martes, 29 de julio de 2008

Sabrosuras


Déjeme que continúo preparándola. Seguro que usted no ha comido nunca algo así, tan especial. No es conveniente que le mencione de qué se trata, sólo le diré, porque de todas maneras ya lo vio, que le he echado ajo, un poquito de cebolla y mucha pimienta. Ésa sí es indispensable. No, no es para darle un sabor picante, es para disimular cualquier otro gusto que pudiera haberse entrometido sin permiso. ¿Cómo cuál? Alguno, quién sabe.
Ésta sí es comida de pobre, sopa de pobre, más bien, por eso pienso que usted nunca la comió. A mí sí me pasó. Tampoco era en realidad comida de pobre, el pobre era yo, no la comida. Fue una noche, con mi hija, que entonces tenía sólo cinco años. Como los fondos eran escasos, por no decir casi nulos, había pedido en el restaurante comida sólo para ella, que estaba muy entretenida mirando no me acuerdo cuál programa por televisión, un arroz a la cubana porque le encantaba el plátano frito y además era muy barato así que podía pagarlo, y como estaba absorta mirando la famosa caja idiota –que, entre nosotros, debería ser caja idiotizante- yo discretamente sólo comí el pan que acompañaba su plato. Todo muy tranquilo hasta que cuando terminó el último granito de arroz se volteó y me preguntó ¿te quedaste con hambre, papá? Como comprenderá le dije que no, al fin y al cabo que si se hace de vez en cuando no está mal mentir. Así que desde entonces aprendí a cocinar cualquier tipo de comida, de las buenas, como champiñones al marsala, caracoles al ajillo o pato a la naranja: y de las otras, arroz con mantequilla, tallarines sin nada y ésta, sopa de calcetín.
Tampoco, tampoco, no hay por qué ponerse así, la comida es una obra de arte que debe disfrutarse, esté como esté hecha y sea lo que sea de en qué consiste. No, no exagero, y si cree que sí lo hago piense en Chaplin, con cuanto entusiasmo y orgullo se comía sus zapatos, o más bien el resto de sus zapatos, en La quimera del oro. Y no sólo porque quería agasajar a la que deseaba fuera su mujer, no, no sólo eso, esa escena de los panes bailando pasó a formar parte de las mejores del cine, desde entonces hasta la fecha. Así que si él podía comer sus zapatos en barbacoa o como fuera no sé por qué usted y yo no podemos beber sopa de calcetín. ¿Ahora entiende mejor el motivo de la pimienta? Hay gente que en su casa camina sin los zapatos así que vaya uno a saber qué pudieron haber pisado sus calcetines. No, no se alarme porque cualquier cosa que haya sido al hervir el agua se le quita lo malo, se esteriliza, digamos, pero, los sabores nunca se sabe. ¡Los sabores!
Por si alguna vez le pasa, más bien le pasó ahora, que no tiene ni un quinto para comer, ya sabrá hacerla. Claro que hoy le ocurrió porque es medianoche, lo asaltaron y hasta el celular le quitaron y se vino aquí, abajo del puente a protegerse de la lluvia. Los únicos cuidados que hay que tener son dos: uno es que los calcetines no sean negros ni blancos y el otro es cortarlos bien. Bueno, ¡pero a usted hay que explicarle todo! No deben ser negros porque si sí lo son uno se entristece cuando se los come, como si se pusiera de luto; ni blancos porque uno cree que está en un hospital y así ni a quién le sepa bien la comida, no sé si alguna vez estuvo en uno pero no sabe a nada, todo hervido y sin sal. Y hay que cortarlos bien diminutos para que pueda imaginarse que son lo que usted quiera mientras se los come, por ejemplo trocitos de caracol, o chapulines, o a lo mejor hasta algún calamar que pescó quién sabe donde, seguro que no en ese charco que casi nos está por alcanzar pero en alguna playa u otro lugar así. ¿Ve por qué le conté lo de Chaplin? Como era cine mudo ni nos enteramos de en qué pensaba pero seguro, totalmente seguro estoy de que él se imaginaba que comía otra cosa y no sus zapatos. Bueno, igual con los calcetines, así, bien cortaditos y condimentados, uno puede creer que está comiendo cualquier comida. En fin, acomódese que se los voy a servir. Sí, tengo dos cucharas. También dos cuchillos y dos tenedores, así que si gusta mañana en la noche está invitado a comer carne, esperemos que ya no llueva tanto. Lo que tengo que conseguir es algo donde asarla, como lo que hay en algunos restaurantes, parrilla creo que se llama. No sé, no sé como está la carne porque la introduje en agua fría para que se conserve hasta mañana pero por lo que me pareció es tierna. ¿Que de dónde la saqué? ¡Todo hay que explicarle! Es la que portaba los calcetines.

domingo, 27 de julio de 2008

Familias (2)


V

- Comandante, lo llama por teléfono Pablo Ramírez.
- ¿Y ése quién es?
- Dice que estuvo ayer con usted en casa de la asesinada, María Castaño.
- Ah, pásamelo. Bueno días.
- Buenos días comandante. Lo llamo para pedirle un favor y para contarle algo que no le dije ayer.
- Empiece por lo segundo.
- Mire, la noche del asesinato, exactamente a las 2: 45, escuché un golpe muy fuerte en el piso de arriba, tanto que creí que la mujer o su esposo se habían caído de la cama.
- Efectivamente, ella se cayó. O la tiraron. Tiene muestra de golpe en el brazo izquierdo. ¿Cómo sabe tan exactamente la hora?
- Porque a esas horas siempre estoy despierto y miré el reloj. También, antes, me pareció oír que tenían sexo y a ella le oí un gemido... o quizás fuera un quejido.
- Vaya, veo que presta atención. El dato es bueno porque podría significar la hora exacta de la muerte. ¿Y qué favor quería pedirme?
- No sé cuál conclusión tiene el forense, pero si es que hubo sexo, violación o no, por favor, no le diga nada al esposo, el hombre ya está muy mal, cualquiera de los dos casos lo pondría peor y no creo que para usted tenga algún beneficio decírselo.
- Bueno, tiene razón. Aunque en algún momento lo va a saber. Mire, estaba por llamarlo en un rato yo a usted. El forense efectivamente dictaminó que la mujer tuvo sexo y dice que sin forzamiento, o sea con consentimiento. Yo no le voy a pedir un favor, le haré una sugerencia, no se lo diga a su esposa porque ya vio cómo se puso ayer. Como también dije ayer, el caso sigue siendo extraño
- ¿Por qué?
- Mire, el hombre que la estranguló tiene que ser muy grande y con mucha fuerza porque lo hizo sólo con una mano y con la otra le tapaba la boca, o sea que además seguramente estaba sobre ella, no sólo porque eso ayuda a quitar el aire sino también porque a lo mejor se resistió. Probablemente estamos hablando de un tipo de alrededor de 1.90 metros y más de 100 kilos de peso.... y buenas manotas. Ahora, lo también curioso es que ese personaje se preocupó en no dejar huellas. Un vaso de vino las tenía, de la señora, y del otro sólo rescatamos media, o sea que se propuso no dejarlas. Aunque quizás con esa mitad algo logremos. También encontramos un par de cabellos que no son de la difunta pero aún no sabemos si pertenecen al marido. Y más raro aún es que sabe cómo la estranguló, usando guantes de látex.
- Y esos sólo los usan médicos, ustedes o alguien que ya fue dispuesto a matarla.
- Exacto. Lo cual descarta la hipótesis de sexo casual, salvo, justamente, que fuera médico o policía que investiga escena de crímenes. No creo que alguien que se acuesta una noche con una mujer ya tenga preparados los guantes. O sea, puede ser un médico, y no muchos porque tampoco todos los usan, por ejemplo la señora no creo porque era pediatra, o algún agente o alguien que ya fue decidido a liquidarla y ella ni idea tenía y por eso lo dejó entrar. El porqué del sexo no lo vamos a saber hasta que agarremos a ese cabrón.
- Lo cual supongo no será fácil.
- No crea, él no sabe quién está a su caza, o sea yo.
Hasta ese punto la conversación había sido buena. Aunque en ese momento pensé si no sería uno de los policías que culpa a cualquiera que se le cruza en el camino y además me molestó esa fanfarronería. Pero, justo es decirlo, ni idea tenía de cómo era el tipo de listo para su trabajo.
- Antes me dijo que me iba a llamar, ¿para qué?
- Primero y más importante por si recuerda haber visto en el edificio o sus cercanías a alguien de esas características físicas. También para que se lo pregunte a su mujer. Si logramos hacer un retrato hablado, todo sería más sencillo. Uno de mis hombres está ahora interrogando por lo mismo al portero y a los demás vecinos. Segundo porque me dijo que iba a preguntarle sobre ella a su esposa y quería saber si lo hizo y se enteró de algo.
- No, no recuerdo haber visto a alguien así. De lo otro, un poco conversamos pero no me enteré de nada nuevo, tiene la misma opinión que yo, era una pareja feliz.
- Ni tanto, hay muchas parejas felices y a uno o a los dos les pica la cabeza.
- Comandante, lo llamo cuando sepa algo nuevo. Gracias por el favor.
Esa última frase me irritó así que opté por terminar la conversación. Además, tenía que acabar de editar una nota, comer e ir al velorio, donde había quedado en encontrarme con Mónica. Aunque con el comandante estuve discreto porque estoy seguro que mi uruguaya sabe algo y yo no. De María hablamos poco y ella menos aún pero no en vano una década de convivir y en la cual el diálogo siempre fue fluido hasta para los temas más difíciles, hacen que conozca también el lenguaje de sus silencios. A mí me ha ocurrido pocas veces no querer hablar de algo, pero cuando Mónica baja la cortina es dificilísimo lograr que la suba rápidamente. Hay cosas de su vida que me enteré años después de conocerla. Y, sin ninguna casualidad, todas muy complicadas. Sé, me lo ha demostrado muchas veces, que probablemente soy la persona a la que más confianza tiene en este mundo y aún así sé lo que significa que no quiera hablar. Hubo una vez, hace unos cuatro años, que me llevé una gran sorpresa porque entre la correspondencia había una carta de su madre. La primera que yo veía y supuse se alegraría. En absoluto, así como se la di así la arrojó al cesto de la basura. Para alguien como yo, que siempre tuve una buena relación con la mía, me dejó helado. Tuvo que pasar un semestre para que hablara de ella. “Es igual de criminal que mi padre porque sabía lo que ocurría y no sólo lo ocultó sino que además cuando yo dejé de hablarle a él, casi cuatro años sin dirigirle la palabra viviendo bajo el mismo techo, hasta que me fui de su casa, su solidaridad fue con el esposo, no conmigo. Así que terminé no hablándole tampoco a ella. ¿O de dónde o cuándo creés que apareció mi amor por los títeres? Ellos fueron mi refugio y por eso ahora los utilizo para trabajar con los niños, porque sé lo que es estar sola. Así que cuando una niña rompe un títere que es papá, sé lo que expresa. Por eso hay algunos colgados en la pared frente a nuestra cama, porque yo dormía con ellos. Todas las noches. Durante años. En silencio.” Así que me dije ya habrán más oportunidades de hacerla hablar aunque no pretendo que pasen años, no, voy a hacer lo posible para que me diga qué sabe de María que yo no, y probablemente Antonio tampoco, un no sé qué me dice que es así. Al fin y al cabo, también la convivencia me ha enseñado algunos truquillos para favorecer que hable. La convivencia y más de veinte años de hacer preguntas a cualquiera.
La sala donde se velaba el cuerpo de María estaba atestada de gente y mucha había en las afueras. Justamente, antes de entrar a la funeraria tuve una sorpresa más a las acumuladas desde la madrugada de ayer. Estaba fumando, sola, la hermana mayor de Antonio, de manera que me acerqué a saludarla. Me dio la mano, con la misma cara avinagrada de siempre, y casi de inmediato le pregunté cómo se hallaba su hermano.
- Mal, muy mal, no sé por qué tanto si se libró de esa mujer. Ojalá me hubiera hecho caso de no casarse con ella.
- Pues, respondí para contener las ganas de darle un golpe, yo los conozco desde hace años y siempre los vi muy bien.
- ¿Bien? Ella en vez de estudiar medicina debió ser actriz.
Cuando me di cuenta que mi mano derecha se cerraba, opté por prender yo también un cigarro.
- Bueno, hay ocasiones en que todos nos equivocamos al juzgar a alguien y la vida nos depara sorpresas, ya sea porque pensamos bien y es un canalla o al revés, creemos que una persona es mala y resulta que no.
- Mire, yo no ando con vueltas para decir lo que pienso. Usted parece un poco ingenuo, pese a su edad. ¿Nunca se preguntó por qué en el departamento de ellos hay tantas plantas?
- Nunca me lo pregunté porque María me lo explicó, le encantan. Le encantaban, debería decir, lamentablemente.
- ¡Por favor! Vaya y cuéntelas, va a ver que hay 39 macetas. Y yo sé muy bien cuando ponía una nueva y por qué lo hacía.
- ¿Por qué?
- Pregúnteselo al desconsolado, él también debe saberlo.
En ese momento pisé el cigarro y me fui. Muchas veces he conocido cuñadas que detestan a la esposa de su hermano o a la inversa, pero esta bruja, así decidí bautizarla para siempre, no tenía piedad para hablar mal ni siquiera en un velorio. Por supuesto no pensaba preguntarle nada de eso a Antonio, pero confieso que me dejó intrigado. Primero porque evidentemente se había tomado desde quién sabe cuánto tiempo atrás la molestia de contar las macetas, algo que a mí no se me hubiera cruzado por la cabeza. Ni siquiera en mi casa, así como los admiro por su belleza y por el entusiasmo que tiene para hacerlos, ni idea tengo de cuántos títeres tiene Mónica. Segundo porque ella sabía que aparecía alguna nueva cada tanto por lo que quizás sería una ocasión especial, pero si era especial para María y Antonio, ¿entonces no sólo qué carajos le importaba sino que además por qué le molestaba tanto? Por celos, supuse, con un carácter así la pobre infeliz no debe celebrar ni su cumpleaños.
Mónica se veía hermosa. Llevaba un vestido negro ajustado al cuerpo, apenas escotado, y una pequeña flor, blanca, abrochada a su lado izquierdo, a la altura del corazón. Sabía por qué. Muchas veces habamos de cómo la muerte y la vida van casi siempre tomadas de la mano y que cuando la gente va a un velorio le nace instintivamente reafirmarse en la vida. Cuando apenas nos habíamos conocido me preguntó por qué elegí el área cultural y le dije que lo primero que el hombre creó fue arte, seguramente música. Las armas vinieron después, pero alguno o alguna habrá descubierto que golpeando piedras o trozos de materiales distintos lograba sonidos que se podían armonizar. Y como yo me juego por la vida, elegí la cultura, agregué, tras lo cual recibí un beso.
Mónica hablaba con la madre de Antonio, a la que alguna vez habíamos visto, también vestida de negro. En cambio, a él no lo vi. Pensé si no proponerle que durmiera algunas noches en nuestro departamento. Yo sé, bien lo sé, que las noches son especiales y me imaginé que si la ausencia de María provocaría que se sintiera solo, la oscuridad iba a ser la peor compañía de la soledad. Además, si padecía de insomnio, tendría compañía garantizada. E incluso hasta ajedrez, que a los dos nos gusta mucho. Aunque quizás vernos a Mónica y a mí juntos podía producir un efecto poco recomendable, darse cuenta que él ya no tendrá compañía, al menos por mucho tiempo.
Pero más que esa duda tenía un profundo malestar después de que hablé con el comandante Carrasco. Fuera como fuera o por qué fuera y al margen de que le haya costado la vida, María había engañado a Antonio. Quizás tampoco esa noche haya sido la primera vez. No soy un mojigato y sé que mucha gente lo hace pero a mí no sólo no me nace sino que no creo poder tener la capacidad de mentirle a alguien que quiero, y menos en algo tan fundamental. Si uno dice que tomó una copa y en realidad tomó dos, vaya y pase, pero volver a casa después de haber tenido sexo con otra mujer y saludar a Mónica como si viniera del boliche, no me va. Además que aquella, con lo despierta y rápida que es, me descubriría en dos minutos. Nunca, hasta ahora, se me ocurrió pensar que ella pueda cuernearme a mí. Hasta hoy, en realidad, porque ¿qué quiso decir con esa frase “era de las mías”?


VI
Debo cambiar de actitud. Los últimos tres días han sido de los peores que pasé en mi vida, a tal punto que he perdido concentración en el trabajo y tuve que pedir disculpas porque en una página repetí varias palabras en los títulos. Es que me atosigan permanentemente dos ideas contradictorias: una es que Mónica me ha engañado con uno o varios hombres y otra que eso es un disparate. La noche después del velorio, cuando le conté lo que me había dicho Carrasco sobre las características físicas del asesino de María y le pregunté si había visto a alguien así en el edificio o en la zona, tuvo dos reacciones que no entendí. Primero, una sonrisa pícara que sabe me gusta mucho, contestó “si hubiera visto a ese gigante me lo habría quedado”. Frase que en otro momento podría haberla tomada por cómica, pero la sentí como una revelación. Porque además pensé que de lo que hablábamos no tenía nada de gracioso. Y después de unos minutos, no supe por qué, empezó a insultar, otra vez en uruguayo, a alguien evidentemente hombre, hasta que dijo necesito calmarme y pensar, por favor no me hablés por un rato. De ahí no la pude sacar. También esa noche, en parte de mis tres horas de insomnio me dediqué a revisar, hurgar mejor dicho, sus cosas. Miré cada uno de los papeles de todo tipo que tiene sobre su escritorio y además abrí los cajones y también estudié detenidamente cada fólder. Nada, como era previsible. Mónica no tiene un sólo pelo de tonta y no iba a dejar a mi alcance algún regalo, un escrito o algo revelador de un romance o de una aventura. Además de no encontrar algo sospechoso, me invadió vergüenza por lo que había hecho, la de María y yo siempre fue una relación excelente y no hay ninguna que funcione si hay desconfianza, lo que estaba mostrando. En esas tres horas, cuando no hice eso, traté de recordar situaciones en las que pudo haberme dicho que hacía tal o cual cosa y en realidad estaba en un hotel garage o en el departamento de algún tipo con el que se acostaba. Encontré muchas, aunque como permanentemente también asomaba la idea de que es una estupidez de mi parte, varias las deseché de inmediato. Hubo dos de los últimos meses, sin embargo, que recordé en especial porque ambas tuvieron la misma característica, que al llegar al departamento de inmediato fue a bañarse. Una volvió de una reunión de padres y otra del personal de la institución para niños en que trabaja. Al menos eso me dijo. Y una parte de esa noche y también de las dos siguientes me dediqué a mirarla mientras duerme. A admirarla, debí decir, porque no hay vez que la vea que no me parezca hermosa. Anoche me estremecí por la anécdota que recordé. Hace unos seis años, quizás siete, cenamos con una de sus compañeras de trabajo y su esposo, al cual la mujer en un tono muy cariñoso le decía “papito”. Cuando se fueron, Mónica dijo que eso le parecía más que cariñoso una estupidez porque reflejaba la dependencia que tenía de él, y agregó “en mi caso, si algún día te lo digo, enterate que estoy en los preparativos de mandarte al carajo”. Sé cuales cosas le gustan de mí, varias veces me las ha dicho, y también cuales no, y alguna que otra logré cambiar. Pero cuando me enteré de la historia de su familia me pregunté si fue pura casualidad que se enganchara conmigo que le llevo tantos años que casi casi podría ser su padre, ése al que mató no hablándole durante tanto tiempo; o en realidad estaba buscando un hombre pero también un sustituto del suyo. Porque además, algunas de mis características le enganchan justito en lo que no tuvo. No doy órdenes, sé escuchar, la consiento mucho, comparto todas sus cosas y me ocupo y me preocupo por ella. Mis hijas, como era previsible, demoraron en aceptar que tenía una nueva relación aunque cuando la conocieron Mónica se las engulló, literalmente, la adoran. Y a veces, cuando terminábamos de ver a una o a las dos, la uruguayita decía “ahora voy a habar en mexicano, que padre padre que eres, ojalá yo hubiera tenido uno así”. De manera que la pregunta es si ya se curó y no me necesita en ese papel, por lo cual no tendría nada de extraño que le atrajese un hombre más joven, en todos los sentidos de la palabra. Tiene que haber pasado, una o varias veces. A lo mejor incluso ahora tiene un amante, casual o permanente, y yo ni me entero. Si no fuera así, ¿por qué ese “era de las mías”? Ella debió saber de las aventuras de María y por eso la identificación entre ambas, a lo mejor hasta se contaban cada una sus ligues y además muertas de risa de las caras de estúpidos que nos veían a Antonio y a mí. ¿Qué hora es? Las 4:30, en un rato ya puedo cerrar los ojos de nuevo. Pero lo que no puedo es seguir así. Yo, que jamás grito, ayer me estrené con un subordinado que me miró con cara de espanto, supongo que no por lo que le dije sino porque jamás, ni él ni ninguno de la sección, me había escuchado ese tono. ¿Qué hago? ¿Sigo pasando por estúpido y que continúe engañándome, la vigilo o la hago vigilar a ver si descubro algo, se lo pregunto? Sea lo que sea que decida, mañana, hoy, más tarde, tengo que volver a la normalidad


VII
¿Se acuerda, don Pablo, que le dije que ese cabrón no sabe a quién se enfrenta? Pues pa´ que vea, va mejor la investigación de lo que usted creía. No sólo deseché al esposo de María como sospechoso porque por mejor actor que sea no podía haberla matado y llorar así, sino que además los dos cabellos que hallamos en la cama nos permitieron identificar un ADN que no es suyo. Eso, como sabrá, no conduce a la detención de nadie, sólo va a servir para comparar a cuanto sospechoso tengamos. Pero el detalle importante es que me acerqué al velorio, en el cual no lo vi a usted, pero sí a su mujer, a la que tuve cuidado de no hablarle, y le pedí al marido que por favor me pasara las direcciones telefónicas de su mujer. ¿Y sabe en qué hubo suerte? En que no tenía agenda... más que en su celular. Así que de su aparato salieron las llamadas que hizo y recibió ese día. De los cuatro hombres que la llamaron no sabemos nada y de los dos que llamó ella uno era su marido y el otro su hermano. Así que estamos trabajando sobre esos cinco porque ya le dije que descartamos al marido. De los cuales ya creo que sé quién es, pero de eso no le voy a decir nada así que ni se gaste en preguntar, primero porque con el asesino pudo haber hablado antes de ese día, así que la lista sigue abierta, pero por sobre todo porque si le digo algo más se puede chingar la investigación. De manera que quédese con lo que le dije y en ambos sentidos, que más no le voy a decir y que me voy a enfurecer si sé que esta conversación salió de usted. Y créame, tengo fama de que no conviene me enfurezca.
Me imaginé de dónde le venía la fama. Cuando pregunté a la gente de Policía del periódico me dijo uno que Carrasco “es un hombre perfecto: es un auténtico animal pero no sabes cuán inteligente”. Al comandante no se lo mencioné pero ya había pensado que quizás entre quienes se debía buscar primero era en sus médicos compañeros de trabajo en el hospital, son famosas las historias de aventuras entre ellos e incluso con enfermeras. Yo no me iba a poner en papel de policía. Ya bastante con lo que hacía, seguir a Mónica. Que no me salió como esperaba, qué va, hice el ridículo más grande de mi existencia. Porque la vi salir del Instituto exactamente a la hora en que termina su trabajo, cargando como siempre el bolsito con sus títeres y un hombre que la llevaba abrazada, o bueno, pasándole uno de los brazos por sus hombros. Ahora van a ver, pensé, así que los alcancé y dije un fuerte “¡Mónica!”, que los hizo detener y dar vuelta. Mi mujer no paraba de dar saltitos y de abrazarme mientras decía “¡qué linda sorpresa que me hayas venido a buscar, eres un amor!” y yo dudaba entre si me tomaba el pelo y disimulaba o efectivamente era un gusto, porque muy rara vez lo hice. Y para rematarla me presentó al hombre, un tal Gustavo Rascón, que dijo su nombre con una clarísima voz de homosexual. Me sentí el más estúpido de los seres humanos. Como Cultura es una de las secciones que más temprano cierra, tengo horarios de trabajo muy cómodos y nada que ver con quedarse hasta la madrugada en el periódico como les pasa a los demás, salvo que muera algún actor, escritor o músico muy famoso, aunque ni aún así porque en el caso de los mayores de sesenta años sus biografías ya están preparadas.. Así que nos fuimos a cenar, elegí un restaurante que le gusta mucho y antes de sentarme fui al baño. Quería lavarme la cara. Supe de muchas mujeres que una de las primeras cosas que hacen después de haber sido violadas, es bañarse, con interpretaciones más que obvias del hecho. A mí, en ese momento, me hubiera venido bien poder hacerlo. La sensación de mugre que tenía de mí mismo era horrible. Así que resolví que me comportaría decentemente y abandonaría la historia de seguirla, aunque lo que no tenía nada claro era cómo me iban a abandonar a mí las dudas sobre la fidelidad de Mónica. Y volví a meter la pata, porque resolví hablarlo
- Mónica, en el tiempo que llevamos juntos, ¿te ha atraído algún hombre?
- Pues sí, varias veces.
- ¿Y qué hiciste?
- ¿A qué viene esa pregunta?
- A nada, quiero saber qué hiciste.
- Mirá, te conozco de memoria, nuca fuiste celoso así que no sé el porqué de todo esto, no me arruinés la alegría de que hayas ido por mí.
- No quiero arruinarte nada –dije mientras me daba cuenta que empezaba a molestarme-, pero...
- ¿Pero qué? Pablo, ¿qué mierda te pasa?
Y fue entonces que no pude más. Entre la sensación de mugre, la del ridículo que hice en estos días, los nervios, la angustia por saber si Mónica me era infiel, saber que María lo era con Antonio y la desesperación de ese pobre hombre, terminé derrumbándome. Tomé la cabeza entre mis manos y oculté los ojos, no quería mirarla, me daba vergüenza. Tampoco sabía qué decir. Ella sí, pidió la cuenta, pagó y dijo nos vamos, en casa estaremos mejor, vení huevón, que si no te componés me vas a hacer parecer tu mamá.



VIII
Te voy a contar algo de María que nunca te conté porque no debía ni podía, y vas a entender todo. Vos no sos el único que sabe en México como fueron mis padres. Hace como un año me llamó mi madre por teléfono. Que no sé de dónde lo sacó, yo nunca se lo di. A lo mejor recurrió a influencias y lo consiguió en el Consulado. Estaba llorosa y a toda velocidad, supongo que para evitar que le cortara, dijo que mi padre estaba muy grave, muriéndose, y que por favor le hablara, que yo era el gran pesar de su vida. Fue lo peor que pudo haber dicho. Si me hubiera contado que estaba muy arrepentido de lo que hizo puede ser que me inspirara otro sentimiento, pero no, para ese miserable su único pesar era yo. Entonces le dije que sí, que me lo pasara, y ella empezó con no sé cuántas gracias y mi amor y palabras parecidas. Y cuando aquél dijo hija querida, ¿sabés qué le dije?, andá a la puta madre que te parió, y colgué. ¡Quién sabe cuántos por su culpa no le pudieron volver a decir hijo o querido a sus hijos! Vos estabas en Manzanillo, en el encuentro de poetas, y cuando volviste, dos días después, yo ya lo había digerido y no te lo conté, no quería sobrecargarte con las cosas de lo que alguna vez fue mi familia. A digerirlo lo primero que me ayudó fue un tequila, que me bajé de un envión, ¿y sabés quién más?, María, que estaba aquí charlando conmigo y hasta el mate le hice probar ese día. Claro, como me escuchó la mujer tenía los ojos del tamaño de platos, así que sólo me preguntó si estaba muy enojada con el amigo que me había llamado, y cuando le dije que era mi padre casi se desmaya. Entonces le conté todo, con pelos y señales, como aquella mañana que me enteré quién había sido, que volví a casa y le pregunté si era cierto, porque yo no lo creía posible, y su respuesta fue “a las hiedras venenosas hay que triturarlas”. Así, tal cual. Imaginate a mí, con catorce años, escuchando eso. Me senté, porque no podía tenerme en pie, y como vio que estaba a punto de llorar, me preguntó por qué quería saberlo. Le dije lo que me contó mi compañera y dijo “ah, ése, bien merecido se lo tenía, como todos”. La historia es un poco macabra así que a ti te la conté dulcificada, te dije que dejé de hablarle, en realidad estuve tres días sin poder hablar con nadie. No era que no me saliesen las palabras, no, es que me daba vergüenza abrir la boca. Y cuando pude hacerlo, no lo hice con él, nunca más. Hasta esa tarde que llamó su cómplice. Entonces, seguramente porque vos no estabas y necesitaba hablarlo, se lo conté a María. Todo. Yo, se podría decir, en aquel entonces ya no era una niña, que sí lo era en muchas cosas, pero en cualquier caso saber la historia de ese tipo me destruyó la infancia. Y muchas cosas más. ¿O de dónde creés que viene mi historia del no a los gurises? Con lo que me contaste antes, que me enojó, en algo tenés razón, y es que con todo lo que me enamoré de vos, con todo lo que me gustó violarte, vamos, no hagas caras que casi te violé yo a vos, con lo mucho que he vivido tan bien estos años juntos, con todo, también en algo y a veces ocupás su lugar, el que él dejó de tener desde ese día. ¿O qué suponías, que no lo hablé con mi psicóloga en los cinco años que fui? Vamos, pirulito, no te hagás. Además, una vez al menos te lo dije, que yo a tus hijas les tengo envidia, a lo mejor no te avivaste pero venía por ahí. Medio lentón, mi hombre. O sea que todo eso y mucho más le conté a María aquella tarde. Cuando terminé, después de como una hora de hablar seguido, sólo interrumpiéndome cuando tomaba mate y algún que otro tequila, ella no paraba de llorar. Yo, que también como vos a veces soy medio boluda, creí que era por mí así que me senté a su lado y le dije varias cosas, como que era ya historia antigua, que sólo se lo conté porque me nació hacerlo, que era algo ya superado por mí y varias más por el estilo. Cuando un poquito paró, porque seguía con algún que otro llanto y con convulsiones, ¿qué creés que me dijo? Que a ella también su padre le había destruido la infancia. ¡En eso era de las mías, pelotudo! No sé si se puede calificar la calidad de víctima ni sé qué fue peor, si mi padre que asesinaba gente o el suyo que la violó cuando apenas empezaba a dejar las muñecas. Supongo que ella sufrió más, porque imagino que no es lo mismo tener vergüenza de ser la hija de un torturador que sentirse sucia y con culpa, ante su madre y ante todos. Sobre nuestras historias, María y yo teníamos varias diferencias, aunque me parece que hay tres que son las más importantes: una es que ella nunca lo superó, yo creo que sí, aunque no sea del todo. Otra, que ella no te tuvo a vos, sólo hay alguien mejor que vos, yo. Y la tercera es la más dolorosa, su revancha, que fueron los hombres. Se acostaba con uno una o dos veces y los mandaba al carajo, para que sufrieran. Yo estoy acá sentada hablando con vos sólo por dos razones, una es que te quiero mucho y la otra es que tuviste la valentía de decirme lo que te pasaba. Y aunque me enojé no puedo negar que las circunstancias se dieron tan coincidentes como para que pensaras que yo podría engañarte. ¡Pedazo de huevón! Cuando a mí me atraía un tipo, ¿querés saber en qué pensaba? En vos. Y se acababa. Pero María tenía una lucha interna de los mil demonios y por eso lo de las plantas, esa cabrona de su cuñada no entendió un pepino, cada una no era por un tipo con el que se hubiera acostado, ¡no!, era porque daba un paso más para terminar con esa historia. Tanto le costaba que esa era su forma de consentirse, de felicitarse, de decirse voy mejor. Ya estaba decidida a terminar, supongo que el que la mató iba a ser el último y la última vez, seguro que por eso la estranguló, porque sabés cuál iba a ser el final, cuando quedara embarazada de Antonio, al que adoraba. Porque a él se ve que no le nace lo de tener hijos, no sé bien por qué, pero para ella crear una familia era también poder enterrar a la que tuvo, en la que por lo que me contó ese día son a cual peor cada uno. No, nunca supe el nombre de alguno porque no hacía ningún comentario, si hasta eso, lo vivía con vergüenza, y si supiera quién fue el que vino esa noche te aseguro que no se lo diría al panzón comandante, lo hubiera liquidado yo misma. ¿Y sabés por qué puteaba tanto la noche en que me contaste lo que te dijo Carrasco? Porque sí sé de alguien así, pero no pretendás que abra la boca, no voy a ensuciar a alguien sin tener pruebas. Pero al panzón sí se lo dije, que lo investigara.

IX
Una semana después de aquella conversación con Mónica, todo entre nosotros había vuelto a la normalidad. Excepto, claro, el dolor por el crimen y verlo a Antonio muy mal. Él optó por refugiarse en su trabajo, hablaba poco y varias veces tomamos café juntos. Yo, más que irrumpir en su departamento, lo que hacía era llamarlo por teléfono. A veces desde mi casa, otras cuando estaba en el trabajo. Hoy, cuando lo llamé, su secretaria me dijo que hablaba por su celular y a lo mejor porque supo lo apoyaba en lo que podía me dijo que era con el comandante Carrasco. Ah, caray, pensé, no sería raro hubiera alguna novedad. Corté la comunicación y dudé qué hacer, si volverlo a llamar a él o mejor al policía. Opté por esto último, porque si hablaba después con Antonio ya tendría las mismas noticias. Si es que las había.
Hola, ¿cómo está?, parece que usted y yo coincidimos a cada rato porque también ahora estaba por llamarlo. Pues sí, ya tenemos al que mató a la señora Castaño. ¿Qué cree?, es tan grandote como supuse, un auténtico armario. O sea que hacerlo hablar costó más que con los que son chaparros. Usted hace buenas deducciones, el tipo es médico. No, no le voy a dar el nombre, al rato, cuando se emita el boletín de prensa, lo tendrá la gente de su periódico. A la señora, lamentablemente, y fue por respeto a su esposo y porque el caso parecía no merecerlo, no le hicimos autopsia, si la hubiéramos hecho nos habríamos enterado que el tipo la drogó, le dio ésa que en Estados Unidos llaman “la droga de la violación”, Ketamina, porque adormece a las mujeres y las predispone al sexo, por eso creímos que no hubo forzamiento. Es algo complicado de definir porque violación sí es pero al mismo tiempo la mujer se presta, aunque drogada, claro. Como no había restos de vino en los vasos, tampoco hubo qué analizar para ver si habían tomado algo más. En fin, circunstancias que nos jugaron en contra. ¿Qué por qué la mató? Según confesó, ya sabe, después de varias horas de como decimos en los boletines, interrogatorio intenso, porque le comentó que su esposo esa tarde le dijo que sí se embarazara y que entonces él perdió el control, se enfureció, las cosas que siempre dicen estos cabrones para justificarse. Con quien no sé cómo se va a justificar es ante su familia. No, no es eso, no es que esté casado, que si lo está, es que es el hermano de ella,

Familias (1)

I

El golpe se oyó seco, fuerte, plomizo.
Como cuando un tanque lleno de gas se voltea. Impactante.
Miré el reloj: 2:45 de la madrugada. Supuse que alguno de mis vecinos del piso superior, Antonio o María, se cayó de la cama. Hasta unos minutos antes, diez o quince, los había oído hacer el amor. Mejor dicho escuché movimientos de la alcoba y lo que pareció un gemido, supuse que de ella.. Volteé hacia Mónica, que no se enteró del ruido y continuaba durmiendo plácidamente. Después de diez años de vivir juntos sabe que ni ella, con todo lo que la amo, logró quitarme mis horas de insomnio. No sé bien cuando inició pero ya llevo varias décadas de mis cincuenta años despertándome a las 2:00 y volviéndome a dormir a las 5:00. También hace mucho que dejé de intentar curas así que adopté la resignación y aprovechar esas tres horas. A veces leo; en ocasiones escribo; otras aprovecho para lavar los platos, ollas o sartenes de la cena o planchar mis camisas; y algunas, como en ese momento, simplemente me quedo en la cama, pensando, soñando con los ojos abiertos y en especial mirándola a ella. Con tantas noches y horas de insomnio conozco de memoria cada cosa de esta habitación, resplandece con luz de luna el espejo que Mónica compró en Pátzcuaro y están a su derecha los mejores títeres que hizo y a la izquierda una foto de los dos en traje de baño, el mío normal, el suyo no apto para cardiacos.
Oí pasos en el piso de arriba. Precipitados. Supuse que quien se habría caído era Antonio y María, como buena médica que es, lo estaría atendiendo. Pensé si subir y preguntarle si necesitaba ayuda. No somos exactamente amigos pero tenemos los cuatro una buena relación porque este departamento lo ocupamos con Mónica desde que comenzamos a convivir y ellos hace cinco años, cuando se casaron. Más de una vez compartimos cenas o idas al cine y hasta lo que cómicamente mi mujer llama nuestros “días de campo”, paseos dominicales cuando hay sol por el Parque México, al que las dos parejas vemos desde nuestros departamentos. En ocasiones, también, los tres me hacen bromas por mi edad, porque les llevo bastante. Mi mujer tiene treinta y cinco, igual que Antonio, y María está por cumplir treinta y tres. Ya estamos designados como padrinos del niño que aún ni conciben porque él no está muy decidido y si asume la paternidad va a ser sólo porque ella lo presiona. Con cariño y hasta divertidamente pero presión al fin. El pobre hombre ya no sabe cómo decir que no. Hace unas noches me contó que cuando destapó la cama para acostarse se encontró con un chupón sobre las sábanas y que cuando riendo se volvió para ver a su esposa ella puso cara de no tener nada que ver: “Parecía un niño con los restos del jarrón roto por él a su lado y el rostro preguntando qué habrá ocurrido”, me explicó. Supongo que pasará poco tiempo antes de que dé el sí. Él vive para su trabajo. Es gerente de Marketing de una trasnacional, sólo lee libros de autoayuda y cómo triunfar y me imagino que tuvo que hacer un esfuerzo para leer las dos novelas que escribí, aunque sus análisis y comentarios fueron muy buenos.
Pero resolví no subir. Pensé que como habían estado haciendo el amor quizás yo irrumpía en situación poco propicia, tal vez se hallaban medio desnudos o simplemente divirtiéndose por la caída de la cama que, nunca hay que descartarlo, puede ocurrir también por exceso de pasión. Con Mónica nunca me pasó pero con alguna anterior a ella, sí.
Como suele ocurrir, con mi mujer no tenemos el ardor de antaño, porque nuestra relación sí empezó por la pasión. Y por el baile. Por el tango, más exactamente. Yo tenía cuarenta, tres de divorciado y uno de haber sido designado jefe de la sección Cultura del periódico, que aún ejerzo. No recuerdo bien por qué resolví ir al Festival Cervantino y participar varios días en su cobertura. Una noche volvíamos con mi compañero de trabajo al hotel y al pasar por una plazoleta nos quedamos oyendo a una orquesta que interpretaba tangos, sin cantante. Yo, como decía mi padre, nací con el tango puesto, no por él sino por mi madre, que sabía y cantaba muchos y cuando era pequeño me enseñó a bailarlo, en ocasiones subido a sus pies. Supongo lo hacía por gusto, diversión y tener un compañero de baile, sin tener en cuenta que no sólo fue la primera danza que se bailó abrazados sino que es la música más sensual que puede haber. Lo cierto es que pese a bailarlo con ella no fui más enamorado que como cualquier escuincle lo es de su madre.
Esa noche aplaudimos al terminar la orquesta esa pieza y estaban a punto de iniciar otra cuando una mujer joven, en pantalones de mezclilla y playera ajustada, con una larga cabellera muy negra, salió al medio de la plaza y preguntó quién baila tango. Le di los papeles a mi compañero, salté al ruedo y apenas alcancé a llegar a ella cuando la música empezó a sonar. Me asusté porque era El Choclo, que no sé por qué los que saben dicen es de las más difíciles de seguir el ritmo. También porque bailaría con una chiquilina de la cual supuse podría ser el padre. Aunque tres o cuatro segundos después me olvidé de todo eso y sólo me dediqué a bailar, mientras comprobaba que ella lo hacía no sólo muy bien sino con una sensualidad descomunal, ayudada por un rostro hermoso y unos ojos verde claro a los que era muy difícil no mirar. Parecía adivinar cada movimiento, cada uno que yo iba a hacer, y lo correspondía con el suyo, tanto que semejábamos una pareja que llevaba años bailando o ensayando. Tanto nos aplaudieron cuando concluyó la melodía que tomados de la mano hicimos una reverencia, lo cual produjo algunas risas, y unos segundos después ella me susurró al oído “si cogés tan bien como bailás... ésta va a ser mi noche de gloria”.
Si fue o no de gloria lo debería decir Mónica, que lo hiciera yo sería presumir o devaluarme, según la respuesta, pero para mí fue la madrugada del amor. El sexo, eso sí lo puedo narrar, fue glorioso, aunque de lo que me enamoré fue de su piel. Se durmió en medio de mis ya sabidas horas de insomnio así que pasé las que restaban mirándola, acariciándola muy suavemente para no despertarla y de a ratos besándola o lamiéndola. Era -es- una piel perfecta. No sólo por su tersura, infinita; no sólo por su color, apenas ligeramente morena; no sólo por su perfección, sin un pliegue, ni siquiera un lunar; sino por la energía que veía y sentía en ella. Hay hombres a quienes les pasó lo que a mí pero con otras características, la voz, la mirada, qué dice (o qué no dice) una mujer, y yo nunca había sentido algo así, la sensación de que jamás podría vivir sin tener esa piel a mi alcance.
La mañana siguiente supe que tenía veinticinco años, una uruguaya que llevaba tres en México y la anterior había sido su primera noche en Guanajuato. Horas y horas caminamos y hablamos bajo el sol de octubre, le hice conocer los rincones más bonitos de la ciudad y cuando al mediodía comencé a escribir la nota que mandaría al periódico preguntó “¿cómo desea que lo acompañe, mi señor?”. Encuerada, respondí sin dudar. Fue la primera vez de una escena que se repitió muchas ocasiones a lo largo de la década que llevamos juntos, aunque con aquella crónica debí haber ganado el Premio Nacional de Periodismo: no sé si fue el efecto mágico de su piel o la calentura que me provocaba tenerla desnuda sentada en una de mis piernas, pero nunca había escrito alguna tan rápido y tan bien. Y mi deseo se cumplió. De las miles de noches que hemos pasado han sido muy pocas las que no tuve a mi lado a Mónica y a su piel, sólo en las que por su trabajo viajan al interior del país o si yo voy a alguna cobertura.
Y esa noche que la veía dormir junto a mí me preguntaba, además de pensar si la caída fue de Antonio o de María, qué habría sido de mi vida si ella no hubiera tenido la idea de preguntar quién bailaba tango, si mi madre no me hubiese enseñado a hacerlo, si no hubiera sido el primero en responder a su llamado y si ella no fuera tan lanzada para el sexo –al igual que para todo- como lo fue en Guanajuato. Ya me sé la respuesta: difícilmente habría conocido este bienestar de vida.
Horas después, muchas horas después, cuando estaba por irme del periódico, sonó mi teléfono y era Mónica. “¡Pablo, Pablo!”, gritó. Me preocupé. El suyo era tono de tragedia. “¡Por favor ven ya, te necesito, te necesitamos, mataron a María!”

II
El edificio era un caos. Patrullas, policías inundando la calle y la entrada y los infaltables curiosos. Creo que todos tenemos una dosis de morbosidad en nuestro interior, guardadita en algún lugar del inconsciente, que pocas veces tenemos la posibilidad de hacer aflorar. Aunque, psicópatas y sádicos aparte, surge sin nuestro consentimiento. El sufrimiento de los demás es parte de ella. Decenas de veces he pasado frente o junto a accidentes automovilísticos y me imaginé los comentarios que nadie o casi ninguno de los que disminuyen la velocidad para verlos dice en voz alta, pero bullen en su interior: “¡Se chingaron!”, o “¡pobre diablo, ¿quién le enseñó a conducir?!” o “¡qué bueno que no me tocó a mí!” o sandeces de igual calibre. También por eso los periódicos más vendidos son aquellos cuyas notas rojas ocupan la mayor cantidad de páginas. Los que nos ocupamos de cosas culturales, los instrúidos, así, con acento en la u, solemos ser mirados de diferente manera por nuestros colegas. Con ironía o desprecio, en algunos casos, porque saben que nuestras notas son las menos leídas del periódico; con orgullo, en otros, porque pueden presumir ante sus amigos que conocen a alguien a quien le importa si tal o cual novela se vende mucho o si fue exquisita la presentación de un ballet; y en algunos como unos ángeles, porque, dicen, estamos más allá del bien y del mal. Tras más de veinte años de trabajar en esta área y quince en el mismo periódico, sé de qué hablo.
Logré entrar después de mostrar mi identificación y que vivía allí. Cuando abrí la puerta del departamento Mónica se lanzó hacia mí, me abrazó y no cesaba de llorar. A raudales. Como cada vez que llora. Aunque, en realidad, en nuestra ya larga relación sólo una vez la vi hacerlo, cuando me contó de su padre. A poco de conocerla le pregunté a qué se dedicaban sus padres y respondió, en tono que no dejaba lugar a dudas, “de eso no hablo. Ni hoy ni nunca, así que no volvás a intentarlo”. Terminantes el gesto y su mirada. Aunque años después, una noche volvimos bastante alcoholizados de una fiesta, riéndonos en el coche de una mujer que conocimos allí, de apellido Sargumoza. Así llegamos a casa, haciendo bromas y relatándonos nombres y apellidos raros que conocimos, y en un momento, mientras nos desnudábamos para acostarnos, soltó “para raros, raro era el mío original”. Me asombró. Para mí siempre había sido Mónica Santa Cruz, que se presta a hacer bromas pero no tiene nada de cómico. Ella también se dio cuenta de lo que dijo y se tapó la boca. Yo apenas susurré ven, siéntate a mi lado, cuando lo hizo la abracé y le pregunté ¿no crees que ya es tiempo de contarme? “El apellido Santa Cruz es el de una tía, el día que cumplí dieciocho años inicié los trámites para quitarme el de mi padre.” Yo la abracé fuerte porque pensé que me alcanzaría uno de esos horrorosos relatos de violación o al menos abuso infantil, que conozco bien. No por haberlos sufrido, ni yo ni alguien muy cercano, sino porque en ocasiones tenemos que darle vuelo en mi sección a películas, libros, testimonios o incluso ensayos que hablan de ello. Quizás, pensé en ese momento, por haber sufrido y logrado salir de algo así tiene un carácter tan fuerte. Me equivoqué por completo. “Castraguchi es mi apellido paterno, el que ya no uso. Como imaginarás, es muy raro, y en mi caso el único que sobrevivió porque mi padre sólo tuvo hermanas. Yo lo quería mucho. Era muy consentidor. Y además sabrás que casi todas las hijas consideramos lo máximo a nuestro padre. No recuerdo si en mi caso fue tan así pero... pero...”. Fue entonces que empezó a llorar, apoyada en mí. Fue fuerte saber que llevaba tantos años con otro apellido, que no es pequeño cambio de identidad, es no sólo desconocer sino también negar los orígenes de uno mismo; y también me pregunté cuánta gente sabría la historia que estaba empezando a contarme. Logré calmarla, abrazándola, diciéndole palabras muy dulces aunque teniendo cuidado de no insistir en que prosiguiera. “En segundo año del Liceo, cuando tenía catorce y ya sabés, es la edad de la peleas con los padres, un día, el primero de clases, se me acercó una compañera que había ingresado ese año y me preguntó si mi papá era capitán de navío. Sí, dije yo, orgullosa. ´Ah, respondió, preguntale si se sintió muy feliz de haberle cortado cada dedo de sus manos al mío, antes de degollarlo. Vos no sé si estarás contenta como lo estuvo él´. Me quedé helada. No supe qué decir. Decenas de imágenes me cruzaron la cabeza. Sabía que durante la dictadura hubo muchos asesinados o desaparecidos pero jamás imaginé que mi padre participara en algo así. Recordé escenas y conversaciones en voz baja de él con mi madre que me habían resultado extrañas y en esas horas empecé a entenderlas. Pensar que a mí me contaba cuentos en la noche cuando era más pequeña, después de un día en que a quién sabe a cuántos había torturado o asesinado, me dio escalofríos. Fui al baño y vomité. Largo rato. Al final de clases me acerqué a mi compañera, con temor, le pedí que me dejara darle un beso y le dije yo no estoy contenta, estoy avergonzada, no tengo nada que ver con mi padre más que soy su hija, contame por qué decís que lo hizo. ´Porque mi papá componía canciones y las tocaba en su guitarra, antes de la dictadura, y mi mamá logró averiguar quién y cómo lo mató. Tu padre´. Esa fue la primera vez que me identificaron con él. Después hubo muchas, todos me ubicaban como su hija. Hasta un novio perdí cuando supo cuál era mi apellido...” y ya no siguió, volvió a llorar, entonces sí a raudales.
Así estaba cuando entré. Vi que no había café y preparé uno. Como a ella le gusta, cargado y cortado. La segunda mañana en Guanajuato, cuando así se lo pedí en el desayuno en mi hotel, me besó y dijo eres un amor, hay pocas cosas más importantes que saber cómo le gusta a una el café en la mañana. Poco a poco se fue calmando y cuando le pedí me contara lo que sabía, porque conociéndola era imposible que no supiera nada, empezó por el final. “María era de las mías y lamento no habérselo dicho nunca, qué error, qué inmenso error, ahora ya no podré. No tenía por qué morir. Me enteré cuando escuché las sirenas policiales, eran muchas. Fue al asomarme a la ventana y ver que paraban en la puerta del edificio cuando dije cagamos, algo pasó, aunque sólo supuse que habían robado en algún departamento y hasta pensé si nosotros no debemos poner más llaves de seguridad en la puerta. Aunque casi de inmediato lo oí a Antonio gritar, quizás porque abrió la suya para que entraran los policías. Pobrecito, no sabés qué mal está. No sólo perdió a quien tanto quería sino que se culpa por no haber estado....”
- ¿Por qué culparse? Estaría trabajando.
- No, porque el asesinato fue anoche y él descubrió el cadáver cuando volvió de su viaje a Monterrey, hace una hora, y además...
No sé bien qué más dijo. Yo pensaba en la caída de la cama. Y en los pasos precipitados. Y en qué hacer, si contar o no lo que había oído. ¿Revelarle al pobre hombre que fue un cornudo? ¿O quizás habría sido una violación? ¿El gemido que me pareció oír sería de dolor y no de placer como creí?. ¿Decírselo a la policía para que al menos alguna pista tuvieran? Para colmo, me culpaba por no haber subido, quizás no habría podido impedir su muerte pero al menos sí tener datos sobre quién la produjo.
- Amor, no me estás escuchando.
- Discúlpame, estoy tan aturdido que perdí el hilo de lo que contabas. Por favor repítelo.
- No sé mucho más. Lo que te decía es que creo debemos subir y estar con él. Aunque la policía nos quiera echar, igual nos quedamos.. No sé cuándo vendrá alguien de su familia, porque de la familia de María no sé si irá aparecerá alguno, o sus amigos, pero ahora nos tiene sólo a nosotros. Vamos, vamos.
Fuimos. Sólo le pedí tiempo para echarme un cigarro porque sé que a Antonio le molesta mucho el humo. Aproveché esos minutos, cómo no, para intentar decidir qué decir. Fue entonces cuando reparé en las palabras de Mónica: “era de las mías”.

III
Antonio estaba sentado en un sillón y tenía la cabeza tomada entre sus manos. Lo vi apenas llegar y antes, mucho antes de que nos dejaran pasar porque la puerta estaba abierta. Mónica sólo usa el lenguaje uruguayo conmigo, porque dice que ya le entiendo todo, y cuando se enoja. Es verdad que ya comprendo sus palabras pero al principio fue un auténtico relajo. Como cuando comenzamos a hablar de vivir juntos y me dijo “por supuesto que sí, pero tené claro que conmigo nada de gurises”. Ni idea tenía de qué quería decir eso y lo único que descarté fue algo sexual, hasta que me explicó que le encantan los niños pero sólo los ajenos. Y esa tarde se enojó porque el policía de guardia no nos dejaba pasar hasta que le gritó “mirá, botón pelotudo, vamos a entrar aunque no quieras porque él nos necesita”, tras lo cual le dio un empujón y entró. Afortunadamente para ella el que parecía un oficial o comandante le hizo un gesto al custodia y así nos dejó pasar. Lo abracé mucho, fuerte, aunque eso de sentir a un hombre llorando apoyado en mi hombro no sólo me pasó pocas veces, no creo que más de una, sino que saberme el único que poseía un dato que lo afectaría profundamente me perturbaba mucho. Había subido las escaleras preparado para oír algunas frases muy típicas en situaciones similares, como por qué a mí, por qué tuvo que pasar esto o qué voy a hacer sin ella. Pero Antonio no decía nada, sólo lloraba. Mientras se apoyaba en mí, dos policías salían de su recámara cargando una bolsa negra sobre una camilla, en la que supuse estaba el cadáver de María.
- Llevaremos el cuerpo al forense, explicó el oficial, y en unas horas podrá pasar a recogerlo. Con ustedes, agregó dirigiéndose a Mónica y a mí, me gustaría me brindaran unos minutos, quiero hacerles unas preguntas.
Afortunadamente sonó el teléfono y Antonio fue a atenderlo.
- Mi nombre es Jorge Carrasco Romero y soy comandante. ¿Vieron algún movimiento raro en los últimos días u horas?
- ¿Cómo qué?, respondió con pregunta Mónica.
- Miren, este es un crimen extraño. O el asesino tenía llave o la señora le abrió la puerta, porque las cerraduras están intactas. Lo vamos a interrogar, pero casi por completo desecho como sospechoso a su marido, así que quizás, como veo que son amigos, sepan de algo... digamos anormal...
- ¿Qué está insinuando?, volvió a preguntar ella y me imaginé la escena que seguiría porque conozco esa forma de relampaguear de sus ojos.
- Nada, nada en especial, pero quizás tenía un amigo o varios al que hizo o los hizo pasar y se generó alguna discusión. Es extraño, les decía, porque la señora fue estrangulada en su propia cama, estaba desnuda cuando llegamos y...
Yo pensaba qué decir o si no decir nada mientras Mónica insultaba al tipo de todas las maneras imaginables y en todos los idiomas que conoce, porque mezclaba palabras mexicanas, uruguayas e inglesas, a cual peor cada una.
- Mire, señora, yo no estoy hablando mal de la difunta, simplemente le digo lo que vi. Ahora, tengo de experiencia casi tantos años como los suyos y esto no parece una violación, no hay ningún signo de lucha ni de forcejeo. También, eso es verdad, pudo haber sido bajo amenazas pero seguimos con la misma incógnita, ¿cómo entró?
- Comandante, dije para intentar suavizar la situación, tengo muchos años de periodista y como algo sé de esto, en parte coincido con usted. Nada más que mi mujer también tiene razón, el hecho de que haya cuestiones extrañas no le da derecho a juzgar mal a la señora.
Fue la peor frase que pude haber dicho. El tipo, de unos sesenta años, con cabello canoso, riguroso traje y corbata, a cual de más peor gusto, y una panza cervecera, me miró fijo varios segundos y soltó
- Es evidente que ustedes saben algo porque en ninguna de mis palabras hubo juicio alguno, en absoluto, así que si tanto se enojan por la posibilidad, que vuelvo a repetir yo jamás mencioné, que la difunta tuviera un amante, es porque algo hay y ustedes lo saben.
Eso fue el acabose. El tipo no se dio cuenta que cuando dijo sus últimas palabras Antonio ya había vuelto a estar junto a nosotros así que las oyó y no tuvo peor idea que desmayarse, mientras Mónica le asestaba una cachetada al comandante y los policía hacían fuerza y maña para poder sacar la camilla con el cadáver por la puerta, y yo no sabía si primero auxiliar al caído, contener a mi mujer porque pensé que podría ir a parar a un calabozo y con su belleza y el carácter fuerte que tiene hubiera sido lo peor, pedirle disculpas al comandante y llevármela o, de una vez por todas, contar lo que había oído en la noche. El comandante, además, cuando Mónica le dio la bofetada abrió su saco y alcancé a ver que ponía la mano derecha sobre la cacha de su pistola.
- Usted es un cerdo! ¡Un machista que piensa que todas las mujeres somos putas! ¡A ver si de su madre y de sus hijas piensa lo mismo!, vociferaba Mónica, ya sujetada por un policía, mientras otro uniformado sentaba a Antonio en uno de los sillones y uno más traía papel higiénico mojado para pasarle por la frente. Un auténtico caos.
- Comandante, dije yo, disculpe a mi mujer, está muy nerviosa y dolida por lo que pasó, mientras la tomaba por un brazo y la alejaba unos metros.
Los ánimos comenzaron a serenarse cuando unos minutos después Mónica tomó de la mano a Antonio y se lo llevó a la cocina. Afortunadamente, Carrasco Romero tomó el golpe en su mejilla como un arranque de histeria, aunque se notaba que trataba de dominar la furia, porque me dijo haría bien en tranquilizarla, de todas formas nosotros ya terminamos aquí, iremos a procesar las huellas que encontramos y necesitamos el informe del forense. Si es como sospecho, que la señora tuvo relaciones sexuales antes de ser asesinada, volveré a comunicarme con ustedes. Deme sus nombres y teléfonos donde los pueda localizar.
Se los di, ¿qué podía hacer? Aunque en un rayo de lucidez le dije mire, comandante, no sólo ellos son vecinos a los que apreciamos mucho sino que además sabrá que a los periodistas nos gusta hurgar en todo, así que le pido la inversa, por qué no me deja su teléfono y así yo lo llamo, ya sea que recuerde algo extraño, como usted pidió, o a lo mejor alguna cuestión que le comentó María a mi esposa, ya sabe, entre mujeres se cuentan cosas.
Cuando el departamento quedó vació me senté en un sillón, rodeado de plantas del más diverso tipo, tamaño y color, cuando la oscuridad del crepúsculo comenzaba a invadir ese sexto piso. Era rara la vez que al llegar a esa sala María no me mostrara alguna nueva maceta, en ocasiones pequeños cactus y en otras algunas de gran tamaño, cuyo nombre ignoro, y siempre me pregunté cómo sabía cuáles correspondía regar y cuáles no. Alguna ocasión le pregunté a Antonio si él también las amaba y riéndose me dijo que no, que para amores le alcanzaba con María, y además, agregó, yo ni siquiera sé cómo se tratan ni dónde las compra ni mucho menos cuándo, tan ocupada como está con sus pacientes. En cambio, y en eso nos parecemos, él tenía un gusto especial para los muebles, alguno de los cuales compró y otros mandó hacer y la pulcritud con que estaban amuebladas la sala, su recámara, el estudio que ambos compartían y la que sería la habitación del bebé, el que ya no nacería, era impecable. En lo poco que lo conocí, Antonio era la imagen del orden y metódico para todo, jamás impuntual, y a su sala, Mónica, que es bastante irónica, la llamaba “el museo”, porque todo estaba perfectamente ordenado y por supuesto sin jamás un rastro de polvo. Alguna vez ambos comentamos que Antonio tenía fotos de su familia, y en cambio María ninguna de la suya. Quién sabe, dijo la uruguaya, a lo mejor es como la mía.
Excepto la de mi padre y algún tío, la muerte no era cercana a mí y estaba abrumado, solo, mientras algunas voces me llegaban de la cocina. Pensé si no ir hasta allí y participar en lo que supuse serían los intentos de Mónica de consolar al viudo. No tenía idea de qué le estaba diciendo, pero a diferencia de mí para ella la muerte no le es ajena. Había matado al capitán de navío que tenía por padre. Dejándolo seguir viviendo. Eso no lo hace cualquiera. Ella, también, me sacó de mis cavilaciones.
- Amor, te traje café. ¿Por qué no vienes con nosotros? Creo que a Antonio le haría muy bien sentir tu presencia. A mí, ni se diga.
Fui. Apenas alcancé a entrar cuando él me lanzó la pregunta
- ¿Tú también piensas como Mónica, que lo que el cabrón ése dijo es porque sí o crees que María tenía un amante?
- No lo sé, ninguna de las dos cosas, por qué lo dijo y si se dio o no, aunque, la verdad, no creo que te debas martirizar con eso. Para mí, y también para Mónica, porque muchas veces lo comentamos, ustedes se vieron siempre como una pareja muy feliz, así que creo ése es el recuerdo que debes guardar.
Pocas veces en mi vida me sentí tan hipócrita. Porque además sentía que pudieron haber sido para mí los gritos que Mónica le dio al comandante. Yo descarté de inmediato que María pudiera haber tenido esa noche sexo casual, a lo mejor muy bebida y quizás cuando tomó conciencia de lo que hizo se arrepintió y por eso la estrangularon ¿Y por qué no? ¿O no nos pasó a muchos de habernos acostado con la persona equivocada? No, de inmediato pensé en un amante, lo cual significa engaño, mentira, ocultamiento y hasta burla del engañado: tú de viaje de trabajo y yo revolcándome a gusto. Supongo que tengo una buena dosis de machismo, como poseemos todos los hombres o casi todos, pero en ese momento me sentía una basura. El sonido del timbre, insistente, me permitió distraerme, aunque alcancé a resolver que debería hablar de inmediato con Mónica, y contarle no sólo los ruidos de anoche sino todos estos pensamientos. Y hasta pedirle disculpas.
Eran las dos hermanas de Antonio. La menor, creo que de treinta, una chaparrita menuda y divertida a la que había visto algunas veces y en ese momento corrió a abrazarlo; y la mayor, una tipa de cuidado, que con él incluso ejerció de pequeños casi de madre, con una cara de sargento de aquellas y que entró, seria, saludó a Mónica y a mí y a él sólo le dijo “no sabes cuánto lo siento”. Como si no hubiera ganado la lotería.
Ni mi uruguayita preferida ni yo quisimos cenar. Ambos, en cambio, sí nos servimos una copa cuando estuvimos en nuestro departamento, con exactamente la misma distribución que el de arriba aunque aquí no hay habitación para bebé soñado sino una con dos camas en la que muchas veces se han quedado una o mis dos hijas. Habida cuenta que la mayor está a punto de casarse, quizás en un futuro no lejano sirva para que duerma el nieto o la nieta. Sería un consuelo de las veces que intenté convencer a mi mujer de que tuviéramos un hijo. Siempre y cuando al nieto Mónica también la considere “ajeno", si no, voy perdido.


IV Ya de durmió. Menos mal, porque a las 2:00 religiosamente se despierta. ¡Qué tarde, por Dios, qué tarde pasamos! Ver llegar a la policía, enterarme del asesinato de María, siempre tan llena de vida, tan atenta a sus pacientes; oír los gritos de Antonio. ¡Pobre, qué mal está! ¿Quién lo habrá hecho? ¿Y por qué? No tiene lógica, si ella estuvo de acuerdo en tener sexo, ¿por qué estrangularla después? Los hombres son uno cabrones. Todos no, este dormido a mi lado es un ángel. Y para rematarla, lo que Pablo me contó de lo que oyó en la madrugada... y hasta su pedido de disculpas. Ya sé de memoria cuando es sincero, como ahora, o las veces que usa ese tono porque sabe bien que me desarma. Por completo. La primera vez que hicimos el amor, allá en Guanajuato, fue salvaje, bastante salvaje, pero después me dio justo en lo mío, sus palabras, la tecla precisa de este piano desafinado que soy. Por supuesto me gustan sus caricias, sus besos y cuanta cosa hace con y por mi cuerpo, pero a mí me importa cuando habla. Debo ser como la loca aquella de esa película que tenía el clítoris en la garganta, yo lo debo tener en el oído. Uno en cada oído, mejor dicho. Como no quiere hablar de sus relaciones anteriores a mí, mucho menos de su ex, no sé si siempre fue así o si me conocía y se hizo el muerto o alguien le habló de mí, pero es un maestro, deja un mini huequito entre sus labios y mi oído y entre lo qué dice y cómo lo dice y su aliento que me penetra, esta mujer se muere. Ay Dios, mejor pienso en otra cosa porque si no voy a despertarlo y es lo que menos necesita, él también tiene que descansar, el pobre andaba con una cara como nunca le había visto. Éste, el de sus palabras, fue nuestro secreto mejor guardado durante años, hasta que una noche mientras Pablo hablaba por teléfono se lo conté a su hija menor cuando tenía creo que dieciséis. Conmigo sentada en una cama y ella en la de enfrente me divertía ver los gigantescos ojos de asombro que abría. No sé si le habrá servido, se lo voy a preguntar, a ver si su actual novio lo hace. A lo mejor para mí es tan importante por tantos años de silencio que tuve, no en vano el amor, el goce y las palabras en mi caso van los tres juntitos, como los mosqueteros. ¡Pobre María, con su historia y morir así! Para mi fortuna, romper con mi padre fue también romper con la religión, si no hubiera ocurrido a lo mejor preguntaría por qué Dios lo permitiste, pero una ya sabe que es un sádico miserable que mira todas las maldades y no interviene en ninguna. Bueno, ya basta, mañana debo estar muy lúcida, temprano tendré títeres con los más pequeños y luego con los tremendamente difíciles. Y después el velorio, a Antonio no lo voy a dejar solo, no sé si Pablo lo entiende realmente. Yo sí. Somos colegas.

sábado, 26 de julio de 2008

Veinte años

Veinte años

Hoy me estrené. Saberlo me sorprendió, para qué lo voy a negar. También me sorprendió que no hubiera sido antes porque mi mujer es muy bella y a cada lugar donde va se forma una fila de tipos esperando ver si calzan. Quien escribió eso de “veinte años no es nada” no sabía de qué hablaba. O bien no estaba casado y se refería a alguna otra cuestión. Porque en un matrimonio veinte no son años, es una eternidad. Aunque para mi esposa parecen no haber pasado. Cuando conocí a María ella tenía justamente esa edad, veinte, y a mí, con cuatro más, me hizo perder la cabeza por completo, tanto que apenas tres meses después estábamos casados y viviendo en un departamento de la Narvarte. Decir departamento es una exageración, tenía apenas una recámara, la cocina era como de una casa de muñecas y por más imaginación que pusimos no hubo dónde instalar una lavadora.
La pasión, demás está decirlo, a diferencia de nosotros no acababa nunca. Cuando volvimos de la luna de miel, una semana en Oaxaca recorriendo pueblos y comprando cuanta artesanía encontrábamos, mis padres nos invitaron una noche a cenar. Fuimos, muy educaditos, y mi jefe no dejaba de reírse cuando mi madre, al verme, exclamó con asombro “¡Hijo! ¿Qué te han hecho? ¡Pareces un fantasma!”. El rostro de María fue teniendo sucesivamente todos los colores posibles, pero el que más abundó fue el rojo.
Hacía rato no me acordaba de esa anécdota, al fin y al cabo también tiene veinte años. En muchas ocasiones nos hizo reír aunque eran los tiempos en que la risa formaba parte de nuestros hábitos. Cuando se la conté a Alonso y a Raúl, los otros dos mosqueteros, además de testigos de mi boda, con ya varias chelas encima, no se rieron sino que empezaron a exigirme explicaciones de si estaba haciendo quedar bien a la raza. Además, dijo Raúl, o cumples como se debe o en un tiempo no lejano te vas a empezar a rascar la cabeza. No sé si es que no cumplí bien, sí, yo creo que sí, o aquél tuvo algo de adivino porque supuso, previó o imaginó en qué me acabo de estrenar, ser cornudo. Creo que se equivocó porque el tiempo sí fue lejano, veinte años. Debería jugar ese número a la lotería.
Hubo una vez, hace creo una década, cuando pensé que ya me había ocurrido. Tanto era el entusiasmo con que María hablaba de un colega suyo que no sólo me puse celoso sino además varias veces la vigilé cuando salía del hospital donde ejercía, aunque me aburrí porque, salvo un par de ocasiones que fue a verse con amigas, lo cual me constó porque las vi sentadas en la cafetería, siempre marchaba religiosamente a casa. A la cual yo llegaba poco después en plan galán, con un ramo de flores o chocolates; y seductor, de manera que al rato estábamos haciendo el amor como Dios manda -¿dónde está escrito que dijo eso? Lo de creced y multiplicaos no era en ese sentido, y en todo caso nosotros dos nunca nos multiplicamos- de manera que deseché hubiese podido cuernearme.
Yo, tampoco está escrito pero sí es costumbre, algunas veces me eché, como se dice vulgarmente, canas al aire. Frase por demás absurda, primero porque no tenía canas y segundo lo que abundaba no era aire sino jadeos. Fueron todas, si mal no recuerdo, de una vez, salvo con Julieta, que duró como dos meses aunque huí precipitadamente cuando me propuso tuviéramos un hijo. Afortunadamente me lo dijo antes de hacerlo y no como le pasó a Alonso, debió casarse con una vieja a la que no quería pero...
María nunca me dio un argumento valedero sobre por qué no quiso tener hijos, siempre evadía el tema hasta que finalmente, cansado de proponerlo y porque cuando lo hice no tuve éxito, la cuestión fue quedando en el olvido. También en parte por la edad, si ahora tuviera un hijo, aun suponiendo que mi mujer quisiese, no sería el padre sino el abuelo. Además, ¿cómo haría a los sesenta años para entender a una chamaca o un chamaco de apenas dieciséis? No, gracias.
Mi estreno fue inesperado aunque supongo eso les pasa a todos. Me llamó al celular la esposa de uno de mis pacientes, desesperada, porque el hombre tuvo un infarto y era atendido, mal, según ella, en un hospital de Tepoztlán y pidió, me rogó fuese a verlo. Fui. El tipo estaba recuperándose bien y no era cierto lo atendiesen indebidamente, así que me limité a hablar con el médico encargado, le conté de su historial clínico y al paciente intenté convencerlo de que dejase de fumar. Tarea nada fácil, no convencerlo sino que dejase, pero al menos cumplí con mi deber.
Cuando salí fui al estacionamiento y a punto de encender el coche me llamó la atención con cuanto ardor se besaba una pareja en otro auto, relativamente cerca del mío. Me entretuve mirándolos unos segundos, recordando cuando nosotros hacíamos lo mismo en cuanto lugar hubiera a nuestra disposición, y aún cuando no lo había, hasta que decidí que era hora de irme y dejar a esos dos seguir disfrutando. Uno de los dos era María. Pasé a su lado justo cuando sus bocas se separaron así que vi ese rostro que se conserva hermoso, como su cuerpo, el mismo que vi durante cada día de los últimos veinte años. Me quedé helado y sólo atiné a seguir conduciendo, preferí no me viese y pensar qué debía hacer. Después, en el camino de vuelta, me arrepentí. No iba a ponerme a golpear al tipo, nunca tuve interés en aparecer en las noticias policiales, pero al menos pude haber hecho algo para que ella supiese la había visto.
El regreso a Ciudad de México no fue fácil, el torbellino de ideas y posibilidades de qué hacer no cesaba y en más de una ocasión estuve a punto de salirme de la autopista o estrellarme contra los separadores de cemento. El torbellino incluyó el repaso, casi sistemático, de lo vivido en estos veinte años y en especial de cómo actué en los últimos, qué pude haber hecho yo para que María se fijase en otro hombre. No logré acercarme, siempre viví una buena relación, cariñosa, compartiendo muchas cosas aunque, eso sí tuve que reconocerlo, ya no con la pasión de antaño. Pensé que por ahí pudo haberse dado que hoy me estrenase de cornudo, como al hombre lo vi de espaldas no tenía idea de su edad y, quizás, que haya sido más joven fue causa de la atracción. Resolví, en un primer momento, no decirle nada y mucho menos armar escándalo. No, tendría que tener habilidad para hablar mucho y bien de nuestra vida, ver qué podía aparecer por ahí y además comportarme como nunca mientras descubría qué tenía ese hombre y yo no. Y lo que no tuviese conseguirlo, a como dé lugar.
Llegó a casa apenas quince minutos después que yo, o sea se fueron casi de inmediato o el tipo condujo muy rápido. Hola, querido, fue su saludo, el mismo de siempre. Es rara, muy rara la vez que me llama por mi nombre, la palabra querido parecería tenerla siempre lista porque la suelta en cualquier momento. Eso, a veces, me llamó la atención, y cuando le pregunté por qué tenía ese hábito me miró, sorprendida, y dijo “¿qué crees? Porque te quiero”.
Cuando cenamos comencé a hablar del famoso tema, no ese tipo sino cómo fue y es nuestra vida. María aceptó con gusto y la plática fue agradable, tanto así que la seguimos mientras nos tomábamos una copa, sentados en los sillones de la sala. Lógicamente, repasar una vida de veinte años juntos no es corto ni sencillo, aunque no pude descubrir nada por lo cual decirme ahí está, por eso se buscó otro. No, hablaba con la misma tranquilidad y el mismo tono cariñoso de siempre, no se molestó con algunas críticas que le hice, y obviamente yo tampoco con las que me hizo ella, por lo demás acertadas.
Hasta que en un momento, no sé por qué me salió, quizás por lo que pensé en la tarde, casi recostado en ella, que estaba sentada a mi izquierda, dije quizás uno de nuestros más grandes errores fue no haber tenido un hijo. Ella posó una de sus manos en mi mejilla, también gesto muy acostumbrado, tanto como la palabra querido, pero ese gesto me resulta encantador, y soltó
- Hoy estuviste en Tepoztlán, ¿verdad?
- Sí, dije yo, totalmente sorprendido, pensando y ahora qué viene.
- Querido, nunca quise tenerlos porque en estos veinte años hubiera sido imposible determinar quién era el padre.

miércoles, 23 de julio de 2008

Chocolate espeso


Después de un día de trabajo particularmente duro lo que menos deseaba era ponerme a leer, aunque el tono de mi esposa cuando dijo “mira esto”, no dejaba lugar a dudas.
Muy señores míos: el día de ayer mi novio me regaló una caja de chocolates de vuestra marca, porque me quiere y sabe que me gustan mucho. Se lo agradecí, como corresponde, y esta mañana, antes de partir a la escuela, decidí abrir el paquete y comerme uno. Imaginarán cuál fue mi sorpresa cuando de la caja vi salir una cucaracha. Tuve la delicadeza de no comentarlo hoy en mi clase, ni con los demás alumnos ni con los profesores, a la espera de ver cuál actitud tomarán ustedes. Muy atentamente. Marcela Escandón Ramírez.
.Mi sorpresa era total. Primero, no sabía que Marcela tenía novio, algo que a sus catorce años es previsible aunque a cualquier padre lo toma por sorpresa. Por ejemplo, ¿qué era eso de “como corresponde”? ¿Con un beso? ¿O aún peor, con varios? Y finalmente, ¿qué pretendía, que le mandaran otra caja?
No te preocupes, dijo mi esposa, todo es mentira, y justamente eso es lo grave. No tiene novio y tampoco nadie le regaló bombones de manera que no hubo ninguna cucaracha. ¿Entonces? Lo hizo para chantajearlos. ¿Y cómo te enteraste? Porque hoy en la tarde la llamaron por teléfono, le pasé el aparato y presté atención cuando la escuché decir “haga el cheque a nombre de mi padre, Jorge Escandón”. Colgó el teléfono y no podía aguantar la risa. A mí, que aún no sabía de qué se trataba, me la contagió, hasta que la obligué a contarme todo. Me confesó que va a llegarte un cheque por cinco mil pesos, como regalo o compensación para ella por parte de la empresa.
Ahí el que se empezó a reír fui yo. Marcela, desde niña, fue muy ocurrente, y a veces contaba historias alucinantes con tanto énfasis, tan detalladamente, que nos hacía dudar si eran o no ciertas. En ocasiones temí que esa facilidad para las fantasías la volviera mentirosa aunque por lo que pude comprobar no lo era. Hasta ese día.
- ¿Y qué le dijiste?, pregunté a mi mujer.
- Le pegué una buena regañiza pero con calma, explicándole que había hecho una trampa, que eso está mal, que de ninguna manera ibas a aceptar ese cheque y que si volvía a hacer algo parecido se olvidara de alguna vez ir a una fiesta.
Yo no podía dejar de reírme. Ésa siempre fue una diferencia con mi esposa, ella cree que los castigos son válidos y yo que no, sólo son útiles en un caso muy extremo pero lo importante es hablar con los hijos, bueno, la hija, que es única, porque la mayor parte de los castigos no sirven para nada útil. Además, ¿cómo iba a hacer para no dejar ir a una fiesta a mi princesa?
Al día siguiente, cuando la llevaba para la escuela hablé mucho con ella, y Marcela conmigo, y finalmente terminamos empatados: yo iba a recibir el cheque sin contarle a su madre, le regalaría un celular, guardaría su dinero y ella prometió que nunca más volvería a chantajear. Como mi esposa no sabría nada, podría seguir yendo a fiestas. Ah, agregué yo, y nada de novios.
Eso fue un martes por la mañana. El viernes, que ya tenía el celular, me llamó a la consultoría y con una voz seductora -si será canija- me propuso que la invitara a almorzar. Fuimos. Cuando comíamos el postre me preguntó si le pareció bien escrita la carta a la fábrica de chocolates. Sí, le dije, y pese a tu mala acción me dio gusto porque vi que sigues redactando muy bien. ¡Ay, qué lindo eres! Entonces a ver cómo ves ésta, me dijo con una sonrisa capaz de derretir a una piedra.
Muy señores míos: les escribo para expresarles mi indignación por lo ocurrido. Cuando anoche llegué a mi casa, donde me esperaba mi novio, comenzamos casi de inmediato con los prolegómenos de hacer el amor e imagínense mi sorpresa cuando descubrí que los calzones que ustedes fabrican y había comprado en la mañana tenían un hoyo, exactamente redondo, en el lugar menos apropiado. Le hice prometer a mi novio que no lo comentaría con nadie hasta que yo me comunicara con ustedes y saber cuál resolución tomaban. Atentamente. Marcela Escandón Ramírez.
No podía dejar de reírme. No sólo por la ocurrencia sino por eso de “los prolegómenos” que, le expliqué, es una expresión en desuso y más aún para describir el momento anterior a tener relaciones sexuales. Aunque tú de eso no sabes, agregué. Sí, respondió, mejor dicho no, no sé, pero ¿y qué tal si a ti te hubiera ocurrido? Me habría reído, le contesté. Pues mi falso novio no, está tan furioso como yo, cosa que les haré saber cuando me llamen porque habrás visto que agregué el número de mi celular, así que prepárate para la semana que viene cobrarme otro cheque.
Yo estaba atrapado. O así me sentía. Ambos ya habíamos hecho trampa, ella con la carta y yo con haber cobrado el cheque y no haberle dicho nada a mi mujer. Pero además, para qué voy a mentir, el asunto me causaba mucha gracia y no le veía tanto de malo, finalmente eran locuras de niña que un día, no muy lejano, se iba a aburrir de ellas e inventaría otra cosa.
Pero no fue así, durante meses, semana a semana, yo cobraba cheques de las empresas más diversas a las que Marcela chantajeaba sin pudor por las cosas más inverosímiles: patines sin una ruedita que compró para uno de sus hijos, cajas que en vez de cinco pañuelos traían cuatro y cuanta cosa pudiera venir fallada, en menor cantidad o con algún bicho. La vez más graciosa fue cuando una fábrica de jugos, en uno de los cuales supuestamente encontró una mosca flotando, le pidió disculpas y no envió dinero. Furiosa, les dijo de todo, comenzando por ¿ustedes se creen que a mí me van a compensar sólo con disculpas? Para después decirles que pensaba acudir a la prensa y a la televisión “porque aún guardo la mosca, que sigue teniendo olor a mango”. Pagaron, cómo no.
Hasta que una noche, cuando llegué a la casa me dijo tenemos que hablar... a solas. Su carita denotaba preocupación así que supuse algo le había salido mal, pero no pude imaginarme qué sería. Lo que me pasó me pasó por no ser buena hija, comenzó a contarme en su habitación, porque pese a serlo de un economista, yo, como eso no me interesa, nunca te presto atención cuando hablas de economía, si lo hubiera hecho sabría que existen los corporativos y las multinacionales y, más aún, cómo funcionan. Yo la dejaba hablar sin saber ni darme cuenta hacia dónde iba. Les mandé una carta a los fabricantes de polvo de chocolate, ése que se usa para la leche, y hoy me llamaron y me preguntaron qué hago con el dinero porque resultó que son los mismos de los de la primera carta y los de las galletitas de las que dije que había salido un escorpión. ¿Tú crees que me van a llevar presa?
Antes de que preguntara eso yo ya tenía la cabeza en otra cosa: ¿qué pasaría conmigo, quién cobraba los cheques? Como habíamos acordado le guardaba religiosamente el dinero, en efectivo, en mi escritorio, y la última vez que lo conté ya tenía ochenta y dos mil pesos, cifra bastante espectacular para una chamaca de catorce años.
- ¿Y qué les dijiste?
- No supe qué decirles así que hice perder la llamada y desde la tarde tengo apagado el celular.
- Hija, estamos jodidos, porque el aparato lo compró tu mamá a su nombre así que va a aparecer el de ella si investigan y que es mi esposa y yo tu padre, o sea que van a creer es una conjura familiar para sacarle dinero a las empresas.
- Bueno, familiar es, yo chantajeo y tú eres mi cómplice.
- Déjate de tonterías y pensemos qué hacer. ¿Entre las tres veces cuánto dinero te dieron?
- Fueron dos, porque hoy no me dieron nada, los muy cabrones. Doce mil pesos, cinco mil la primera y siete mil la segunda.
- Vamos a hacer lo siguiente. Me vas a dar el nombre de la persona con la que hablaste, mañana lo voy a ver, devuelvo el dinero y les digo que no sabía nada del asunto, que fue una maldad de niña y por favor te disculpen, que nunca más lo vas a volver a hacer.
- ¿Y que los cheques hayan estado a tu nombre?
- Pues no sé, quizás me dijiste que eran trabajos que hiciste para una amiga o algo así. Esta noche lo pensaré bien, por ahora a cenar que si no lo hacemos tu mamá va a sospechar algo turbio.
Antonio López Orozco me recibió de inmediato, como buen gerente de Relaciones Públicas. Una oficina amplia y cómoda, bien puesta, con gusto y sin lujos. Me hizo sentar frente a él y apoyó los brazos en su escritorio. Al entrar vi en un sillón a un hombre, de traje y corbata, que muy educadamente me dio la mano cuando nos presentaron aunque ninguna atención presté a su nombre.
Le di toda la explicación que había elaborado ante Marcela y perfeccionado en la noche, porque bastante intranquilo estaba y me costó dormirme. El hombre me contó que tenía también una hija, de quince años, y sabía muy bien que son capaces de pensar y hacer cualquier travesura, y agregó, “ya sabe, aún son mezcla de mujer y niña”. Le di el dinero, que había sacado de mi cuenta del banco porque aún no había ido al escritorio, donde bajo llave tengo guardado el de Marcela. Estuve a punto de sonreírme porque pensé que si al fin y al cabo éramos cómplices me correspondería una parte, pero eso ya hubiera sido un exceso, me bastaba con que acabara sus chantajes. El hombre contó los veinticuatro billetes de quinientos pesos cada uno y miró al otro, que había permanecido en silencio o al menos así me pareció. Se paró y yo hice lo mismo. Nos dimos la mano, con los clásicos mucho gusto de haberlo conocido y estoy a su disposición. Esa última frase, mía, pareció inspirarlo, porque dijo “en realidad está a disposición de él”, mientras sentía que me echaban atrás los brazos y me esposaban

martes, 22 de julio de 2008

Manuelita

(Aclaración para no mexicanos: manuela es masturbarse)

Fue un escándalo, un auténtico escándalo. Aunque yo no tuve la culpa, fueron los demás. Llevaba cientos de viajes en avión así que cuando se encendió el alerta y el capitán pidió nos abrochásemos los cinturones de seguridad, no le presté mayor atención, pero sí hice caso. Uno ya sabe que en recorridos largos y según la ruta que se use las turbulencias son comunes. Sin embargo, pese a mi optimismo, ésta se puso fuerte y el avión empezó a sacudirse en serio. Como temí, más de uno se puso a rezar y noté varios gestos de angustia en algunos pasajeros. Yo, tranquilo. Hasta que la aeronave empezó a moverse para todos lados. Pensé si me habría llegado la hora, algo que a los treinta y dos años uno no cree le va a ocurrir, nadie piensa en la muerte a esa edad, salvo quienes tienen una enfermedad terminal. Mientras el avión continuaba zarandeándose, medité si debería hacer un recuento de mi vida pero me dije no, si tenía que morir que fuera en medio de un orgasmo. Eso lo había pensado varias veces, que la mejor manera de fallecer sería haciendo el amor. En cuyo caso no yo, obviamente, pero sí algún otro podría escribir una novela, amor mortal. Y como no tenía mujer junto a mí, porque estaba sentado del lado del pasillo en un asiento de tres, el del medio vacío y el de la ventanilla ocupado por un hombre más o menos de mi edad, resolví masturbarme. Lentamente, porque los aviones no caen de improviso y si el mío caía aún habría tiempo de alcanzar el orgasmo. Mi compañero de asiento me miró con cara de asombro y no sé si tuvo el mismo pensamiento que yo o qué pero empezó a imitarme. Eso ya estaba mejor, aunque no fuese por una mujer sentirse acompañado con la manuela es importante. Así que ambos le dábamos, lentamente. Hasta que, cuándo no, pasó por allí una azafata y al vernos gritó ¡señores!, en un tono tan elevado que nos miraron otros, del asiento de cuatro de al lado y algunos de atrás. Nosotros seguimos, impasibles, pero claro, del costado que yo estaba pude ver que varios nos empezaron a imitar. Visto su fracaso en que nos detuviéramos, la mujer optó por marcharse, lo cual no le resultó fácil porque con semejante movimiento, el del avión, no el de nuestros dedos, tenía que hacerlo agarrada con ambas manos y aún así lo hizo con muchas sacudidas. El hecho me vino bien, nos vino bien a todos porque así tuvimos un bonito trasero para inspirarnos. Aunque lo que no preví fue qué resolvió y me di cuenta segundos después cuando se escuchó la voz del capitán, que enérgicamente dijo “en unos minutos más abandonaremos la zona de turbulencia así que les exijo a todos los que se están masturbando que dejen de hacerlo”. Yo, la verdad es que dudé, porque si no iba a morir para qué seguir haciéndolo, pero como si la Naturaleza le hubiera querido decir al piloto me vale madres lo que piensas, en ese momento la aeronave empezó a perder altura y velocidad, de manera que le di con más entusiasmo aún. Como todo fue en cuestión de segundos, alcancé a oír y ver varias bofetadas, femeninas, así que supuse que más de uno había optado por la cinco contra uno, aunque no sé si, como a mí, a todos les ilusionaba morir en medio de un orgasmo o simplemente tenían una bonita vecina de asiento. O a su novia o esposa, vaya uno a saber. Ese pensamiento, nada metafísico, me hizo recordar a Gabriela, mi peor es nada, y dudé si lloraría amargamente por mi muerte o pensaría por fin me lo saqué de encima, en ambos sentidos, el físico y el alegórico, porque era la posición más común entre nosotros, salvo cuando íbamos al cine. En ese momento la interrupción no vino del capitán sino de una mujer, que se puso de pie, lo que me sirvió para calcular tendría unos setenta años, y vociferó “¡este avión está lleno de degenerados. Es una vergüenza!”. Para mi sorpresa, porque desde que nos sentamos no había abierto la boca, mi compañero de asiento le gritó “¡cállese, bruja, que estamos muy bien!”. Yo no pensé hacerlo porque hubiera tenido que dejar a Manuela, pero cuando vi que desde distintas zonas del avión muchos hombres aplaudieron, pues también lo hice. Instantes después varias mujeres se pararon y, agarrándose como podían porque el avión no cesaba de sacudirse, se quedaron de pie en los pasillos, con lo ojos cerrados, no supe si para no ver el espectáculo que dábamos o para soñar con que dejábamos de hacerlo en solitario y nos acoplábamos con ellas. No, deduje, no es por eso porque se persignan continuamente. Y sin embargo, como todo llega a su fin, la turbulencia también, el avión se estabilizó, recuperó velocidad, dejó de sacudirse y se apagaron los letreros de que debíamos mantener abrochados los cinturones. Bien, pensé, no pasó de un susto. De manera que dije se acabó, lo de las manos, además de las sacudidas, y cuando estaba guardando mi aparato, primero desde un asiento de atrás, luego de los del medio y al final desde todos los puntos del avión comenzó a escucharse un grito, al principio de uno o dos y después de muchos: ¡”tur-bu-lencia, tur-bu-lencia!”. Quién lo hubiera dicho.

lunes, 21 de julio de 2008

Historias de vida


Dudó si esperar que regresara su esposo, como acordaron, pero la ansiedad pudo más y se lanzó a la calle. Ese jueves era un día importante y supuso no podría soportar la espera de las seis horas que aún restaban para que volviera su marido y poder ver el diario. Hola Lupe, la saludó una vecina a la que apenas devolvió el gesto y sonrió pensando que ya no estaba en edad de caminar tan rápido. Llegó al puesto de periódicos y eligió el que deseaba. Pasó las páginas y encontró lo que buscaba: ahí estaba el seudónimo que eligió su hijo menor para escribir su primera Crónicas Urbanas, como decía arriba de la columna, y más abajo el título, "Teresita duerme sola".
La vuelta al hogar fue mucho más lenta. Pensó si leer mientras caminaba pero se dijo mejor no, a los setenta y dos años una no está para correr el riesgo de caer y lastimarse. De todas manera el regreso fue despacio porque a cada habitante de la cuadra, en la Merced, le mostraba la hazaña de su “bebé”, como lo llamó muchas veces por años para hacerlo enojar, aunque ya se había transformado en un juego de ambos, ella le decía así y él simulaba que se encabronaba.
Ni Lupe ni su esposo, Amílcar, le creyeron cuando les contó que en un periódico le dijeron que sí, que escribiera anécdotas de la ciudad. “Humanas, no rollos”, me dijo el Jefe de Redacción, les explicó esa tarde, antes de ir a buscar a su esposa al trabajo, para quien compraría flores, explicó, porque hoy es un día para celebrar. Los padres se miraron entre sí con cara de incógnita cuando les explicó con cuál seudónimo firmaría, Pericles. Ése no es nombre de cristiano, soltó Amílcar, y el hijo debió explicarles que fue el primer ateniense en hacer para todos la democracia griega, “lo mismo que a nosotros nos hace falta alguien haga, democratizar la democracia. Y no es nombre cristiano porque cuando vivió a Cristo aún le faltaban como quinientos años para nacer”.
Sentada, con los lentes puestos y un té de manzanilla sobre su regazo, Lupe comenzó a leer la nota de Carlos Adolfo, nombre con el que su esposo no quiso lo bautizaran porque dijo era de telenovela. Aunque pudo convencerlo, como ya había ocurrido con sus anteriores nueve hijos. A medida que avanzaba en la lectura el rostro de la mujer fue pasando por diversas fases: primero asombro, después incredulidad, más tarde espanto y finalmente dejó el periódico en el brazo del sillón, bebió té y se preguntó qué hice para que este hijo me saliera así. La nota relataba vida y obra de la más veterana prostituta de la zona, sus comienzos, cuando era casi una niña; los abortos e hijos que tuvo; los golpes que soportó y concluía describiendo su soledad, especialmente en las noches. “Si Teresita volviera a nacer quizás repetiría su vida pero su deseo, su único deseo, sería nunca más dormir sola”, decía el último párrafo.
- ¿Leíste lo que escribió Carlos Adolfo?, preguntó horas después a su esposo mientras le servía la comida.
- Sí, fue la lacónica respuesta.
- ¿Y?
- ¿Y qué?
- ¿Cómo y qué? ¿O te parece bien que se haya estrenado hablando de una prostituta, que además tiene su parada en nuestra esquina?
- Sí, no le veo nada de malo. Sólo le faltó decir que hoy fue su estreno de periodista, el otro lo tuvo con ella.
En la conversación telefónica con Nayeli, su nuera, a Lupe no le fue mejor. La joven estaba feliz y parloteaba de cuantas veces revisó su marido esa nota hasta que consideró estaba bien “¿y quiere le cuente algo? Anoche casi no dormimos y hoy se fue de madrugada, no sé cómo volvió sin ser asaltado, para conseguir el periódico y comprobar que estaba publicada”. Optó por dejarla hablar y no decirle que le daba vergüenza que de esas cosas escribiera su “bebé”. Quizás, pensó, haya sido sólo hoy y las siguientes sean de otra manera. Le pidió que cuando su hijo volviera la llamara por teléfono y resolvió que sólo lo felicitaría, no le diría la impresión que le causó leer sobre Teresita. Con quien nunca había hablado, tan sólo cruzaba los buenos días, vecinas, al fin y al cabo.
El ritual de compra del periódico se repitió la mañana siguiente, caminando a igual velocidad ya no sólo para ver la nota de su hijo sino sobre todo enterarse de qué o quién escribió. Apenas ver el título supo del que se trataba: "Chuy dedos largos". Ya con el nombre reconoció al personaje a que se refería, pero si hubiera tenido dudas se habrían ido con lo de dedos largos. “Yo trabajo en el Metro”, solía decir Chuy para no explicar que en sus vagones pasaba horas y horas hurgando en bolsillos y carteras ajenas cualquier cosa de valor que allí hubiera. Además de dinero, claro. Incluso, una vez quiso regalarle a Lupe un portarretratos pero ella se negó terminantemente a recibirlo.
“Mira, mamá, te guste o no estos personajes existen, no los inventé, son reales, tanto así que tú misma los conoces. Pero hay mucha gente que no y menos aún saben de sus vidas, por qué llegaron a ser como son. Todos nos enojamos cuando nos roban dinero en el Metro, eso es lógico, ¿pero alguna vez te pusiste, tú o cualquiera, a pensar por qué alguien hace una cosa así? Ah, verdad. Pues yo voy a seguir haciendo eso, contar sus vidas. Aunque no siempre serán historias de gente, también de costumbres que tenemos, de lugares que pocos conocen y a lo mejor hasta de mis padres. ¿Cómo la ves?”
No se lo dijo pero cuando él terminó de hablar se sintió orgullosa del hijo más pequeño, que a los veinticuatro años ya estaba casado con una mujer que aunque no cocinase tan bien como ella a Lupe le gustaba mucho. Varias veces dudó si eso a él importaba o no, hasta que llegó a la conclusión de que sí porque cada vez que venían a comer Carlos Adolfo elegía lo que iba a preparar “mi santa madrecita”. Amílcar, por su parte, también continuaba comprando el periódico para leer en el trabajo las notas de su hijo, pero en un gesto de generosidad del cual nadie, salvo él, sabía el porqué, lo regalaba antes de irse. Era el único en el taller en tener un familiar periodista, lo cual provocaba reacciones mezcladas, desde quienes lo admiraban hasta los que se burlaban porque “de eso no va a vivir, algún negocito turbio tendrá por ahí”.
La noche de la séptima nota se fueron a acostar más temprano que de costumbre. También era jueves porque los domingos no aparecía Crónicas Urbanas, su lugar lo ocupaba una columna política. Vieja, no te duermas que vamos a ver el noticiero, advirtió Amílcar y Lupe no dijo nada, supuso que habría entrevista a alguna de ésas con poca ropa o quizás a un futbolista del equipo de su esposo. Abrió mucho los ojos y se sentó cuando se dio cuenta que el entrevistado era su “bebé”. Ahí estaba, igualito, de playera y pantalones de mezclilla mientras una mujer le hacía preguntas que respondía como siempre fue, con bromas aunque diciendo cosas serias. “A hacer esto me enseñaron mi padre y mi madre, no porque escribieran sino porque siempre, a todos los hijos, nos contaban historias, de manera que fuimos aprendiendo que detrás de cada pantalón o de cada vestido hay un ser humano distinto y todos, sin excepción, necesitan que alguien cuente cómo vive, qué piensa, cuánto sufre o cuáles son sus anhelos”. Cuando apagaron el televisor y la luz se besaron, abrazados, largo rato.
El viernes Lupe resolvió que no iría por el periódico, no sólo era un gasto extra sino que podía esperar lo trajese Amílcar, como le pidió cuando se despidieron, ya había pasado una semana y no tenía tanta ansiedad como en días anteriores. Fue al mercado y cuando volvió se dedicó a pelar papas y chícharos aunque notó se cansaba más de lo acostumbrado. Preparó el té de manzanilla, se sentó en su sillón, lo bebió poco a poco y se dio cuenta que se adormecía. Bueno, pensó, no tiene nada de malo echarse una siestita, al fin y al cabo tengo tiempo de sobra. Soñó con su “bebé”, al que daban un premio por escribir tan bien
No tuvo oportunidad de levantarse. Apenas de despertar. Un hombre la tenía alzada por las axilas y de los otros dos, con pistola, uno gritaba “¿dónde está ese cabrón, donde está tu hijo?”. Las vecinas, alertadas por los ruidos, la encontraron desangrándose por los cuatro balazos.
La nota de ese viernes tenía como título "Las narcotienditas nos invaden".

domingo, 20 de julio de 2008

Zombi


Zombi

Mi situación es realmente catastrófica, estoy al borde del abismo O, para que ustedes dos me entiendan bien, de un precipicio, y para caer bastaría un empujoncito o algo de viento, aunque más bien sería un agujero negro, esos que según dicen tenemos todos en algún rinconcito del alma y en el que no conviene meterse porque vaya uno a saber con cuáles sorpresas se encuentra. Ya no sirve pensar hoy mejor no me hubiera levantado de la cama, porque todos los días son iguales. Y muchos peores. Llevo seis meses desempleado, no tengo ni un peso, mi mujer se largó y se llevó hasta el perico, en este semestre murió mi padre, mi equipo descendió y el gato... bueno, no sé si es posible pero parecería que quiere pasarse a la banqueta de enfrente, se volvió un auténtico mariposón. Hablando de banqueta, después que mi mujer se fue, como mi casa no tiene jardín y hacía calor, varios días sacaba una silla a la calle y me dedicaba no sólo a dejar pasar las horas sino también a estudiar al personal para intentar que algún alma caritativa, femenina, me refiero, pasase frente a mí y este hombre pudiese sacarse las ganas. Inútil. Así como los animales huelen el miedo de los humanos llegué a la conclusión que las mujeres olían mi situación de fracaso y casi todas cruzaban a la otra acera cuando se acercaban a mí. Ya que dije olfato, descubrí que el mío estaba castrado. Mi despido fue de improviso y ni siquiera me dejaron terminar la jornada laboral, normalmente hasta las 18 horas, así que salí a la calle con mi cheque de indemnización poco después del mediodía y llegué a casa como cinco horas antes de lo habitual, para encontrar a mi mujer encuerada, despatarrada en un sillón, vaso de tequila en mano, y cuando me vio huyó, literalmente huyó a bañarse. El que también huyó fue quien tocó el timbre mientras ella seguía en la regadera cuando el que abrió la puerta fui yo. Dedujeron bien: era, iba a ser, mejor dicho, su segundo tipo del día.
Por supuesto hubo más catástrofes en este tiempo, en mi caso no más de lo mismo sino cada cosa y cada día peor. Tuve que desempolvar el currículum y actualizarlo porque después de trabajar tres años en la misma empresa y con todos los estudios que había adquirido necesitaba agregarle varias cuestiones. Y pese a que lo envié a todas las direcciones que conocía y aun a las que no y encontré por Internet, la respuesta fue siempre la misma: cero, palabra inventada por los hindúes y contra lo que algunos creen no es sinónimo de nada. Por ejemplo, yo pude haber dicho que no conseguí nada pero la cosa fue aún peor porque hubo cero propuestas y hete aquí que cero es el resultado de restar los mismos números y eso fue lo que ocurrió, recibí similar cantidad de correos electrónicos a los que envié diciéndome no, gracias.
En fin, estos son simplemente algunos detalles para ilustrarlos a ustedes sobre cómo y por qué llegué a estar como estoy. Porque no tendría sentido hacer la enumeración de todo lo que me salió mal, nos pasaríamos horas y no alcanzarían los pañuelos de papel para que sequen sus lágrimas o bien dentro de diez minutos estarían tan hartos que alguno soltaría un “¡ya párale, pinche buey, que nosotros no somos tu jefa!”. En cuyo caso yo debería hacerles saber que desde la muerte de mi padre mi madre está tan shockeada que no habla ni oye, así que tampoco puedo recurrir a ella.
Aunque no los reuní para explicarles todo esto sino otra cosa. El día que me corrieron de la chamba yo estaba bastante distraído porque oía una música muy bonita pero.... cómo decirles, no era alegre, sonaba como una melodía tristona, de esas que tocan a veces en las iglesias supongo que para que nos sobrecojamos más de lo que ya nos sobrecoge el tamaño, ver a Cristo clavado y a los santos con cara de sufrimiento. Algo así. Una noche, hace exactamente cuarenta y cuatro días, valga la paradoja, la volví a escuchar mientras dormía y tuve una sensación placentera, no sé si por ella o porque soñaba con mi ex, hasta que el sonido del teléfono me despertó y me hizo olvidarla. Llamaban para anunciarme la muerte de mi jefe.
Al día siguiente, más bien unas horas después, en el velorio, ya saben, en medio del llanto y el dolor de toda la familia y soportando gente que va por cumplir pero sin ningún sentimiento, fue que me di cuenta: la oigo cada vez que me va a ocurrir algo malo. Hice memoria y recordé haberla escuchado aquel día antes de llegar a casa; en los minutos previos al partido decisivo que los bueyes de mi equipo perdieron y así en cada una de las cosas que me fueron pasando en este tiempo. Todas malas, como ya saben, o se imaginarán. Yo no creo en cuestiones mágicas ni tampoco en el destino, pero algo, algo hay que la hace sonar antes de alguna catástrofe. Además, ya comprobé que la oigo sólo yo, no los demás. Es curioso, porque por un lado me da temor escucharla y por otro siento gusto. Temor porque me pregunto y al rato o mañana qué, cuál nueva hecatombe se me viene encima; aunque también siento placer porque me hace dar cuenta que estoy vivo. No sé si alguna vez a uno de ustedes dos le pasó, supongo que no porque los tres somos jóvenes, yo más que ustedes, y el que voy a decir suele ser un sentimiento de ancianos, cuando creen que ya vieron y vivieron todo lo necesario, pero la verdad es que en ocasiones me siento un muerto en vida, una especie de zombi, y me pregunto para qué diablos seguir viviendo, que es lo que muchos de ellos sienten. No los zombis, los ancianos. Así que por eso recurrí a ustedes, porque hoy en la tarde, hace apenas unas horas, volví a escucharla y me dije ya basta, tengo que ver a alguien que me explique qué está pasando, si necesito una limpia o es que hay algo dentro de mí que convoca a todo lo negativo que le pueda pasar a una persona. Ya sé que usted es vidente y usted estudia fenómenos paranormales, por eso tenía sus teléfonos, porque no es la primera vez que pensé en acudir a gente que sepa de esto, y les agradezco que hayan querido verme de inmediato, en esta cafetería. A cambio se las pongo fácil, no les voy a pedir me digan cuál música es la que escucho, pero sí me gustaría saber qué me pasa y si en realidad esa melodía anticipa cosas pésimas o es simplemente producto de mi imaginación. Ah, y debo agregarles algo, nunca pude aprender la tonada así que no es que simulo oírla porque yo mismo la tarareo, no, tan así que un par de veces que la oí puse música de rock a todo volumen pero como si nada, igual sonaba en mis oídos. No se muevan, no los ven porque están de espaldas pero entraron dos tipos armados y están despelucando a todos, supongo que ahora vendrán hacia nosotros, o sea que la musiquita me anunciaba esto, que voy a morir, seguro que es a mí al que disparan, lástima, porque vale la pena vivir aunque sea como un zombi, no se dé vuelta, hágase el pendejo.
Híjole mano, cómo sangran por sus agujeros de bala el vidente y el paranormal.