Repensar? ¿Otra vez? Además de médico me doctoré en resistencia. No sólo resistí a mi madre sino a todos quienes no me creían que fuera tan así, a psicólogos que pretendieron “además de cortar el cordón umbilical, querido”, como me dijo una de ellas, la viera de otra manera. Una vez tuvimos una larga conversación con Alicia porque mi hermana sostenía que en muchas de las barbaridades que mi madre acostumbraba decir había bastante de inconciencia y yo que no, que todas eran maldad. Finalmente, compinches como somos, terminamos acordando que tendríamos empate. Lo vi venir a Francisco y pensé que yo debía cambiar de actitud, no servía de nada seguir pensando o hablando mal de la mujer que fue el amor de su vida, él también estaba de duelo y además me lo imaginé esa noche, solo, llorando su pérdida, y me inspiró mucha ternura.
Después de tantas horas, de velorio, cementerio y ahora conversación con Francisco, yo también tenía ganas de orinar. Muchas. Le dije que lo iba a hacer pero que primero quería preguntarle algo.
- Antes que la formules te diré que para mí estar contigo ha sido muy pero muy agradable, así que espero lo repitamos.
- Se lo prometo, porque aunque tengo muchísimas cosas muy revueltas...
- Me imagino.
- ...y que deberé repensar, como dijiste antes, de ninguna manera quiero que perdamos contacto. Además deseo presentarte a Alicia, a la menor no porque... porque es otro tema. Sigue siendo una malcriada, pese a sus veinticinco años, por tanto que la consintió mi padre.
- Me encantaría conocerla. ¿Qué querías preguntarme?
- Entiendo que usted es un hombre con mucha más edad que yo, que vivió un amor muy intenso, que si mi madre no hubiese muerto seguramente seguirían juntos; y que yo fui hijo, que es una categoría muy distinta. Pero aún teniendo en cuenta eso, ¿cómo podemos tener una visión tan diferente de ella?
- Una vez, mejor dicho no fue sólo una vez, porque acostumbro equivocarme con las bromas que hago, la hice sufrir mucho. Habíamos estado ya no recuerdo si cuatro o cinco días sin vernos porque Alicia, que ya tenía diez años, estuvo internada, grave, en un hospital, y luego no se podía separar de ella para cuidarla. Así que la primer mañana que tu entonces hermanita volvió a la escuela vino a casa. No te das una idea de cuánto ansiaba verla. Había comprado las flores que le gustaban, las mismas que le di hoy para despedirla...
¡Con razón me acordaba de esas flores! Mi madre muchas veces las tenía en casa, ¿serían siempre regalo de él?
... En los días que no nos vimos varias veces hablamos por teléfono, y aunque siempre fue muy cariñosa conmigo, estaba seria, muy seria. Supuse que llegaría triste. O cansada. Y cuando abrí la puerta y la vi, tan hermosa y radiante como siempre, no tuve peor idea que decirle entra tú solita, deja fuera lo vivido. ¿Qué crees que me contestó, aunque con ojos a punto de llorar? Contigo puedo ser yo misma.
Escapé. Las ganas de orinar fueron la excusa. Corrí hacia el baño como los niños que ya no aguantan. Oriné, claro, aunque lavándome las manos me vi al espejo, un tiempo que pareció eterno. El desconocido latía a un ritmo tan pero tan acelerado que me tomé el pulso. Viéndome, sin cesar, recordé una frase de Alejandro Dumas, “la vida es fascinante, sólo hay que mirarla a través de las gafas correctas”. ¿Y cuáles eran las correctas? ¿Las de Francisco o las mías?
Al volver a la mesa me llamó la atención no verlo. Era imposible que nos hubiéramos cruzado camino del baño. Miré para ver si estaba pagando o comprando algo pero no lo vi. ¿Se habría ido sin despedirse? No, eso no se correspondía con la actitud que tuvo durante media tarde conmigo. Esperé un poquito, pensando que quizás habría salido en busca de algo, aunque no imaginé qué. Hasta que un cuarto de hora después llamé a la camarera y le pregunté si había visto salir al hombre que estaba conmigo.
- ¿Qué dijo?, preguntó con cara de tonta.
- El hombre, el hombre que estaba aquí conmigo, ¿sabe si se fue o qué?
- Señor, usted vino como hace tres horas... y siempre estuvo solo.