miércoles, 6 de agosto de 2008

Conversaciones matutinas

Mira, tú tienes la culpa de que ayer no haya hecho lo que quería, fuiste la responsable, como de muchas otras cosas de mi vida, no sé qué te has creído para nunca dejarme en paz, ¿por qué siempre tienes que estar atosingándome con tus chingaderas?
Porque así soy yo, para eso estoy, para cuidarte, para que no las hagas.
Pues fíjate que no me interesa que me cuides, no sólo no eres mi madre sino que yo jamás te llamé a mi vida, viniste sola, sin invitación ni permiso...
No es verdad, no estaría aquí, y ahora, mirándote, si tú no hubieras querido que existiera.
Déjame aclararte que eres una engreída, tú no me miras a mí, yo te miro a ti, que no es lo mismo, si estuviera parado en otro lugar de la casa no te vería, eres invisible, intangible... Iba a decir insípida pero no, tienes sabor a... ¡a una pinche vieja cabrona!
Algo me dice que estás muy enojado.
¡Pues claro! ¿Y cómo pretendes que esté? ¡Las ganas, las ganas con que estaba a punto de tener sexo, y tú me las arruinaste!
Si yo estuviera en tu lugar no diría eso en voz alta, ocultaría que lo ibas a hacer con una adolescente de la que podías ser el padre, y que tan borracha trajiste que apenas la acostaste en tu cama se quedó dormida. Y hasta roncando.
¿Y qué? No hubiera sido la primera con la que habría tenido sexo aunque durmiera, pero no, tú te metiste y arruinaste todo, como tantas otras veces. ¡Me tienes harto!
Si te tuviera harto habrías podido, si no pudiste es porque tienes en cuenta lo que digo a tu corazón.
Además de cabrona eres necia. Y lo que es peor son las ínfulas que te das, según tú debería agradecerte de no haber podido hacer algo que trabajé por horas, primero conversando, después bailando y todo el tiempo inundándola de cuanta bebida se le antojaba a la muy desvergonzada, porque pareces no tener en cuenta que si quiso venir aquí es porque sabía muy bien para qué era, ¿o acaso crees que fue para que le leyera Caperucita Roja?
A mí ella no me importa, me importas tú. Por mí, que siga durmiendo hasta el mediodía, pero no por nada tú estás aquí, parado, reprochándome y haciéndote el mártir. Hala, a volar pajarraco, no te vas a librar de mí.

La última frase de ella enfureció aún más al hombre, que de un puñetazo destrozó el espejo del botiquín.

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