viernes, 29 de agosto de 2008

Ella


Yo no creo en fantasmas. Frase que no está dicha como alarde: casi ningún adulto cree en ellos. Nada más que yo debí haber proclamado que no creía... hasta hoy. Porque, además, mi excesiva dosis de racionalidad también me impide creer en milagros, apariciones de ángeles o vírgenes, no tengo creencias religiosas y hasta sostengo que se debería eliminar de nuestro léxico y del diccionario la palabra suerte, condenarla a un eterno destierro. Quizás nunca creí en ellos porque de muy pequeño vi Los crímenes de la rue Morgue, cuando aún ignoraba quien era su autor, Edgar Allan Poe, y mientras esperaba que apareciese el autor de los crímenes vestido con una túnica blanca, resultó que quien los había hecho era un orangután
Agobiado por el calor entré a una cafetería en la avenida Insurgentes porque sé que es de las pocas que además de exprés y capuchinos vende también cervezas. Si fuera comida podría decir que casi me atraganté con ella por la rapidez y fuerza con que me bebí más de la mitad de la botella. Esto parece que viene de antaño. Cuentan que cuando tenía uno o dos años mi madre me preparaba unos gigantescos licuados que yo acababa sin quitarme el vaso de la boca. Sólo después de paladear ese sabroso líquido me quité la chaqueta y miré a mi alrededor. Hombres hablando, supuse, de negocios o trabajo; mujeres que tratarían de consolarse de sus males matrimoniales o los provocados por sus hijos; jóvenes enamorados haciéndose mimos. Nada nuevo.
Excepto ella. Alguna vez conocí a una mujer que se llamaba –se debe seguir llamando- Vida y cuando todos le preguntábamos el porqué de ese nombre respondía que según sus padres sólo por su deseo de vivir pudo haber sobrevivido al parto. Otras ni valía la pena preguntarle cómo se llamaban y mucho menos dónde vivían, pero daba por descontado que lo hacían en la Calle de la Amargura.
Ésta tomaba un capuchino y de tanto en tanto le echaba un ojo a una revista. Cuando no lo hacía, miraba el lugar o hacia la calle, donde a esa hora, que no la había dicho, era mediodía, el ruido es infernal. Era bellísima; calculé que tendría algunos años más que yo (que no les importa, ni la edad de ella ni la mía, así que no la voy a decir); vestida con alegre elegancia y por supuesto con las piernas cruzadas: la que se le podía ver, tenía bonita forma..
En uno de esos momentos en que alzaba la vista, me miró. Dos, tres o cuatro segundos. Los hombres sabemos –las mujeres también, y creo que mejor que nosotros- la mayoría de las veces qué dice una mirada. Ésta no. Era de tal profundidad e intensidad que no atiné a decidir si me invitaba a dejar la barra e ir a sentarme con ella o simplemente se preguntaba a sí misma qué hace ese tipo a esta hora, solo, aquí.
Fui al baño. Me hacía falta, pero también me sirvió para acomodarme bien el cabello y decidir si me animaba y le proponía sentarme junto a ella. “Cuando no sepas qué hacer, no hagas lo que hacen todos, no hagas nada”, fue una frase que me inculqué a lo largo de los años. Cuando se la conté a mi abuelo, el que me crió (como hombre, porque como mujer mi madre siempre estuvo presente, hasta que murió, ya que mi padre un buen día cruzó la frontera y nunca más volvimos a saber algo de él) me confesó que le hubiera venido bien en varias ocasiones en su vida. Pero esta vez tenía claro lo que quería, ver si era posible disfrutar su presencia junto a ella.
Salí del baño con más fuerza que pirata dispuesto al abordaje. Pero hete aquí que ya no estaba. Pagué apresuradamente la cerveza, salí a la calle, miré a ambos lados y la vi, lejos, caminando y provocando un sinfín de miradas masculinas, las de a pie y las automotrices. Apuré el paso y cuando ya estaba por alcanzarla, mientras maquinaba qué frases le diría, dio vuelta la esquina. Yo también, claro, nada más que ya no existía. Así, literalmente dejó de existir, ni sombra de su rastro en los pocos segundos que demoré en llegar hasta allí.
Me maldije, aunque supuse que debió entrar a alguno de los edificios de la zona. Le pregunté a la vendedora de jugos de la esquina si la había visto dar vuelta la calle, describiéndola por completo, y aseguró que no, que yo era el primero en pasar por allí en un largo rato. Mi desconsuelo fue total. No soy un santo, han habido varias mujeres en mi vida, pero no recuerdo que con alguna haya sentido esa necesidad imperiosa de mirar otra vez esos ojos, oírla hablar y descubrir si por dentro era tan bella como por fuera.
Su imagen me persiguió todo el día. Volví al trabajo y ya a última hora de la tarde deseché la invitación de unos compañeros de ir a echarnos tragos. No, yo quería estar solo para pensar en ella. Y además decidir qué hacer para encontrarla. ¿Volver a la misma cafetería a la misma hora? ¿Sólo al día siguiente o varios más?
Cené cualquier cosa y me dediqué a ver una película que habían anunciado como muy buena y resultó de bastante medio pelo. Seguía pensando en ella y en especial en esa mirada que me dedicó. Frase presuntuosa, miró justo hacia donde yo estaba y así me vio, pero resultaba emocionante saber que especialmente había mirado hacia mí. ¿Fue una invitación y quedé como un cobarde? No, era otro tipo de mirada, no sabía cómo definirla, salvo que desbordaba ternura. Finalmente me dio sueño y me dormí.
Aunque soñé con ella, claro. Yo iba al día siguiente a la cafetería exactamente a esa hora y ahí estaba, en el mismo lugar, con su capuchino, y cuando le pregunté si me podía sentar junto a ella contestó “claro que sí, hijo”.

jueves, 28 de agosto de 2008

La mamma

La conocí un viernes en la noche, en una cena. De inmediato me atrapó su belleza y en especial sus ojos, de un verde intenso, que miraban a todos como pensando a cuál me voy a comer primero. Y lo cierto es que nos comió, sin servilleta ni digestión. No sólo desbordaba alegría al comentar algo sino además todo lo decía con una profundidad que demostraba que esa mujer sí sabía de qué hablaba; y no supe si siempre sería así pero desde que se sentó todo, conversaciones, preguntas, miradas, giraron alrededor de ella. Parecía el polo opuesto a su marido, que casi no hablaba y comía con entusiasmo, algo más que lógico para alguien con tan descomunal tamaño. En algún momento escuché que llevaban diez años de casados y me pregunté si siempre habrían sido tan distintos. Carla, se llamaba, para más datos, y por si algo faltara, italiana. Un par de veces sonó su celular, se levantó y se alejó para hablar, gesto que me pareció muy delicado, no hay nada peor que cuando alguien atiende una llamada y todos nos tenemos que enterar de cosas que no nos interesan. Cuando contó que era de la región de Toscana no pude evitar suspirar. ¿Qué, la conoces? Sí. ¿Y qué te gustó más, Florencia, Siena...? No, sus girasoles, no hay en ningún lugar del mundo girasoles como los de Toscana. En parte fue cómico porque mientras su esposo decía todos los girasoles del mundo son iguales ella se inclinó sobre la mesa y me besó. A pesar de mis cuarenta años los aplausos de los presentes, para Carla, no para mí, creo me hicieron ruborizar. El único en no aplaudir fue el marido, quien me hizo un gesto que ya conocía y cuya lectura sería va fan´ culo. Sentado casi exactamente frente a ella, durante tres horas tuve el deleite de verla y oírla y créanme que eso fue, un deleite.
Estuve un par de días pensando si intentar conseguir su teléfono. Más aún, dudaba si llamarla. Hasta que me comuniqué con Roberto, el que organizó la cena en ese restaurante y supuse sabría su teléfono. Mira, me dijo, no tengo problema en dártelo pero no te hagas ilusiones, son una pareja auténticamente perfecta, jamás discuten y todos envidiamos que se lleven tan bien.
Resolví no llamaría pero hubo un detalle que me hizo cambiar de opinión: soñé con ella. Además, no cualquier sueño. Estábamos en un prado lleno de girasoles, claro, con qué más, y Carla estaba completamente desnuda pero tenía cubiertas, como decía mi padre, sus partes pudendas, con esas flores, aunque el detalle era que estaban marchitas. Me desperté, encendí la luz, vi que eran casi las cuatro de la madrugada y me quedé pensando qué significaría, pese a que nunca fui bueno para interpretarlos. ¿Sería en realidad yo el que se estaba marchitando y aprovechaba el viaje para acariciarle esas partes?. Así que me decidí aunque me propuse andar con pies de plomo, hubiera sido una catástrofe que el gigantón que tenía por marido se enojase conmigo.
- Aló
- Hola, ¿Carla?
- Sí, ¿quién es?
- José Antonio
- ¿Cuál José Antonio?
- Al que besaste porque me gustan los girasoles de tu tierra.
- ¡Ragazzo! ¡Era hora que me llamaras! ¿Cuándo nos vemos, dónde tomamos café?
Buen comienzo, me dije. Aunque no fue todo tan boyante porque sólo hasta dos días después logramos hacer coincidir nuestros horarios para vernos. Cuando iba para la cafetería dudé si llevarle un ramo de girasoles, que no serían de Toscana pero algo es algo; o si sólo uno, para que lo pudiera disimular ante Renato. Perdón, me olvidé presentarlo, era el nombre de quien yo me preguntaba si esa tarde lograría que se rascara la cabeza. Mejor dicho, eran varias preguntas, si esa tarde, si alguna vez, si muchas o si nunca conseguiría ponerle los cuernos.
A todo esto, dejen que explique algo de mí. Por el nombre ya se habrán dado cuenta que soy descendiente de españoles, me faltó agregar el apellido, Ramos, ejerzo de arquitecto y según mi madre, quien no se explica por qué no me volví a casar, de buen ver. Con lo cual ya dije que estuve casado, tengo una hija de doce años que vive con su mamá y como corresponde a esa edad está cada día más insoportable, y soy apasionado de la náutica. Tengo yate, bueno, yate es un decir, algo más que un botecito, y en cuanto puedo vuelo a Ixtapa para navegarlo. ¿Algo más? Sí, otro detalle, las que también me apasionan son las mujeres.
El comienzo de nuestro encuentro fue espectacular. Me levanté para saludarla, nos besamos, muy decentitos en la mejilla, y cuando nos sentamos le di el girasol. Me miró y otra vez tuve la misma sensación por su mirada, va a comerme. Algo de eso hubo. Primero me dio un beso en los labios y cuando este hombre, muy discreto, los abrió apenitas, me encontré que su lengua recorría mi boca con un entusiasmo de aquellos.
Por supuesto la correspondí. Si alguien piensa que diez minutos después estábamos en un hotel, se equivoca. Empezó a hablar de sus clases, de los alumnos, de su familia y en especial de su madre, a la que me di cuenta quería mucho, y durante varias horas estuvimos charlando como si no hubiese pasado nada. Yo, lógicamente, hice un par de intentos de que la cosa prosperara pero ni pizca, de manera que empecé a preguntarme si besaría así a cualquiera que le regalara una flor. O hasta un perro. Es igual. En las horas que estuvimos conversando varias veces sonó su celular. En dos o tres casos fueron sus alumnos, no recuerdo bien, y en otras dos habló en italiano. Quedamos en vernos nuevamente la próxima semana, ese día era jueves, le di mis teléfonos, el del celular y del estudio, y nos despedimos tan amablemente como nos habíamos saludado cuando nos vimos.
Esa noche tomé mi libreta telefónica negra, más conocida como el putómetro, y comencé a llamar a ver si aparecía alguna disponible porque estaba como hacía ya tiempo no me pasaba. Es que además del beso ese me la pasé sensacional, me divertí, horrores, y como es avasalladora -¿será una cuestión de que no puede contener la lengua?- por supuesto me hizo sugerencias de cómo terminar la casa que estoy construyendo en las Lomas y me asesoró para diseñar el jardín de la de Coyoacán. Si algo me faltaba esa noche, fue que a la que vino y se quedó a dormir, a cada rato la llamé Carla.
El sonido del celular me sacudió poco después de las siete de la mañana.. El torbellino no paraba de hablar, casi todo en castellano pero soltando las más diversas palabras en italiano y lo que entendí me dejó pasmado: había hecho arreglos para ir a navegar conmigo el fin de semana y preguntaba cuál era mi plan de vuelo para conseguir uno igual. Noté que ni siquiera me preguntó si quería, lo dio por hecho. Otra vez sentí que me comía, lo cual, como imaginarán, me gustó. No me hice de rogar. José Antonio, pensé, ahora sí la hiciste, porque di por supuesto que no vendría con el gigantón, aunque varias veces en el día me asaltó la duda de si cuan torbellino es no aparecería el tal Renato y, más aún, cuál cuento le habría hecho para justificar que se iba por dos días y medio y, mucho mejor aún, dos noches.
Aunque cuando pensaba en eso también recordé que después de decirme que tiene treinta y ocho años agregó y diez de casada pero con una mirada que no entendí y no era momento para ponerme a preguntar nada, mucho menos cosas tan idiotas como “¿felizmente?”. No, eso hacen los estadounidenses, que bastante poca imaginación tienen. Pero algo, algo, me hizo pensar no era tan cierto eso que me dijo Roberto, que eran una pareja perfecta. También supuse no lo podría haber engañado mucho porque obviamente uno vuelve de navegar muy tostado por el sol, así que al menos le tendría que haber dicho iba a la playa.
A las cuatro de la tarde estaba en el aeropuerto y mi primera sorpresa fue que cuando llegué al mostrador ahí estaba Carla, esperándome. O sea que puntual, primer gol. Nos sentamos en la sala de embarque y entonces ya no pude más y le pregunté qué le había dicho a su esposo.
- No es mi esposo, hace mucho tiempo que dejó de serlo.
- ¡Ah caray! ¿Pero sí viven juntos?
- Sí, pero de esposos sólo seis meses, ya entonces no lo aguanté más.
- No entiendo cómo pueden vivir juntos si no son pareja.
- Mira tú, me sorprendes, nosotros no lo somos y voy a vivir dos días contigo.
- De acuerdo, pero dos días no son nueve años y medio.
- Misterios que da la vida, querido.
La historia no me gustó. ¿Quién vive tanto tiempo con un tipo que fue su marido, sólo compartiendo el departamento? Pensé si no estaría un poco loca. Estuve a punto de preguntarle si sabía manejar, porque ya aprendí que se debe desconfiar, mucho, de las mujeres que no manejan, pero me dije mejor no. En fin, reflexioné, se lo preguntaré en algún momento de la noche, para la cual obviamente ya tenía elegido el restaurante, con velas, música suave, vino italiano y un pequeño arreglo floral en cada mesa: no hay dama que se resista. Una noche fui ahí con un cuate que al igual que Carla al día siguiente iba a navegar conmigo y me dijo José Antonio, mejor nos vamos porque aquí parecemos maricones.
La segunda sorpresa vino durante el vuelo. Me contó que se la había pasado muy bien conmigo el día anterior aunque no se animó a preguntarme si quería que fuese con ella, así que después de pensarlo varias horas “llamé a mi mejor amiga y le pregunté qué le parecía debía hacer. Cuando le conté el plan de navegar de inmediato dijo que sí, que viniera, y aquí estoy”. Ahí el que suscribe no aguantó, me volteé hacia ella y la besé, nos besamos, varios minutos, cada uno con una mano en la mejilla del otro. Nos separamos y le dije el domingo a la noche, cuando volvamos, o el lunes a la mañana, la llamas y le dices a tu amiga que estuvo genial con ese consejo, mira lo que me hubiera hecho perder si decía que no, a pesar de que no le dijiste que venías conmigo, ¿cómo se llama esa genial mujer? Florentina, contestó, y agregó es mi mamá. Me quedé helado. Deseaba desesperadamente fumar. ¿Cómo puede decir alguien a los treinta y ocho años que su mejor amigo o amiga es el padre o la madre? Esta mujer está de psiquiatra, pensé. Además un poco me asusté porque a esa altura del partido ya no quedaba más remedio que pasar dos días y dos noches con ella, y si en poco más de una hora me llevé esas sorpresas, qué podía esperar para después.
Me equivoqué, afortunadamente. Esa noche no hubo cena, lo único que hubo fue sexo. Estuve a punto de preguntarle, no, no, tampoco, no crean que lo hice, si en esos nueve años y medio no estuvo con ningún tipo porque eso parecía, hasta que este hombre hubo un momento que pensó ya basta, si no soy Superman. Finalmente me quedé dormido, no sé a cuál hora, fue muy pesado el sueño, y en un momento me pareció oírla hablar en italiano aunque no me desperté, seguí, supongo que roncando, pero ni modo.
En la mañana, mientras nos bañábamos, oí una música. Mi celular, exclamó, y salió corriendo. Otra vez habló en italiano. Por un instante pensé si no sería el gigantón que le estaría pidiendo cuentas, pero me dije no, habría que ser muy buey para hacer algo así.
Durante ese sábado su celular me hartó, francamente me hartó. Todo lo que hicimos durante el día, navegar, pescar, conversar, besarnos, hacer el amor, reírnos, discutir, comer, todo, se vio interrumpido por el sonido del celular. A la tercera vez que sonó ya me tenía desesperado. Me pareció poco prudente preguntar de qué hablaba, porque como saben de italiano sólo sé algunas palabras así que no entendía ni medio. A cambio tengo que reconocer que salvo eso me la pasaba de maravillas, creo que disfrutaba como pocas veces en mi vida. Hasta que después de comer, y tras una nueva llamada, sí le pregunté con quien hablaba. Con mi mamá, contestó, siempre llama cada media hora, está muy pendiente de mí. ¿No te parece un exceso?, ya no eres una niña, dije yo. Ah, eso porque tú no sabes lo que es una madre italiana, por ella sigo con Renato. ¿Cómo que por ella sigues? Sí, tendría un disgusto muy grande si se enterara que él y yo nos separamos. De hecho ya nos divorciamos, pero de eso ella no sabe ni palabra. Aunque ahora no sé cómo voy a hacer para disimular ante mi mamma que me estoy enamorando de ti.
Creo que se enojó porque en vez de decir algo así como yo también te amo, cosa que ya había pensado, que estaba enamorándome, lo que hice fue zambullirme y nadar. Necesitaba agua, mucho agua para digerir la situación. Me acordé de la definición de Roberto, lo de pareja perfecta. Claro, así cualquiera, si no lo son. Pensé varias opciones: volver a Ixtapa, dejarla en el hotel y regresarme a México; subir al bote y darle una buena bofetada; hablar largamente con ella; al contrario, volver y no decir ni una palabra; y la que más me atraía, tirar el celular al agua. Opté por esta última. Cuando lo hice me miró, con esos ojos hermosos que tiene y me abrazó, me besó y dijo ahora sí sé que estás enamorado de mí. Así que no te vas a enojar cuando te diga que en el hotel tengo uno de repuesto para que mi mamma me llame.
Nos casamos tres días después de regresar de Italia. Cuando volví, cumplidor como soy, lo primero que hice fue darle los prometidos cien mil pesos a uno de mis albañiles. Antes no pude porque tuvimos que partir precipitadamente. En el viaje de ida no cesaba de llorar pensando quién y por qué había asesinado a su mamma. Con la que yo me había indigestado.

sábado, 16 de agosto de 2008

D5R


Estaba al borde del abismo. A un paso de caer.
A una jugada, mejor dicho.
Además iba a ocurrirme algo por primera vez: me derrotaría una mujer.
Se sabría en todo el mundo, se sabría no tanto porque yo fuera invencible, nadie lo es, sino porque ésta era muy joven.
El ajedrez es un juego edípico, o eléctrico, según quien lo juegue. Hay que derrotar al rey, el padre, en el caso de las mujeres. Y a la dama, que es quien más poder tiene, verbigracia la madre, hay que tomarla.
Ha sido más comúnmente un juego de hombres. Nadie le prohíbe a las mujeres jugar. Eso, desde el siglo pasado, porque antes se decía que no poseían inteligencia como para hacerlo. Pero aún en aquella centuria deliciosa no hubo ni una sola campeona mundial y apenas alguna que otra que llegó a GMI.
Yo vine a México a pasear, a conocerlo. Aunque no sé quién se enteró y pese a que evité a los periodistas no pude negarme a jugar simultáneas. Que además me encantan, para qué voy a mentir. Sólo puse dos condiciones, una que no hubiera niños, menos aún niños genios. La otra, no menores de veinte años. Ya tuve experiencia de jugarlas con adolescentes, que no lo hacían mal, pero a mí no me interesa que me reten porque creen que así iban a sacarse el fantasma del padre castrador que debían tener. No, dije, adultos, o sea de veinte en adelante. Al fin y al cabo, los GMI podemos poner condiciones
Me llamó la atención que la salida de ella fuera P4D. Es tradicional, no tanto como P4R pero tradicional al fin. Nada más que cuando la hizo me miró con ojos de desafío y esa salida no es para alguien desafiante, al contrario, la hace quien es conservador porque se requiere de paciencia para ir movilizando -moviendo- trebejos en busca de aislar –asesinar- las piezas claves del adversario. Yo, en este caso. Hubo algunos grandes maestros soviéticos para quienes era su salida predilecta y pocos de quienes se les enfrentaban se salvaban de perder. Tablas, como mucho.
Además, con esos ojos provocadores que tenía, dudé si aparte de desafiarme no se burlaba. Me incliné a pensarlo en la movida veintidós, porque tenía pegado en el brazo un pequeño papel redondo, blanco, que en letras negras decía “ya te follé”. Supuse que sería española porque es el único país de habla hispana en que se usa follar en vez de coger. Así que demoré algo más de lo que habitúo en hacer mi movida, C7A, riéndome interiormente porque pensé a ver cómo sales de ésta.
Cuando volví frente a ella me di cuenta que había hallado la solución perfecta, D5R, y cuando pensaba qué hacer, ahí, al borde del abismo, a una jugada de que esos ojos azul cielo me derrotasen, dudando si como un caballero tumbar mi rey, la que lo hizo fue ella. Me sorprendió por completo porque tenía la partida prácticamente ganada, así que alcé la vista, le di la mano, la felicité y pasé al siguiente tablero.
Aunque algo no estaba bien en mí. Había perdido concentración. Afortunadamente, como suelo mover rápido, tenía el reloj a mi favor y por creo cuarenta o cincuenta segundos opté por cerrar los ojos. Seguí jugando en otros tableros. Y cuando llegué al de ella seguía ahí parada, frente al suyo, y me volvió a dar la mano. Con un papelito. Que decía “la dama se tumba en la hab 204”.

domingo, 10 de agosto de 2008

Nombre de cerveza


Cuando oí a la azafata anunciar que en minutos más aterrizaríamos en Ciudad de México, dejé de dormitar y me sorprendí. No pensé que alguna vez volvería a escuchar esas palabras. Regresaba después de veinticinco años, que no son poca cosa, sobre todo considerando que ahora tengo cincuenta. La misma frase que pronunciaron la primera vez que vine, desde Lima, cuando tenía dieciocho y empezaría a estudiar medicina en la capital mexicana. Luego fueron varias las que la oí, al regresar de los viajes a mi ciudad, cuando mis padres pagaban el boleto para que nos viéramos, para visitarlos. La última vez no fue visita, como temían, no, era para quedarme y allí me quedé porque volví solo, acompañado nada más que de las maletas, el título y los recuerdos.
De ellos muchos fueron buenos pero hubo uno tan malo que opacaba a todos los demás, Ana María, i mexicana novia que un buen día me dijo lo nuestro se acabó porque se había enamorado de un profesor, diez años mayor que ella, quien dejó a mujer e hijos para casarse con su alumna. El nuestro fue un amor muy intenso, en parte porque éramos muy jóvenes aunque también por cuánto nos amamos, así que esa pérdida me dejó marcado de por vida. Nunca en Lima hablé de ella con nadie y cuando cinco años después de haber vuelto resolví casarme con Claudia le prohibí a mis padres que la mencionaran, así que es mi secreto. En tanto tiempo de ejercer como ginecólogo ante mí se han abierto de piernas miles de mujeres y nunca, con ninguna de ellas, tampoco con Claudia, tuve la más mínima emoción: jamás dejé de anhelar volver a abrir las de Ana María. O sea, para ser breve, que soy un frustrado, un pobre diablo que no pudo superar el primer amor. ¿O no?
Si fuera mentiroso diría que la culpa de este viaje la tuvo Ana María, no la que me dejó más muerto que vivo sino mi hija, que aunque tiene dieciséis años por supuesto no sabe por qué elegí ponerle ese nombre. Cuando celebramos mi cincuenta aniversario, primero con una comida, luego con cine y más tarde una cena, nos contó se enteró por la radio que en Acapulco hubo una matanza de policías hecha por narcotraficantes, así que buena parte del tiempo tuve que explicarles a ella y a su madre cómo es ese balneario, sus playas y el mar, que es el mismo que baña Lima aunque en nuestra ciudad es mucho más frío. Por supuesto no dije que con su homónima estuvimos muchas veces, cuando lográbamos dinero o si ningunos de los dos tenía exámenes. En la noche, ya en casa, encendí la televisión para ver las noticias y me quedé helado, sin atinar a hablar ni a hacer gesto alguno: allí estaba Ana María, micrófono en mano, relatando desde el puerto lo que ocurrió. El mismo cabello castaño aunque con otro peinado, los mismos ojos brillantes y también el rostro, igual de hermoso a pesar del paso de los años, aunque más redondo, así que supuse que también habrían algunos kilos más. Veinticinco años después su voz volvió a hacer lo que por aquel entonces, conmoverme, gustarme, seducirme. Fueron pocos minutos los que apareció en pantalla pero suficientes para remover un pasado que ya creía enterrado. En realidad, no sé por qué dije pasado si jamás dejé de tenerla presente. ¿O no?
Hice, a la mañana siguiente, lo que en varias ocasiones estuve tentado pero me contenía, poner su nombre en Internet, guglear, como se dice ahora, y averiguar algo de su vida. Así supe que es jefa de la sección policial de un periódico del puerto y corresponsal de la cadena televisiva gracias a la cual pude verla en pantalla. ¿Gracias? Eso está por verse. Revisé el diario y tuve que hacerlo por varios días hasta dar con una nota firmada por ella. Sonreí. Escribía mucho mejor que cuando estudiaba periodismo, aunque supuse eso les pasa a todos. Esa tarde cancelé mis consultas y me fui a la playa. Horas estuve mirando el mar. Pensando en mi vida. Y en ella, claro. Que el tiempo que ambas eran lo mismo fueron los más felices de mi existencia. Irrecuperables. ¿O sí?
No sé bien qué voy a hacer pero cuando me enteré del congreso que mañana empieza en Acapulco resolví venir. Días, o noches, estuve durmiendo poco preparando la ponencia que voy a presentar y que justificará mi presencia pero debí inventar mil y una excusas para no traer ni a mi esposa ni a mi hija. Y ahora, a punto de aterrizar, viendo ya la ciudad, esta ciudad que tanto recorrimos noche y día, consiguiendo lugares donde hacer el amor, riéndonos, haciendo planes y hasta ejerciendo por primera vez como médico con ella, aunque aún no me había recibido, pienso que lo que estoy haciendo es un disparate. ¿Qué voy a ganar con este viaje? ¿Verla? ¿Para qué, para reclamarle que me dejó? ¿Decirle que nunca pude olvidarla? ¿Que nos veamos como lo que somos, dos adultos que no llegamos juntos a esta edad? En fin, ya está hecho. Al menos volví a la que también fue mi tierra, como le decía Ana María, y planeábamos que lo sería siempre también para mí. A ver si es verdad que tengo conexión en dos horas y al mediodía ya estaré en Acapulco.

Concluyó la reunión de jefes y Ana María Guerrero regresó a su oficina. Furiosa. No hubo súplicas ni exigencias ni explicaciones que indujeran al encargado de la redacción a publicar lo que había averiguado uno de sus reporteros, quien era el responsable de la violación de una gringa dos noches antes. Y sabía bien por qué se negaba, porque el padre del violador era compadre del jefe, aunque eso no lo podía decir en público. Además, ella tendría que inventarle excusas al periodista del motivo de la no publicación pese al esfuerzo que le costó conseguir los datos. Sonrió pensando en él, que a los veinticuatro años tenía su primer trabajo en periodismo, la misma edad en que también ella tuvo su debut aunque ahora tenía exactamente el doble, cuarenta y ocho. Miró la foto de sus hijos sobre el escritorio. El varón de dieciocho y la niña de dieciséis. Vio entrar a la secretaria de la sección con mirada pícara.
- Ana María, dejaron esto para ti.
- ¿Qué es?
- ¡Ah, ya lo verás! Tienes que abrirlo tú.
- O sea que ya lo viste.
- Sí, para comprobar no fuera una bomba, contigo nunca se sabe, y ahora espero que la veas para que me digas de quién se trata.
Sonrió. Le sonrió, pensando que a la edad de esa joven aún es época de sorpresas y le comentó ya veré si te lo digo mientras levantaba la tapa de la caja, muy bien decorada. Miró a la secretaria, que a su vez la miraba sonriendo esperando saber el nombre de quien había enviado esa orquídea, algo que jamás ninguno de sus novios le regaló. ¿Qué es esto?, exclamó la jefa. Una flor, mujer, cómo no lo sabes. Ya sé que es una flor, no me tomes por mensa, es que no sé quién pudo enviarla. Si no lo sabes tú mucho menos yo, aunque adentro hay una tarjetita, te asombraste tanto que no la viste, quizás ahí diga quién es tu admirador
“Con el mismo amor de siempre”
Le pidió que trajera dos cafés y no dijera ni una palabra a nadie del envío. Encendió un cigarro, sin dejar de mirar la flor, pensando que quien la compró o el florista supo elegirla, estaba en su plenitud. Cierra la puerta, le dijo a la joven cuando volvió. Carmen, sabes que en ti confío mucho así que ayúdame a descubrir quién mandó esto.
- ¡Esto! ¡Cómo llamas así a una flor tan hermosa! Además, ¿cómo me pides eso? Sé poco de tu vida, no me enteré de que tengas un galán ni mucho menos sé de los pasados.
- Tú escúchame, que con eso ya es suficiente, pero además dime si me equivoco en lo que voy pensando, que lo haré en voz alta.
- Sale.
- Mi ex marido no puede ser. Hace dos años que nos divorciamos, jamás intentó el más mínimo acercamiento y sólo lo vi por algo relacionado con los hijos, así que es imposible que de la noche a la mañana le haya renacido el amor. Eso sin contar que lo suyo nunca fue enviar flores, muy pero muy rara vez lo hizo.
- De acuerdo, eliminado.
- El anterior marido tampoco, y podría ser que me siguiese queriendo pero también sabe que jamás lo perdonaré, eso de dejarme a los dos años de casados porque extrañaba a sus hijos no hay mujer que lo perdone. Yo, por lo menos.
- Yo tampoco lo haría, ése que siga en el cesto de la basura.
- Bien. Y entre uno y otro hubo algunos aunque todos fueron pasajeros y no veo a ninguno de ellos reapareciendo en mi vida, después de tantos años y de esta manera.
- O sea que no hay nadie en tu pasado. Yo, en tu lugar, pensaría en alguien del presente.
- No, primero porque en mi presente no hay nadie, ninguno desde que me divorcié, y segundo porque según lo que dice la tarjeta es un amor que hubo, no que hay. O sí... por lo que escribió lo sigue habiendo. El único posible sería El Inca.
- Esa es marca de cerveza.
- No, Carmen, la marca es sin El.
- ¿Y ése se puede saber quién fue? ¿Por qué le pusiste ese apodo?
¿Será él? Si yo no perdoné al pajarraco de mi primer marido, ¿él sí me habrá perdonado? No, imposible, debe seguir viviendo en Lima y soportando su olor a orines, porque así decía que eran los del centro de la ciudad, a mí no me consta porque nunca fui. Además, dudo que después de tanto tiempo no sólo se acuerde de mí sino que además me mande flores. Ese hombre ya no sería romántico, sería un pendejo. O...
- Carmen, quiero que hagas algo. Vas a llamar a todos los hoteles de la costera y averiguar si tienen alojado a alguien que se llama Fernando Robles. El segundo apellido no me lo acuerdo, si es que alguna vez lo supe.
- ¿Ése es El Inca?
- No... sí... no seas preguntona, ponte al teléfono y en campaña que siempre logras averiguar lo que otros no pueden. Ándale, y sigue la promesa de secreto.

Dudó si cenar o pedir le llevaran a la habitación algún jugo y unas frutas, aunque decidió que iría a un restaurante. No sólo para comer sino también por caminar, en parte para hacer algo de ejercicio pero más que nada ver cómo funcionaba el balneario en la noche. Durante la tarde vio que sí había cambiado desde la última vez que estuvo aunque seguía manteniéndose como cualquier playa, con gente junto al mar o yéndose de él, comercios para turistas, restaurantes y casas de cambio, que no existían en aquel entonces. A Ana María la vio entrar al periódico, apurada, de manera que supuso su típica impuntualidad seguía vigente. Comenzó a cruzar la calle para alcanzarla aunque se detuvo apenas después de dar dos pasos. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó. Ya no regresó a su punto de observación sino que empezó a caminar hacia el hotel. Se paró cuando vio la florería. Después de comprar y arreglar que enviaran la orquídea se maldijo. Esto es una locura, se acabó, mañana al congreso, a escuchar y aprender, al día siguiente presentaré mi ponencia y después veremos, quizás vaya a ver a los clavadistas de La Quebrada, pero basta de Ana María. ¿O no?

Hola, mi inquita lindo, escuchó cuando distraídamente atravesaba la recepción del hotel. Aunque no hubiera reconocido su voz esa expresión sólo podía ser de ella. Lo fue por mucho tiempo. Se dio vuelta y ahí estaba. Sonriente. Ojos brillantes. Antes de que Fernando pudiera decir algo Ana María se acercó y lo abrazó. Se abrazaron. Hasta que los dos, simultáneamente, se apartaron y se miraron, uno a otro. Debían reconocerse, no por flores o por palabras. Sabía que fuiste tú el de la orquídea. Es lógico, respondió, el diablo pierde el pelo pero no las mañas. Pues tú ni el pelo perdiste. Tú tampoco la belleza. ¡Vamos, ya quisiera! ¿Y cómo supiste que paro aquí? Los de policía sabemos todo, inquita, vente, te invito a cenar.
Solo, él nunca hubiera encontrado un lugar así, con una terraza sobre la playa desde la que podía apreciarse toda la bahía. Bebieron cocos con ginebra, cenaron mariscos y él probó mus de mango, hablaron, horas y horas, hasta que casi los echaron porque cerraban el restaurante así que siguieron con más copas y cafés en un bar. No sabes cuantas veces pensé en ti, le dijo en un momento Ana María, pero en especial hace cuatro años, cuando mi matrimonio comenzó a transformarse en un infierno, que afortunadamente acabó hace dos, porque aquel desgraciado empezó a ser abogado de narcotraficantes y eso ya no lo aguanté así que le dije ahí nos vemos. Supongo que él no pero los narcos me tienen en la mira, no me perdonan lo que escribo. ¿Y si no es indiscreción, todo eso qué tiene que ver conmigo? Nada, ya sé que lo tuyo es el hueco que cada mujer lleva adentro, sólo pensé que contigo no me habría ocurrido. Quizás, lo único hubiera sido ponerme celosa de que vieras a tantas desnudas, no sé cómo lo soportan las esposas de los médicos, a ver, dime, ¿sientes algo de ver piernas a cada rato?
Cuando llegó al hotel pidió lo despertaran a las 9 y comprobó horrorizado que eran las 5,45. Estuvimos hablando exactamente diez horas, pensó, nunca me ocurrió algo así, con nadie. Se acostó sintiendo que olía a tabaco, Ana María fumaba casi uno tras otro. Tanto que él, que rara vez lo hacía, también se echó un cigarro. Valió la pena el viaje y verla, fue un gustazo, alcanzó a decirse antes de quedar dormido.
El sonido del teléfono lo sacudió. Apenas alcanzó a levantar el tubo para escuchar decir a la vocecita que eran las 9 de la mañana. Comenzó a bañarse, casi automáticamente, sin dilucidar si afortunadamente lo habían despertado y así interrumpido el sueño o maldecir por eso, porque no pudo concluirlo. Era una pareja de jóvenes que estaban en la playa, en La Marquesa, más exactamente, y corrían a zambullirse en el mar, tomados de la mano, besándose cuando ya el agua les llegaba a la cintura, y él se daba cuenta que ella se le iba, mar adentro, pidiéndole auxilio y... sonó el teléfono.

Carmen la persiguió por el pasillo bombardeándola a preguntas, ¿sí era él? ¿qué le dijiste?, ¿qué te dijo?, ¿dónde fueron?, cómo te la pasaste, jefa? La hizo sentar en su oficina, cerró la puerta y se desplomó sobre la silla. Me desperté hace media hora, le explicó. ¡Ajajá! Mejor ni pregunto qué hiciste en la noche. Una sola cosa, hablar, ¿qué crees?, no tengo tu edad para hacer algo más. Llegué a mi casa cuando mis hijos se preparaban para ir a la escuela, y tuve que explicarles que pasé la noche hablando con un viejo amigo al que hacía mucho no veía, y además que lo invité a cenar para que los conozca. ¿Y de manitas nada, ni siquiera una? ¡Carmen! No, ni una manita pero no sabes cuán a gusto estuve... hasta que lo dejé en el hotel. ¿Por qué? Ya, ya, que casi podrías ser mi hija. Pongámonos a trabajar y dime qué tenemos para hoy.
Sólo era posible que Carmen estuviera en el baño, hablando por teléfono o echándole los perros a algún periodista, porque cuando Ana María volvió a su oficina después de la reunión de jefes no estaba. En cambio, sobre su escritorio nuevamente una caja. ¿Otra vez una orquídea? Cuando la abrió descubrió dentro otra, más pequeña. ¿Será un anillo? ¿Estará tan loco este cristiano como para regalarme un anillo? Esa tarde dio las órdenes luciendo una pulsera de oro blanco. La tarjeta decía “con más amor que siempre”.

Me asaltaron, literalmente me asaltaron. Afortunadamente sólo a preguntas. Eres la primer persona que conocemos, además de mis abuelos y tíos, claro, que sabes cómo era mi madre de joven, así que siéntate y habla, me dijo la hija, una desenfadada total que evidentemente heredó la belleza de Ana María y cuyo nombre era Isabel. El muchacho, Carlos, un lindo tipo. Hablamos largo rato y me felicité por sin ninguna discreción haberme ido del congreso a echarme una larga siesta, ayudado por el are acondicionado porque fuera de la habitación el calor era insoportable. Ya había notado, cuando pasó a recogerme al hotel, que llevaba la pulsera, y aunque no lo hubiera notado me la agradeció tanto que evidentemente le gustó. Ella participaba en la conversación pero en ocasiones se iba a la cocina, no sabía aún si a preparar la cena o a darle a alguien indicaciones de cómo hacerla. Hubo un momento, justo cuando volvía a estar con nosotros, que la hija me soltó “ahora vas a contestar de inmediato, nada de pensar, lo primero que te salga, ¿está claro?, ¿mi madre cómo hacía entonces el amor?”. El grito de “¡Isabel!” que pegó Ana María me salvó. Porque pude haber dicho maravillosamente bien, o con tanto amor que era imposible saber si lo más que había era sexo o sentimiento. Ay, mamá, si ya sé que estabas muy enamorada de él. ¿Cómo lo sabes? Porque no soy gata, si lo fuera la curiosidad me habría matado, así que poco después que echaste a volar a mi padre me puse a revisar tus cosas para ver si había otro hombre en tu vida, algo que no te hubiera perdonado nunca, y me encontré con las cartas de Fernando. Y entre las suyas había escritos tuyos, se ve que nunca se los diste, así que cuenta, ándale, aunque ya tuviste tiempo de pensar qué vas a contestar. Además no podrías decir horrible porque ella está presente y quedaría feo, pero suelta, vamos.
Yo no podía dejar de reírme. Carlos también sonreía y en ocasiones movió la cabeza, se veía que estaba acostumbrado a las andanzas verbales, si es que no había otras, de su hermana. Pensé en mi Ana María, que jamás hubiera preguntado esas cosas a nadie, modosita como la educó su madre. Cuando la noche anterior le conté a la otra Ana María, la que ahora tenía frente a mí, que así se llama mi hija, se quedó unos segundos mirándome, en silencio, y después se inclinó hacia mí, me besó y dijo eres un amor. Finalmente no le contesté a Isabel, no tenía nada que ocultar pero eso no era de su incumbencia. Aunque cuando fui al baño a lavarme las manos, antes de cenar, entró Ana María y peguntó ¿cómo lo hacía, mi inquita lindo?
Esa noche siguieron las copas y la charla aunque acordamos acostarnos a hora prudente. Mañana tengo que estar temprano en el diario y tú leer la ponencia, si nos vamos a dormir tan tarde como anoche vas a tartamudear y creerán que estás borracho o que visitaste un table dance. ¿Alguna vez fuiste a uno? Dije que no, y era cierto. Lo que no le conté fue que por años soñé con ella, para qué ver casi desnuda a una mujer a la que no se puede ni tocar si con recordar o soñar con Ana María ya tenía erotismo suficiente. Es que estaba en duda y lo seguí estando al despedirnos y hasta cuando me acosté. ¿Qué estaba haciendo? ¿Enamorándome otra vez? ¿Queriendo enamorarla a ella? ¿Como si no hubiera pasado el tiempo, como si cada uno no tuviera su vida ya hecha, como si no fuéramos otros? En la madrugada me despertó otra vez el teléfono, aunque era mi hija, que sonriente, supuse, me preguntó dónde anduve tan tarde que no logró comunicarse en la noche. ¿Mi papi hizo se fue al cine, o al teatro? No pude evitar reírme aunque cuando dejamos de hablar terminé llorando, lo que estaba haciendo era echarme una cana al aire. ¿O no?
Con la ponencia me fue muy bien, aplaudieron mucho y durante el receso varios colegas se acercaron a preguntarme sobre mis experimentos y a cuáles fuentes podían recurrir para investigar sobre el tema. Contesté a todos, muy amablemente, como siempre soy, pero en realidad tenía mis pensamientos en otra parte. En otras partes, uno con Ana María mujer y otro con Ana María hija. A la de Acapulco ese día no le mandé ningún regalo y no porque no quisiese hacerlo sino porque temí que cualquier cosa que escribiese en la tarjeta sería muy determinante. ¿Qué le iba a decir, que otra vez me estaba enamorando de ella? No, imposible. ¿O sí?
En la noche fui a La Quebrada, así que me dormí temprano. Nuevamente íbamos a cenar juntos, ahora sin hijos, pero llamó al hotel y me dijo no podría, que otra vez hubo muertes y debería quedarse hasta muy tarde. Además, me explicó, por si fuera poco el trabajo me encargaron el editorial así que hoy no podremos vernos, inquita. ¿Ya no soy ni mi ni lindo? No, porque aunque a cada rato miraba nadie llegó con un envío para mí. Me malacostumbraste... inquita, solamente inquita.
El día siguiente fue tranquilo. El congreso terminó al mediodía, varios nos dimos nuestras respectivas direcciones de correo electrónico y tres más y yo, de los cuales dos eran chilenos, tomamos un taxi y nos fuimos durante largo rato a recorrer el puerto, incluyendo la compra de artesanías que quisieron llevar para sus familias. Yo compré un calendario azteca para mi hija y no sabía qué para mi esposa, hasta que tanto me insistió una vendedora que terminé aceptándole una mascara, que sé que a Claudia le gustan.

- ¿Hoy tampoco recibirás regalo, jefa? ¿Qué, lo maltrataste o se le acabó el dinero?
- Ni uno ni otro. Dinero, por lo que me contó parece tener bastante. Y maltratarlo es imposible, si es un amor.
- ¡Uy! Te llegó fuerte. ¿Sigues pensando que no estás en edad de hacer algo más que hablar?
- Sí, y además mañana se va, ¿qué voy a hacer yo acostándome con un hombre al que probablemente nunca volveré a ver? No, gracias, es lo que menos falta me hace.
- Pues mira, aquí parece que se invirtieron los papeles y que yo podría ser tu madre y tú mi hija. Porque lo que dices no está mal siempre y cuando después no te arrepientas, si mañana se va y en la noche vas a estar deprimida porque no te acostaste con él, ¿cuál es el chiste?

Estaba bañándome cuando oí golpear la puerta de la habitación. Me envolví en la bata, vi que aún faltaban veinte minutos para la cita con Ana María así que pregunté quién era. Yo, respondió con su voz de siempre, aunque en un tono muy cariñoso. No sé qué la liberó pero sí sé que a mí me liberó ella. Casi como media hora estuvimos besándonos, diciéndonos cosas muy dulces, acariciándonos y por supuesto terminamos teniendo relaciones. Terminamos es un decir. La verdad es que a mi edad hay muchas cosas que a uno se le olvidaron, algunas porque simplemente se borraron y otras porque no se quieren recordar, pero juraría que nunca hice el amor por tanto tiempo, supuse que fueron como treinta o cuarenta minutos. Quizás más. Cuando acabamos me acosté a su lado, se volteó y me preguntó ¿y ahora cómo lo hago, mi inquita lindo?

Cuando recogí el equipaje y llegué a la sala de espera, mi hija vino corriendo hacia mí, me abrazó y me besó como si no me hubiera visto por dos meses. Nunca va a saber que pude no haber vuelto. Que cuando nos despertamos, con Ana María decidimos que postergaría mi regreso, “a ver cómo nos va, ¿a que nos va a ir bien, inquita?”. No alcancé a hacerlo esa mañana. Tomaba un jugo en una cafetería cuando se interrumpió el programa que transmitían por televisión para anunciar que el coche de la periodista Ana María Guerrero había volado por los aires, con ella adentro. Asistí a su entierro. Ahora sí que para siempre. ¿O no?

miércoles, 6 de agosto de 2008

Conversaciones matutinas

Mira, tú tienes la culpa de que ayer no haya hecho lo que quería, fuiste la responsable, como de muchas otras cosas de mi vida, no sé qué te has creído para nunca dejarme en paz, ¿por qué siempre tienes que estar atosingándome con tus chingaderas?
Porque así soy yo, para eso estoy, para cuidarte, para que no las hagas.
Pues fíjate que no me interesa que me cuides, no sólo no eres mi madre sino que yo jamás te llamé a mi vida, viniste sola, sin invitación ni permiso...
No es verdad, no estaría aquí, y ahora, mirándote, si tú no hubieras querido que existiera.
Déjame aclararte que eres una engreída, tú no me miras a mí, yo te miro a ti, que no es lo mismo, si estuviera parado en otro lugar de la casa no te vería, eres invisible, intangible... Iba a decir insípida pero no, tienes sabor a... ¡a una pinche vieja cabrona!
Algo me dice que estás muy enojado.
¡Pues claro! ¿Y cómo pretendes que esté? ¡Las ganas, las ganas con que estaba a punto de tener sexo, y tú me las arruinaste!
Si yo estuviera en tu lugar no diría eso en voz alta, ocultaría que lo ibas a hacer con una adolescente de la que podías ser el padre, y que tan borracha trajiste que apenas la acostaste en tu cama se quedó dormida. Y hasta roncando.
¿Y qué? No hubiera sido la primera con la que habría tenido sexo aunque durmiera, pero no, tú te metiste y arruinaste todo, como tantas otras veces. ¡Me tienes harto!
Si te tuviera harto habrías podido, si no pudiste es porque tienes en cuenta lo que digo a tu corazón.
Además de cabrona eres necia. Y lo que es peor son las ínfulas que te das, según tú debería agradecerte de no haber podido hacer algo que trabajé por horas, primero conversando, después bailando y todo el tiempo inundándola de cuanta bebida se le antojaba a la muy desvergonzada, porque pareces no tener en cuenta que si quiso venir aquí es porque sabía muy bien para qué era, ¿o acaso crees que fue para que le leyera Caperucita Roja?
A mí ella no me importa, me importas tú. Por mí, que siga durmiendo hasta el mediodía, pero no por nada tú estás aquí, parado, reprochándome y haciéndote el mártir. Hala, a volar pajarraco, no te vas a librar de mí.

La última frase de ella enfureció aún más al hombre, que de un puñetazo destrozó el espejo del botiquín.

domingo, 3 de agosto de 2008

Carcajadas

Fue difícil saber si había que reír o callar. Voy a explicar por qué. Era una cuestión matemática: como primera posibilidad pensé que la mujer fuese una imbécil, la segunda una ignorante irredenta y la tercera, la que más me atraía, que en realidad desbordaba inteligencia y nos estaba tomando el pelo a todos. Además, dos variables: en los casos primeros era para lanzar una carcajada, y en el tercero convenía mantenerse en silencio porque si no lo hacía así me revelaría como uno de los tantos burlados.
Todo empezó porque conseguí dinero para hacer mi primer viaje por Europa pero apenas disponía de quince días, de manera que me inscribí en un tour que comenzó en Londres, seguía ahora por París para después continuar a Roma y Venecia y finalmente regresar a México. La mujer guía, el periplo era para hispanohablantes, fue agradable y manejaba todo muy bien, por supuesto conocía de memoria qué decirnos sobre cada lugar que veíamos y se notaba sabía bastante de historia porque sobrellevó varias preguntas difíciles sin ningún problema, tanto en los cuatro días en Londres como los dos primeros en París.
Y en este tercero, en un momento, mientras íbamos en el microbús, nos dijo miren a su izquierda, ese monumento que ven es la Tumba del Soldado Desconocido ¡Aaaaaay...! exclamó una mujer que estaba sentada varios asientos atrás de mí. Quiero hacer una advertencia: de inmediato reconocí a cual país pertenecía ese tono, pero pensé no decirlo porque si era una bruta sus compatriotas se ofenderían y si nos tomaba el pelo se ufanarían. Como único dato diré que está en Sudamérica. ¡Aaaaaay!, en mi país todos lo soldados tienen nombre y apellido! Por supuesto no fue como cuando leen esto, que ya les habrá llevado un par de minutos, no, allí no pasaron más de tres segundos, quizás menos, cuando todos lanzamos una soberana carcajada. Yo resolví rápido mis variables porque la mujer, quizás ofendida, agregó en ese mismo tono “allá también las calles tienen nombres de personas o de hechos históricos o de lugares, no como aquí que todas se llaman rue y quién sabe qué mas”: decididamente, era una ignorante.
Tras la lógica segunda carcajada se me ocurrió mirar a la guía, para ver si también se reía o cuál actitud tomaba porque supuse nunca le ocurrió algo así. La mujer tenía una cara de horror digna de una película terrorífica y sólo pronunció “les quiero pedir a todos que eviten los comentarios en voz alta”. La tercera carcajada tuvo a ella como destinataria.