domingo, 10 de agosto de 2008

Nombre de cerveza


Cuando oí a la azafata anunciar que en minutos más aterrizaríamos en Ciudad de México, dejé de dormitar y me sorprendí. No pensé que alguna vez volvería a escuchar esas palabras. Regresaba después de veinticinco años, que no son poca cosa, sobre todo considerando que ahora tengo cincuenta. La misma frase que pronunciaron la primera vez que vine, desde Lima, cuando tenía dieciocho y empezaría a estudiar medicina en la capital mexicana. Luego fueron varias las que la oí, al regresar de los viajes a mi ciudad, cuando mis padres pagaban el boleto para que nos viéramos, para visitarlos. La última vez no fue visita, como temían, no, era para quedarme y allí me quedé porque volví solo, acompañado nada más que de las maletas, el título y los recuerdos.
De ellos muchos fueron buenos pero hubo uno tan malo que opacaba a todos los demás, Ana María, i mexicana novia que un buen día me dijo lo nuestro se acabó porque se había enamorado de un profesor, diez años mayor que ella, quien dejó a mujer e hijos para casarse con su alumna. El nuestro fue un amor muy intenso, en parte porque éramos muy jóvenes aunque también por cuánto nos amamos, así que esa pérdida me dejó marcado de por vida. Nunca en Lima hablé de ella con nadie y cuando cinco años después de haber vuelto resolví casarme con Claudia le prohibí a mis padres que la mencionaran, así que es mi secreto. En tanto tiempo de ejercer como ginecólogo ante mí se han abierto de piernas miles de mujeres y nunca, con ninguna de ellas, tampoco con Claudia, tuve la más mínima emoción: jamás dejé de anhelar volver a abrir las de Ana María. O sea, para ser breve, que soy un frustrado, un pobre diablo que no pudo superar el primer amor. ¿O no?
Si fuera mentiroso diría que la culpa de este viaje la tuvo Ana María, no la que me dejó más muerto que vivo sino mi hija, que aunque tiene dieciséis años por supuesto no sabe por qué elegí ponerle ese nombre. Cuando celebramos mi cincuenta aniversario, primero con una comida, luego con cine y más tarde una cena, nos contó se enteró por la radio que en Acapulco hubo una matanza de policías hecha por narcotraficantes, así que buena parte del tiempo tuve que explicarles a ella y a su madre cómo es ese balneario, sus playas y el mar, que es el mismo que baña Lima aunque en nuestra ciudad es mucho más frío. Por supuesto no dije que con su homónima estuvimos muchas veces, cuando lográbamos dinero o si ningunos de los dos tenía exámenes. En la noche, ya en casa, encendí la televisión para ver las noticias y me quedé helado, sin atinar a hablar ni a hacer gesto alguno: allí estaba Ana María, micrófono en mano, relatando desde el puerto lo que ocurrió. El mismo cabello castaño aunque con otro peinado, los mismos ojos brillantes y también el rostro, igual de hermoso a pesar del paso de los años, aunque más redondo, así que supuse que también habrían algunos kilos más. Veinticinco años después su voz volvió a hacer lo que por aquel entonces, conmoverme, gustarme, seducirme. Fueron pocos minutos los que apareció en pantalla pero suficientes para remover un pasado que ya creía enterrado. En realidad, no sé por qué dije pasado si jamás dejé de tenerla presente. ¿O no?
Hice, a la mañana siguiente, lo que en varias ocasiones estuve tentado pero me contenía, poner su nombre en Internet, guglear, como se dice ahora, y averiguar algo de su vida. Así supe que es jefa de la sección policial de un periódico del puerto y corresponsal de la cadena televisiva gracias a la cual pude verla en pantalla. ¿Gracias? Eso está por verse. Revisé el diario y tuve que hacerlo por varios días hasta dar con una nota firmada por ella. Sonreí. Escribía mucho mejor que cuando estudiaba periodismo, aunque supuse eso les pasa a todos. Esa tarde cancelé mis consultas y me fui a la playa. Horas estuve mirando el mar. Pensando en mi vida. Y en ella, claro. Que el tiempo que ambas eran lo mismo fueron los más felices de mi existencia. Irrecuperables. ¿O sí?
No sé bien qué voy a hacer pero cuando me enteré del congreso que mañana empieza en Acapulco resolví venir. Días, o noches, estuve durmiendo poco preparando la ponencia que voy a presentar y que justificará mi presencia pero debí inventar mil y una excusas para no traer ni a mi esposa ni a mi hija. Y ahora, a punto de aterrizar, viendo ya la ciudad, esta ciudad que tanto recorrimos noche y día, consiguiendo lugares donde hacer el amor, riéndonos, haciendo planes y hasta ejerciendo por primera vez como médico con ella, aunque aún no me había recibido, pienso que lo que estoy haciendo es un disparate. ¿Qué voy a ganar con este viaje? ¿Verla? ¿Para qué, para reclamarle que me dejó? ¿Decirle que nunca pude olvidarla? ¿Que nos veamos como lo que somos, dos adultos que no llegamos juntos a esta edad? En fin, ya está hecho. Al menos volví a la que también fue mi tierra, como le decía Ana María, y planeábamos que lo sería siempre también para mí. A ver si es verdad que tengo conexión en dos horas y al mediodía ya estaré en Acapulco.

Concluyó la reunión de jefes y Ana María Guerrero regresó a su oficina. Furiosa. No hubo súplicas ni exigencias ni explicaciones que indujeran al encargado de la redacción a publicar lo que había averiguado uno de sus reporteros, quien era el responsable de la violación de una gringa dos noches antes. Y sabía bien por qué se negaba, porque el padre del violador era compadre del jefe, aunque eso no lo podía decir en público. Además, ella tendría que inventarle excusas al periodista del motivo de la no publicación pese al esfuerzo que le costó conseguir los datos. Sonrió pensando en él, que a los veinticuatro años tenía su primer trabajo en periodismo, la misma edad en que también ella tuvo su debut aunque ahora tenía exactamente el doble, cuarenta y ocho. Miró la foto de sus hijos sobre el escritorio. El varón de dieciocho y la niña de dieciséis. Vio entrar a la secretaria de la sección con mirada pícara.
- Ana María, dejaron esto para ti.
- ¿Qué es?
- ¡Ah, ya lo verás! Tienes que abrirlo tú.
- O sea que ya lo viste.
- Sí, para comprobar no fuera una bomba, contigo nunca se sabe, y ahora espero que la veas para que me digas de quién se trata.
Sonrió. Le sonrió, pensando que a la edad de esa joven aún es época de sorpresas y le comentó ya veré si te lo digo mientras levantaba la tapa de la caja, muy bien decorada. Miró a la secretaria, que a su vez la miraba sonriendo esperando saber el nombre de quien había enviado esa orquídea, algo que jamás ninguno de sus novios le regaló. ¿Qué es esto?, exclamó la jefa. Una flor, mujer, cómo no lo sabes. Ya sé que es una flor, no me tomes por mensa, es que no sé quién pudo enviarla. Si no lo sabes tú mucho menos yo, aunque adentro hay una tarjetita, te asombraste tanto que no la viste, quizás ahí diga quién es tu admirador
“Con el mismo amor de siempre”
Le pidió que trajera dos cafés y no dijera ni una palabra a nadie del envío. Encendió un cigarro, sin dejar de mirar la flor, pensando que quien la compró o el florista supo elegirla, estaba en su plenitud. Cierra la puerta, le dijo a la joven cuando volvió. Carmen, sabes que en ti confío mucho así que ayúdame a descubrir quién mandó esto.
- ¡Esto! ¡Cómo llamas así a una flor tan hermosa! Además, ¿cómo me pides eso? Sé poco de tu vida, no me enteré de que tengas un galán ni mucho menos sé de los pasados.
- Tú escúchame, que con eso ya es suficiente, pero además dime si me equivoco en lo que voy pensando, que lo haré en voz alta.
- Sale.
- Mi ex marido no puede ser. Hace dos años que nos divorciamos, jamás intentó el más mínimo acercamiento y sólo lo vi por algo relacionado con los hijos, así que es imposible que de la noche a la mañana le haya renacido el amor. Eso sin contar que lo suyo nunca fue enviar flores, muy pero muy rara vez lo hizo.
- De acuerdo, eliminado.
- El anterior marido tampoco, y podría ser que me siguiese queriendo pero también sabe que jamás lo perdonaré, eso de dejarme a los dos años de casados porque extrañaba a sus hijos no hay mujer que lo perdone. Yo, por lo menos.
- Yo tampoco lo haría, ése que siga en el cesto de la basura.
- Bien. Y entre uno y otro hubo algunos aunque todos fueron pasajeros y no veo a ninguno de ellos reapareciendo en mi vida, después de tantos años y de esta manera.
- O sea que no hay nadie en tu pasado. Yo, en tu lugar, pensaría en alguien del presente.
- No, primero porque en mi presente no hay nadie, ninguno desde que me divorcié, y segundo porque según lo que dice la tarjeta es un amor que hubo, no que hay. O sí... por lo que escribió lo sigue habiendo. El único posible sería El Inca.
- Esa es marca de cerveza.
- No, Carmen, la marca es sin El.
- ¿Y ése se puede saber quién fue? ¿Por qué le pusiste ese apodo?
¿Será él? Si yo no perdoné al pajarraco de mi primer marido, ¿él sí me habrá perdonado? No, imposible, debe seguir viviendo en Lima y soportando su olor a orines, porque así decía que eran los del centro de la ciudad, a mí no me consta porque nunca fui. Además, dudo que después de tanto tiempo no sólo se acuerde de mí sino que además me mande flores. Ese hombre ya no sería romántico, sería un pendejo. O...
- Carmen, quiero que hagas algo. Vas a llamar a todos los hoteles de la costera y averiguar si tienen alojado a alguien que se llama Fernando Robles. El segundo apellido no me lo acuerdo, si es que alguna vez lo supe.
- ¿Ése es El Inca?
- No... sí... no seas preguntona, ponte al teléfono y en campaña que siempre logras averiguar lo que otros no pueden. Ándale, y sigue la promesa de secreto.

Dudó si cenar o pedir le llevaran a la habitación algún jugo y unas frutas, aunque decidió que iría a un restaurante. No sólo para comer sino también por caminar, en parte para hacer algo de ejercicio pero más que nada ver cómo funcionaba el balneario en la noche. Durante la tarde vio que sí había cambiado desde la última vez que estuvo aunque seguía manteniéndose como cualquier playa, con gente junto al mar o yéndose de él, comercios para turistas, restaurantes y casas de cambio, que no existían en aquel entonces. A Ana María la vio entrar al periódico, apurada, de manera que supuso su típica impuntualidad seguía vigente. Comenzó a cruzar la calle para alcanzarla aunque se detuvo apenas después de dar dos pasos. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó. Ya no regresó a su punto de observación sino que empezó a caminar hacia el hotel. Se paró cuando vio la florería. Después de comprar y arreglar que enviaran la orquídea se maldijo. Esto es una locura, se acabó, mañana al congreso, a escuchar y aprender, al día siguiente presentaré mi ponencia y después veremos, quizás vaya a ver a los clavadistas de La Quebrada, pero basta de Ana María. ¿O no?

Hola, mi inquita lindo, escuchó cuando distraídamente atravesaba la recepción del hotel. Aunque no hubiera reconocido su voz esa expresión sólo podía ser de ella. Lo fue por mucho tiempo. Se dio vuelta y ahí estaba. Sonriente. Ojos brillantes. Antes de que Fernando pudiera decir algo Ana María se acercó y lo abrazó. Se abrazaron. Hasta que los dos, simultáneamente, se apartaron y se miraron, uno a otro. Debían reconocerse, no por flores o por palabras. Sabía que fuiste tú el de la orquídea. Es lógico, respondió, el diablo pierde el pelo pero no las mañas. Pues tú ni el pelo perdiste. Tú tampoco la belleza. ¡Vamos, ya quisiera! ¿Y cómo supiste que paro aquí? Los de policía sabemos todo, inquita, vente, te invito a cenar.
Solo, él nunca hubiera encontrado un lugar así, con una terraza sobre la playa desde la que podía apreciarse toda la bahía. Bebieron cocos con ginebra, cenaron mariscos y él probó mus de mango, hablaron, horas y horas, hasta que casi los echaron porque cerraban el restaurante así que siguieron con más copas y cafés en un bar. No sabes cuantas veces pensé en ti, le dijo en un momento Ana María, pero en especial hace cuatro años, cuando mi matrimonio comenzó a transformarse en un infierno, que afortunadamente acabó hace dos, porque aquel desgraciado empezó a ser abogado de narcotraficantes y eso ya no lo aguanté así que le dije ahí nos vemos. Supongo que él no pero los narcos me tienen en la mira, no me perdonan lo que escribo. ¿Y si no es indiscreción, todo eso qué tiene que ver conmigo? Nada, ya sé que lo tuyo es el hueco que cada mujer lleva adentro, sólo pensé que contigo no me habría ocurrido. Quizás, lo único hubiera sido ponerme celosa de que vieras a tantas desnudas, no sé cómo lo soportan las esposas de los médicos, a ver, dime, ¿sientes algo de ver piernas a cada rato?
Cuando llegó al hotel pidió lo despertaran a las 9 y comprobó horrorizado que eran las 5,45. Estuvimos hablando exactamente diez horas, pensó, nunca me ocurrió algo así, con nadie. Se acostó sintiendo que olía a tabaco, Ana María fumaba casi uno tras otro. Tanto que él, que rara vez lo hacía, también se echó un cigarro. Valió la pena el viaje y verla, fue un gustazo, alcanzó a decirse antes de quedar dormido.
El sonido del teléfono lo sacudió. Apenas alcanzó a levantar el tubo para escuchar decir a la vocecita que eran las 9 de la mañana. Comenzó a bañarse, casi automáticamente, sin dilucidar si afortunadamente lo habían despertado y así interrumpido el sueño o maldecir por eso, porque no pudo concluirlo. Era una pareja de jóvenes que estaban en la playa, en La Marquesa, más exactamente, y corrían a zambullirse en el mar, tomados de la mano, besándose cuando ya el agua les llegaba a la cintura, y él se daba cuenta que ella se le iba, mar adentro, pidiéndole auxilio y... sonó el teléfono.

Carmen la persiguió por el pasillo bombardeándola a preguntas, ¿sí era él? ¿qué le dijiste?, ¿qué te dijo?, ¿dónde fueron?, cómo te la pasaste, jefa? La hizo sentar en su oficina, cerró la puerta y se desplomó sobre la silla. Me desperté hace media hora, le explicó. ¡Ajajá! Mejor ni pregunto qué hiciste en la noche. Una sola cosa, hablar, ¿qué crees?, no tengo tu edad para hacer algo más. Llegué a mi casa cuando mis hijos se preparaban para ir a la escuela, y tuve que explicarles que pasé la noche hablando con un viejo amigo al que hacía mucho no veía, y además que lo invité a cenar para que los conozca. ¿Y de manitas nada, ni siquiera una? ¡Carmen! No, ni una manita pero no sabes cuán a gusto estuve... hasta que lo dejé en el hotel. ¿Por qué? Ya, ya, que casi podrías ser mi hija. Pongámonos a trabajar y dime qué tenemos para hoy.
Sólo era posible que Carmen estuviera en el baño, hablando por teléfono o echándole los perros a algún periodista, porque cuando Ana María volvió a su oficina después de la reunión de jefes no estaba. En cambio, sobre su escritorio nuevamente una caja. ¿Otra vez una orquídea? Cuando la abrió descubrió dentro otra, más pequeña. ¿Será un anillo? ¿Estará tan loco este cristiano como para regalarme un anillo? Esa tarde dio las órdenes luciendo una pulsera de oro blanco. La tarjeta decía “con más amor que siempre”.

Me asaltaron, literalmente me asaltaron. Afortunadamente sólo a preguntas. Eres la primer persona que conocemos, además de mis abuelos y tíos, claro, que sabes cómo era mi madre de joven, así que siéntate y habla, me dijo la hija, una desenfadada total que evidentemente heredó la belleza de Ana María y cuyo nombre era Isabel. El muchacho, Carlos, un lindo tipo. Hablamos largo rato y me felicité por sin ninguna discreción haberme ido del congreso a echarme una larga siesta, ayudado por el are acondicionado porque fuera de la habitación el calor era insoportable. Ya había notado, cuando pasó a recogerme al hotel, que llevaba la pulsera, y aunque no lo hubiera notado me la agradeció tanto que evidentemente le gustó. Ella participaba en la conversación pero en ocasiones se iba a la cocina, no sabía aún si a preparar la cena o a darle a alguien indicaciones de cómo hacerla. Hubo un momento, justo cuando volvía a estar con nosotros, que la hija me soltó “ahora vas a contestar de inmediato, nada de pensar, lo primero que te salga, ¿está claro?, ¿mi madre cómo hacía entonces el amor?”. El grito de “¡Isabel!” que pegó Ana María me salvó. Porque pude haber dicho maravillosamente bien, o con tanto amor que era imposible saber si lo más que había era sexo o sentimiento. Ay, mamá, si ya sé que estabas muy enamorada de él. ¿Cómo lo sabes? Porque no soy gata, si lo fuera la curiosidad me habría matado, así que poco después que echaste a volar a mi padre me puse a revisar tus cosas para ver si había otro hombre en tu vida, algo que no te hubiera perdonado nunca, y me encontré con las cartas de Fernando. Y entre las suyas había escritos tuyos, se ve que nunca se los diste, así que cuenta, ándale, aunque ya tuviste tiempo de pensar qué vas a contestar. Además no podrías decir horrible porque ella está presente y quedaría feo, pero suelta, vamos.
Yo no podía dejar de reírme. Carlos también sonreía y en ocasiones movió la cabeza, se veía que estaba acostumbrado a las andanzas verbales, si es que no había otras, de su hermana. Pensé en mi Ana María, que jamás hubiera preguntado esas cosas a nadie, modosita como la educó su madre. Cuando la noche anterior le conté a la otra Ana María, la que ahora tenía frente a mí, que así se llama mi hija, se quedó unos segundos mirándome, en silencio, y después se inclinó hacia mí, me besó y dijo eres un amor. Finalmente no le contesté a Isabel, no tenía nada que ocultar pero eso no era de su incumbencia. Aunque cuando fui al baño a lavarme las manos, antes de cenar, entró Ana María y peguntó ¿cómo lo hacía, mi inquita lindo?
Esa noche siguieron las copas y la charla aunque acordamos acostarnos a hora prudente. Mañana tengo que estar temprano en el diario y tú leer la ponencia, si nos vamos a dormir tan tarde como anoche vas a tartamudear y creerán que estás borracho o que visitaste un table dance. ¿Alguna vez fuiste a uno? Dije que no, y era cierto. Lo que no le conté fue que por años soñé con ella, para qué ver casi desnuda a una mujer a la que no se puede ni tocar si con recordar o soñar con Ana María ya tenía erotismo suficiente. Es que estaba en duda y lo seguí estando al despedirnos y hasta cuando me acosté. ¿Qué estaba haciendo? ¿Enamorándome otra vez? ¿Queriendo enamorarla a ella? ¿Como si no hubiera pasado el tiempo, como si cada uno no tuviera su vida ya hecha, como si no fuéramos otros? En la madrugada me despertó otra vez el teléfono, aunque era mi hija, que sonriente, supuse, me preguntó dónde anduve tan tarde que no logró comunicarse en la noche. ¿Mi papi hizo se fue al cine, o al teatro? No pude evitar reírme aunque cuando dejamos de hablar terminé llorando, lo que estaba haciendo era echarme una cana al aire. ¿O no?
Con la ponencia me fue muy bien, aplaudieron mucho y durante el receso varios colegas se acercaron a preguntarme sobre mis experimentos y a cuáles fuentes podían recurrir para investigar sobre el tema. Contesté a todos, muy amablemente, como siempre soy, pero en realidad tenía mis pensamientos en otra parte. En otras partes, uno con Ana María mujer y otro con Ana María hija. A la de Acapulco ese día no le mandé ningún regalo y no porque no quisiese hacerlo sino porque temí que cualquier cosa que escribiese en la tarjeta sería muy determinante. ¿Qué le iba a decir, que otra vez me estaba enamorando de ella? No, imposible. ¿O sí?
En la noche fui a La Quebrada, así que me dormí temprano. Nuevamente íbamos a cenar juntos, ahora sin hijos, pero llamó al hotel y me dijo no podría, que otra vez hubo muertes y debería quedarse hasta muy tarde. Además, me explicó, por si fuera poco el trabajo me encargaron el editorial así que hoy no podremos vernos, inquita. ¿Ya no soy ni mi ni lindo? No, porque aunque a cada rato miraba nadie llegó con un envío para mí. Me malacostumbraste... inquita, solamente inquita.
El día siguiente fue tranquilo. El congreso terminó al mediodía, varios nos dimos nuestras respectivas direcciones de correo electrónico y tres más y yo, de los cuales dos eran chilenos, tomamos un taxi y nos fuimos durante largo rato a recorrer el puerto, incluyendo la compra de artesanías que quisieron llevar para sus familias. Yo compré un calendario azteca para mi hija y no sabía qué para mi esposa, hasta que tanto me insistió una vendedora que terminé aceptándole una mascara, que sé que a Claudia le gustan.

- ¿Hoy tampoco recibirás regalo, jefa? ¿Qué, lo maltrataste o se le acabó el dinero?
- Ni uno ni otro. Dinero, por lo que me contó parece tener bastante. Y maltratarlo es imposible, si es un amor.
- ¡Uy! Te llegó fuerte. ¿Sigues pensando que no estás en edad de hacer algo más que hablar?
- Sí, y además mañana se va, ¿qué voy a hacer yo acostándome con un hombre al que probablemente nunca volveré a ver? No, gracias, es lo que menos falta me hace.
- Pues mira, aquí parece que se invirtieron los papeles y que yo podría ser tu madre y tú mi hija. Porque lo que dices no está mal siempre y cuando después no te arrepientas, si mañana se va y en la noche vas a estar deprimida porque no te acostaste con él, ¿cuál es el chiste?

Estaba bañándome cuando oí golpear la puerta de la habitación. Me envolví en la bata, vi que aún faltaban veinte minutos para la cita con Ana María así que pregunté quién era. Yo, respondió con su voz de siempre, aunque en un tono muy cariñoso. No sé qué la liberó pero sí sé que a mí me liberó ella. Casi como media hora estuvimos besándonos, diciéndonos cosas muy dulces, acariciándonos y por supuesto terminamos teniendo relaciones. Terminamos es un decir. La verdad es que a mi edad hay muchas cosas que a uno se le olvidaron, algunas porque simplemente se borraron y otras porque no se quieren recordar, pero juraría que nunca hice el amor por tanto tiempo, supuse que fueron como treinta o cuarenta minutos. Quizás más. Cuando acabamos me acosté a su lado, se volteó y me preguntó ¿y ahora cómo lo hago, mi inquita lindo?

Cuando recogí el equipaje y llegué a la sala de espera, mi hija vino corriendo hacia mí, me abrazó y me besó como si no me hubiera visto por dos meses. Nunca va a saber que pude no haber vuelto. Que cuando nos despertamos, con Ana María decidimos que postergaría mi regreso, “a ver cómo nos va, ¿a que nos va a ir bien, inquita?”. No alcancé a hacerlo esa mañana. Tomaba un jugo en una cafetería cuando se interrumpió el programa que transmitían por televisión para anunciar que el coche de la periodista Ana María Guerrero había volado por los aires, con ella adentro. Asistí a su entierro. Ahora sí que para siempre. ¿O no?

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