domingo, 27 de julio de 2008

Familias (1)

I

El golpe se oyó seco, fuerte, plomizo.
Como cuando un tanque lleno de gas se voltea. Impactante.
Miré el reloj: 2:45 de la madrugada. Supuse que alguno de mis vecinos del piso superior, Antonio o María, se cayó de la cama. Hasta unos minutos antes, diez o quince, los había oído hacer el amor. Mejor dicho escuché movimientos de la alcoba y lo que pareció un gemido, supuse que de ella.. Volteé hacia Mónica, que no se enteró del ruido y continuaba durmiendo plácidamente. Después de diez años de vivir juntos sabe que ni ella, con todo lo que la amo, logró quitarme mis horas de insomnio. No sé bien cuando inició pero ya llevo varias décadas de mis cincuenta años despertándome a las 2:00 y volviéndome a dormir a las 5:00. También hace mucho que dejé de intentar curas así que adopté la resignación y aprovechar esas tres horas. A veces leo; en ocasiones escribo; otras aprovecho para lavar los platos, ollas o sartenes de la cena o planchar mis camisas; y algunas, como en ese momento, simplemente me quedo en la cama, pensando, soñando con los ojos abiertos y en especial mirándola a ella. Con tantas noches y horas de insomnio conozco de memoria cada cosa de esta habitación, resplandece con luz de luna el espejo que Mónica compró en Pátzcuaro y están a su derecha los mejores títeres que hizo y a la izquierda una foto de los dos en traje de baño, el mío normal, el suyo no apto para cardiacos.
Oí pasos en el piso de arriba. Precipitados. Supuse que quien se habría caído era Antonio y María, como buena médica que es, lo estaría atendiendo. Pensé si subir y preguntarle si necesitaba ayuda. No somos exactamente amigos pero tenemos los cuatro una buena relación porque este departamento lo ocupamos con Mónica desde que comenzamos a convivir y ellos hace cinco años, cuando se casaron. Más de una vez compartimos cenas o idas al cine y hasta lo que cómicamente mi mujer llama nuestros “días de campo”, paseos dominicales cuando hay sol por el Parque México, al que las dos parejas vemos desde nuestros departamentos. En ocasiones, también, los tres me hacen bromas por mi edad, porque les llevo bastante. Mi mujer tiene treinta y cinco, igual que Antonio, y María está por cumplir treinta y tres. Ya estamos designados como padrinos del niño que aún ni conciben porque él no está muy decidido y si asume la paternidad va a ser sólo porque ella lo presiona. Con cariño y hasta divertidamente pero presión al fin. El pobre hombre ya no sabe cómo decir que no. Hace unas noches me contó que cuando destapó la cama para acostarse se encontró con un chupón sobre las sábanas y que cuando riendo se volvió para ver a su esposa ella puso cara de no tener nada que ver: “Parecía un niño con los restos del jarrón roto por él a su lado y el rostro preguntando qué habrá ocurrido”, me explicó. Supongo que pasará poco tiempo antes de que dé el sí. Él vive para su trabajo. Es gerente de Marketing de una trasnacional, sólo lee libros de autoayuda y cómo triunfar y me imagino que tuvo que hacer un esfuerzo para leer las dos novelas que escribí, aunque sus análisis y comentarios fueron muy buenos.
Pero resolví no subir. Pensé que como habían estado haciendo el amor quizás yo irrumpía en situación poco propicia, tal vez se hallaban medio desnudos o simplemente divirtiéndose por la caída de la cama que, nunca hay que descartarlo, puede ocurrir también por exceso de pasión. Con Mónica nunca me pasó pero con alguna anterior a ella, sí.
Como suele ocurrir, con mi mujer no tenemos el ardor de antaño, porque nuestra relación sí empezó por la pasión. Y por el baile. Por el tango, más exactamente. Yo tenía cuarenta, tres de divorciado y uno de haber sido designado jefe de la sección Cultura del periódico, que aún ejerzo. No recuerdo bien por qué resolví ir al Festival Cervantino y participar varios días en su cobertura. Una noche volvíamos con mi compañero de trabajo al hotel y al pasar por una plazoleta nos quedamos oyendo a una orquesta que interpretaba tangos, sin cantante. Yo, como decía mi padre, nací con el tango puesto, no por él sino por mi madre, que sabía y cantaba muchos y cuando era pequeño me enseñó a bailarlo, en ocasiones subido a sus pies. Supongo lo hacía por gusto, diversión y tener un compañero de baile, sin tener en cuenta que no sólo fue la primera danza que se bailó abrazados sino que es la música más sensual que puede haber. Lo cierto es que pese a bailarlo con ella no fui más enamorado que como cualquier escuincle lo es de su madre.
Esa noche aplaudimos al terminar la orquesta esa pieza y estaban a punto de iniciar otra cuando una mujer joven, en pantalones de mezclilla y playera ajustada, con una larga cabellera muy negra, salió al medio de la plaza y preguntó quién baila tango. Le di los papeles a mi compañero, salté al ruedo y apenas alcancé a llegar a ella cuando la música empezó a sonar. Me asusté porque era El Choclo, que no sé por qué los que saben dicen es de las más difíciles de seguir el ritmo. También porque bailaría con una chiquilina de la cual supuse podría ser el padre. Aunque tres o cuatro segundos después me olvidé de todo eso y sólo me dediqué a bailar, mientras comprobaba que ella lo hacía no sólo muy bien sino con una sensualidad descomunal, ayudada por un rostro hermoso y unos ojos verde claro a los que era muy difícil no mirar. Parecía adivinar cada movimiento, cada uno que yo iba a hacer, y lo correspondía con el suyo, tanto que semejábamos una pareja que llevaba años bailando o ensayando. Tanto nos aplaudieron cuando concluyó la melodía que tomados de la mano hicimos una reverencia, lo cual produjo algunas risas, y unos segundos después ella me susurró al oído “si cogés tan bien como bailás... ésta va a ser mi noche de gloria”.
Si fue o no de gloria lo debería decir Mónica, que lo hiciera yo sería presumir o devaluarme, según la respuesta, pero para mí fue la madrugada del amor. El sexo, eso sí lo puedo narrar, fue glorioso, aunque de lo que me enamoré fue de su piel. Se durmió en medio de mis ya sabidas horas de insomnio así que pasé las que restaban mirándola, acariciándola muy suavemente para no despertarla y de a ratos besándola o lamiéndola. Era -es- una piel perfecta. No sólo por su tersura, infinita; no sólo por su color, apenas ligeramente morena; no sólo por su perfección, sin un pliegue, ni siquiera un lunar; sino por la energía que veía y sentía en ella. Hay hombres a quienes les pasó lo que a mí pero con otras características, la voz, la mirada, qué dice (o qué no dice) una mujer, y yo nunca había sentido algo así, la sensación de que jamás podría vivir sin tener esa piel a mi alcance.
La mañana siguiente supe que tenía veinticinco años, una uruguaya que llevaba tres en México y la anterior había sido su primera noche en Guanajuato. Horas y horas caminamos y hablamos bajo el sol de octubre, le hice conocer los rincones más bonitos de la ciudad y cuando al mediodía comencé a escribir la nota que mandaría al periódico preguntó “¿cómo desea que lo acompañe, mi señor?”. Encuerada, respondí sin dudar. Fue la primera vez de una escena que se repitió muchas ocasiones a lo largo de la década que llevamos juntos, aunque con aquella crónica debí haber ganado el Premio Nacional de Periodismo: no sé si fue el efecto mágico de su piel o la calentura que me provocaba tenerla desnuda sentada en una de mis piernas, pero nunca había escrito alguna tan rápido y tan bien. Y mi deseo se cumplió. De las miles de noches que hemos pasado han sido muy pocas las que no tuve a mi lado a Mónica y a su piel, sólo en las que por su trabajo viajan al interior del país o si yo voy a alguna cobertura.
Y esa noche que la veía dormir junto a mí me preguntaba, además de pensar si la caída fue de Antonio o de María, qué habría sido de mi vida si ella no hubiera tenido la idea de preguntar quién bailaba tango, si mi madre no me hubiese enseñado a hacerlo, si no hubiera sido el primero en responder a su llamado y si ella no fuera tan lanzada para el sexo –al igual que para todo- como lo fue en Guanajuato. Ya me sé la respuesta: difícilmente habría conocido este bienestar de vida.
Horas después, muchas horas después, cuando estaba por irme del periódico, sonó mi teléfono y era Mónica. “¡Pablo, Pablo!”, gritó. Me preocupé. El suyo era tono de tragedia. “¡Por favor ven ya, te necesito, te necesitamos, mataron a María!”

II
El edificio era un caos. Patrullas, policías inundando la calle y la entrada y los infaltables curiosos. Creo que todos tenemos una dosis de morbosidad en nuestro interior, guardadita en algún lugar del inconsciente, que pocas veces tenemos la posibilidad de hacer aflorar. Aunque, psicópatas y sádicos aparte, surge sin nuestro consentimiento. El sufrimiento de los demás es parte de ella. Decenas de veces he pasado frente o junto a accidentes automovilísticos y me imaginé los comentarios que nadie o casi ninguno de los que disminuyen la velocidad para verlos dice en voz alta, pero bullen en su interior: “¡Se chingaron!”, o “¡pobre diablo, ¿quién le enseñó a conducir?!” o “¡qué bueno que no me tocó a mí!” o sandeces de igual calibre. También por eso los periódicos más vendidos son aquellos cuyas notas rojas ocupan la mayor cantidad de páginas. Los que nos ocupamos de cosas culturales, los instrúidos, así, con acento en la u, solemos ser mirados de diferente manera por nuestros colegas. Con ironía o desprecio, en algunos casos, porque saben que nuestras notas son las menos leídas del periódico; con orgullo, en otros, porque pueden presumir ante sus amigos que conocen a alguien a quien le importa si tal o cual novela se vende mucho o si fue exquisita la presentación de un ballet; y en algunos como unos ángeles, porque, dicen, estamos más allá del bien y del mal. Tras más de veinte años de trabajar en esta área y quince en el mismo periódico, sé de qué hablo.
Logré entrar después de mostrar mi identificación y que vivía allí. Cuando abrí la puerta del departamento Mónica se lanzó hacia mí, me abrazó y no cesaba de llorar. A raudales. Como cada vez que llora. Aunque, en realidad, en nuestra ya larga relación sólo una vez la vi hacerlo, cuando me contó de su padre. A poco de conocerla le pregunté a qué se dedicaban sus padres y respondió, en tono que no dejaba lugar a dudas, “de eso no hablo. Ni hoy ni nunca, así que no volvás a intentarlo”. Terminantes el gesto y su mirada. Aunque años después, una noche volvimos bastante alcoholizados de una fiesta, riéndonos en el coche de una mujer que conocimos allí, de apellido Sargumoza. Así llegamos a casa, haciendo bromas y relatándonos nombres y apellidos raros que conocimos, y en un momento, mientras nos desnudábamos para acostarnos, soltó “para raros, raro era el mío original”. Me asombró. Para mí siempre había sido Mónica Santa Cruz, que se presta a hacer bromas pero no tiene nada de cómico. Ella también se dio cuenta de lo que dijo y se tapó la boca. Yo apenas susurré ven, siéntate a mi lado, cuando lo hizo la abracé y le pregunté ¿no crees que ya es tiempo de contarme? “El apellido Santa Cruz es el de una tía, el día que cumplí dieciocho años inicié los trámites para quitarme el de mi padre.” Yo la abracé fuerte porque pensé que me alcanzaría uno de esos horrorosos relatos de violación o al menos abuso infantil, que conozco bien. No por haberlos sufrido, ni yo ni alguien muy cercano, sino porque en ocasiones tenemos que darle vuelo en mi sección a películas, libros, testimonios o incluso ensayos que hablan de ello. Quizás, pensé en ese momento, por haber sufrido y logrado salir de algo así tiene un carácter tan fuerte. Me equivoqué por completo. “Castraguchi es mi apellido paterno, el que ya no uso. Como imaginarás, es muy raro, y en mi caso el único que sobrevivió porque mi padre sólo tuvo hermanas. Yo lo quería mucho. Era muy consentidor. Y además sabrás que casi todas las hijas consideramos lo máximo a nuestro padre. No recuerdo si en mi caso fue tan así pero... pero...”. Fue entonces que empezó a llorar, apoyada en mí. Fue fuerte saber que llevaba tantos años con otro apellido, que no es pequeño cambio de identidad, es no sólo desconocer sino también negar los orígenes de uno mismo; y también me pregunté cuánta gente sabría la historia que estaba empezando a contarme. Logré calmarla, abrazándola, diciéndole palabras muy dulces aunque teniendo cuidado de no insistir en que prosiguiera. “En segundo año del Liceo, cuando tenía catorce y ya sabés, es la edad de la peleas con los padres, un día, el primero de clases, se me acercó una compañera que había ingresado ese año y me preguntó si mi papá era capitán de navío. Sí, dije yo, orgullosa. ´Ah, respondió, preguntale si se sintió muy feliz de haberle cortado cada dedo de sus manos al mío, antes de degollarlo. Vos no sé si estarás contenta como lo estuvo él´. Me quedé helada. No supe qué decir. Decenas de imágenes me cruzaron la cabeza. Sabía que durante la dictadura hubo muchos asesinados o desaparecidos pero jamás imaginé que mi padre participara en algo así. Recordé escenas y conversaciones en voz baja de él con mi madre que me habían resultado extrañas y en esas horas empecé a entenderlas. Pensar que a mí me contaba cuentos en la noche cuando era más pequeña, después de un día en que a quién sabe a cuántos había torturado o asesinado, me dio escalofríos. Fui al baño y vomité. Largo rato. Al final de clases me acerqué a mi compañera, con temor, le pedí que me dejara darle un beso y le dije yo no estoy contenta, estoy avergonzada, no tengo nada que ver con mi padre más que soy su hija, contame por qué decís que lo hizo. ´Porque mi papá componía canciones y las tocaba en su guitarra, antes de la dictadura, y mi mamá logró averiguar quién y cómo lo mató. Tu padre´. Esa fue la primera vez que me identificaron con él. Después hubo muchas, todos me ubicaban como su hija. Hasta un novio perdí cuando supo cuál era mi apellido...” y ya no siguió, volvió a llorar, entonces sí a raudales.
Así estaba cuando entré. Vi que no había café y preparé uno. Como a ella le gusta, cargado y cortado. La segunda mañana en Guanajuato, cuando así se lo pedí en el desayuno en mi hotel, me besó y dijo eres un amor, hay pocas cosas más importantes que saber cómo le gusta a una el café en la mañana. Poco a poco se fue calmando y cuando le pedí me contara lo que sabía, porque conociéndola era imposible que no supiera nada, empezó por el final. “María era de las mías y lamento no habérselo dicho nunca, qué error, qué inmenso error, ahora ya no podré. No tenía por qué morir. Me enteré cuando escuché las sirenas policiales, eran muchas. Fue al asomarme a la ventana y ver que paraban en la puerta del edificio cuando dije cagamos, algo pasó, aunque sólo supuse que habían robado en algún departamento y hasta pensé si nosotros no debemos poner más llaves de seguridad en la puerta. Aunque casi de inmediato lo oí a Antonio gritar, quizás porque abrió la suya para que entraran los policías. Pobrecito, no sabés qué mal está. No sólo perdió a quien tanto quería sino que se culpa por no haber estado....”
- ¿Por qué culparse? Estaría trabajando.
- No, porque el asesinato fue anoche y él descubrió el cadáver cuando volvió de su viaje a Monterrey, hace una hora, y además...
No sé bien qué más dijo. Yo pensaba en la caída de la cama. Y en los pasos precipitados. Y en qué hacer, si contar o no lo que había oído. ¿Revelarle al pobre hombre que fue un cornudo? ¿O quizás habría sido una violación? ¿El gemido que me pareció oír sería de dolor y no de placer como creí?. ¿Decírselo a la policía para que al menos alguna pista tuvieran? Para colmo, me culpaba por no haber subido, quizás no habría podido impedir su muerte pero al menos sí tener datos sobre quién la produjo.
- Amor, no me estás escuchando.
- Discúlpame, estoy tan aturdido que perdí el hilo de lo que contabas. Por favor repítelo.
- No sé mucho más. Lo que te decía es que creo debemos subir y estar con él. Aunque la policía nos quiera echar, igual nos quedamos.. No sé cuándo vendrá alguien de su familia, porque de la familia de María no sé si irá aparecerá alguno, o sus amigos, pero ahora nos tiene sólo a nosotros. Vamos, vamos.
Fuimos. Sólo le pedí tiempo para echarme un cigarro porque sé que a Antonio le molesta mucho el humo. Aproveché esos minutos, cómo no, para intentar decidir qué decir. Fue entonces cuando reparé en las palabras de Mónica: “era de las mías”.

III
Antonio estaba sentado en un sillón y tenía la cabeza tomada entre sus manos. Lo vi apenas llegar y antes, mucho antes de que nos dejaran pasar porque la puerta estaba abierta. Mónica sólo usa el lenguaje uruguayo conmigo, porque dice que ya le entiendo todo, y cuando se enoja. Es verdad que ya comprendo sus palabras pero al principio fue un auténtico relajo. Como cuando comenzamos a hablar de vivir juntos y me dijo “por supuesto que sí, pero tené claro que conmigo nada de gurises”. Ni idea tenía de qué quería decir eso y lo único que descarté fue algo sexual, hasta que me explicó que le encantan los niños pero sólo los ajenos. Y esa tarde se enojó porque el policía de guardia no nos dejaba pasar hasta que le gritó “mirá, botón pelotudo, vamos a entrar aunque no quieras porque él nos necesita”, tras lo cual le dio un empujón y entró. Afortunadamente para ella el que parecía un oficial o comandante le hizo un gesto al custodia y así nos dejó pasar. Lo abracé mucho, fuerte, aunque eso de sentir a un hombre llorando apoyado en mi hombro no sólo me pasó pocas veces, no creo que más de una, sino que saberme el único que poseía un dato que lo afectaría profundamente me perturbaba mucho. Había subido las escaleras preparado para oír algunas frases muy típicas en situaciones similares, como por qué a mí, por qué tuvo que pasar esto o qué voy a hacer sin ella. Pero Antonio no decía nada, sólo lloraba. Mientras se apoyaba en mí, dos policías salían de su recámara cargando una bolsa negra sobre una camilla, en la que supuse estaba el cadáver de María.
- Llevaremos el cuerpo al forense, explicó el oficial, y en unas horas podrá pasar a recogerlo. Con ustedes, agregó dirigiéndose a Mónica y a mí, me gustaría me brindaran unos minutos, quiero hacerles unas preguntas.
Afortunadamente sonó el teléfono y Antonio fue a atenderlo.
- Mi nombre es Jorge Carrasco Romero y soy comandante. ¿Vieron algún movimiento raro en los últimos días u horas?
- ¿Cómo qué?, respondió con pregunta Mónica.
- Miren, este es un crimen extraño. O el asesino tenía llave o la señora le abrió la puerta, porque las cerraduras están intactas. Lo vamos a interrogar, pero casi por completo desecho como sospechoso a su marido, así que quizás, como veo que son amigos, sepan de algo... digamos anormal...
- ¿Qué está insinuando?, volvió a preguntar ella y me imaginé la escena que seguiría porque conozco esa forma de relampaguear de sus ojos.
- Nada, nada en especial, pero quizás tenía un amigo o varios al que hizo o los hizo pasar y se generó alguna discusión. Es extraño, les decía, porque la señora fue estrangulada en su propia cama, estaba desnuda cuando llegamos y...
Yo pensaba qué decir o si no decir nada mientras Mónica insultaba al tipo de todas las maneras imaginables y en todos los idiomas que conoce, porque mezclaba palabras mexicanas, uruguayas e inglesas, a cual peor cada una.
- Mire, señora, yo no estoy hablando mal de la difunta, simplemente le digo lo que vi. Ahora, tengo de experiencia casi tantos años como los suyos y esto no parece una violación, no hay ningún signo de lucha ni de forcejeo. También, eso es verdad, pudo haber sido bajo amenazas pero seguimos con la misma incógnita, ¿cómo entró?
- Comandante, dije para intentar suavizar la situación, tengo muchos años de periodista y como algo sé de esto, en parte coincido con usted. Nada más que mi mujer también tiene razón, el hecho de que haya cuestiones extrañas no le da derecho a juzgar mal a la señora.
Fue la peor frase que pude haber dicho. El tipo, de unos sesenta años, con cabello canoso, riguroso traje y corbata, a cual de más peor gusto, y una panza cervecera, me miró fijo varios segundos y soltó
- Es evidente que ustedes saben algo porque en ninguna de mis palabras hubo juicio alguno, en absoluto, así que si tanto se enojan por la posibilidad, que vuelvo a repetir yo jamás mencioné, que la difunta tuviera un amante, es porque algo hay y ustedes lo saben.
Eso fue el acabose. El tipo no se dio cuenta que cuando dijo sus últimas palabras Antonio ya había vuelto a estar junto a nosotros así que las oyó y no tuvo peor idea que desmayarse, mientras Mónica le asestaba una cachetada al comandante y los policía hacían fuerza y maña para poder sacar la camilla con el cadáver por la puerta, y yo no sabía si primero auxiliar al caído, contener a mi mujer porque pensé que podría ir a parar a un calabozo y con su belleza y el carácter fuerte que tiene hubiera sido lo peor, pedirle disculpas al comandante y llevármela o, de una vez por todas, contar lo que había oído en la noche. El comandante, además, cuando Mónica le dio la bofetada abrió su saco y alcancé a ver que ponía la mano derecha sobre la cacha de su pistola.
- Usted es un cerdo! ¡Un machista que piensa que todas las mujeres somos putas! ¡A ver si de su madre y de sus hijas piensa lo mismo!, vociferaba Mónica, ya sujetada por un policía, mientras otro uniformado sentaba a Antonio en uno de los sillones y uno más traía papel higiénico mojado para pasarle por la frente. Un auténtico caos.
- Comandante, dije yo, disculpe a mi mujer, está muy nerviosa y dolida por lo que pasó, mientras la tomaba por un brazo y la alejaba unos metros.
Los ánimos comenzaron a serenarse cuando unos minutos después Mónica tomó de la mano a Antonio y se lo llevó a la cocina. Afortunadamente, Carrasco Romero tomó el golpe en su mejilla como un arranque de histeria, aunque se notaba que trataba de dominar la furia, porque me dijo haría bien en tranquilizarla, de todas formas nosotros ya terminamos aquí, iremos a procesar las huellas que encontramos y necesitamos el informe del forense. Si es como sospecho, que la señora tuvo relaciones sexuales antes de ser asesinada, volveré a comunicarme con ustedes. Deme sus nombres y teléfonos donde los pueda localizar.
Se los di, ¿qué podía hacer? Aunque en un rayo de lucidez le dije mire, comandante, no sólo ellos son vecinos a los que apreciamos mucho sino que además sabrá que a los periodistas nos gusta hurgar en todo, así que le pido la inversa, por qué no me deja su teléfono y así yo lo llamo, ya sea que recuerde algo extraño, como usted pidió, o a lo mejor alguna cuestión que le comentó María a mi esposa, ya sabe, entre mujeres se cuentan cosas.
Cuando el departamento quedó vació me senté en un sillón, rodeado de plantas del más diverso tipo, tamaño y color, cuando la oscuridad del crepúsculo comenzaba a invadir ese sexto piso. Era rara la vez que al llegar a esa sala María no me mostrara alguna nueva maceta, en ocasiones pequeños cactus y en otras algunas de gran tamaño, cuyo nombre ignoro, y siempre me pregunté cómo sabía cuáles correspondía regar y cuáles no. Alguna ocasión le pregunté a Antonio si él también las amaba y riéndose me dijo que no, que para amores le alcanzaba con María, y además, agregó, yo ni siquiera sé cómo se tratan ni dónde las compra ni mucho menos cuándo, tan ocupada como está con sus pacientes. En cambio, y en eso nos parecemos, él tenía un gusto especial para los muebles, alguno de los cuales compró y otros mandó hacer y la pulcritud con que estaban amuebladas la sala, su recámara, el estudio que ambos compartían y la que sería la habitación del bebé, el que ya no nacería, era impecable. En lo poco que lo conocí, Antonio era la imagen del orden y metódico para todo, jamás impuntual, y a su sala, Mónica, que es bastante irónica, la llamaba “el museo”, porque todo estaba perfectamente ordenado y por supuesto sin jamás un rastro de polvo. Alguna vez ambos comentamos que Antonio tenía fotos de su familia, y en cambio María ninguna de la suya. Quién sabe, dijo la uruguaya, a lo mejor es como la mía.
Excepto la de mi padre y algún tío, la muerte no era cercana a mí y estaba abrumado, solo, mientras algunas voces me llegaban de la cocina. Pensé si no ir hasta allí y participar en lo que supuse serían los intentos de Mónica de consolar al viudo. No tenía idea de qué le estaba diciendo, pero a diferencia de mí para ella la muerte no le es ajena. Había matado al capitán de navío que tenía por padre. Dejándolo seguir viviendo. Eso no lo hace cualquiera. Ella, también, me sacó de mis cavilaciones.
- Amor, te traje café. ¿Por qué no vienes con nosotros? Creo que a Antonio le haría muy bien sentir tu presencia. A mí, ni se diga.
Fui. Apenas alcancé a entrar cuando él me lanzó la pregunta
- ¿Tú también piensas como Mónica, que lo que el cabrón ése dijo es porque sí o crees que María tenía un amante?
- No lo sé, ninguna de las dos cosas, por qué lo dijo y si se dio o no, aunque, la verdad, no creo que te debas martirizar con eso. Para mí, y también para Mónica, porque muchas veces lo comentamos, ustedes se vieron siempre como una pareja muy feliz, así que creo ése es el recuerdo que debes guardar.
Pocas veces en mi vida me sentí tan hipócrita. Porque además sentía que pudieron haber sido para mí los gritos que Mónica le dio al comandante. Yo descarté de inmediato que María pudiera haber tenido esa noche sexo casual, a lo mejor muy bebida y quizás cuando tomó conciencia de lo que hizo se arrepintió y por eso la estrangularon ¿Y por qué no? ¿O no nos pasó a muchos de habernos acostado con la persona equivocada? No, de inmediato pensé en un amante, lo cual significa engaño, mentira, ocultamiento y hasta burla del engañado: tú de viaje de trabajo y yo revolcándome a gusto. Supongo que tengo una buena dosis de machismo, como poseemos todos los hombres o casi todos, pero en ese momento me sentía una basura. El sonido del timbre, insistente, me permitió distraerme, aunque alcancé a resolver que debería hablar de inmediato con Mónica, y contarle no sólo los ruidos de anoche sino todos estos pensamientos. Y hasta pedirle disculpas.
Eran las dos hermanas de Antonio. La menor, creo que de treinta, una chaparrita menuda y divertida a la que había visto algunas veces y en ese momento corrió a abrazarlo; y la mayor, una tipa de cuidado, que con él incluso ejerció de pequeños casi de madre, con una cara de sargento de aquellas y que entró, seria, saludó a Mónica y a mí y a él sólo le dijo “no sabes cuánto lo siento”. Como si no hubiera ganado la lotería.
Ni mi uruguayita preferida ni yo quisimos cenar. Ambos, en cambio, sí nos servimos una copa cuando estuvimos en nuestro departamento, con exactamente la misma distribución que el de arriba aunque aquí no hay habitación para bebé soñado sino una con dos camas en la que muchas veces se han quedado una o mis dos hijas. Habida cuenta que la mayor está a punto de casarse, quizás en un futuro no lejano sirva para que duerma el nieto o la nieta. Sería un consuelo de las veces que intenté convencer a mi mujer de que tuviéramos un hijo. Siempre y cuando al nieto Mónica también la considere “ajeno", si no, voy perdido.


IV Ya de durmió. Menos mal, porque a las 2:00 religiosamente se despierta. ¡Qué tarde, por Dios, qué tarde pasamos! Ver llegar a la policía, enterarme del asesinato de María, siempre tan llena de vida, tan atenta a sus pacientes; oír los gritos de Antonio. ¡Pobre, qué mal está! ¿Quién lo habrá hecho? ¿Y por qué? No tiene lógica, si ella estuvo de acuerdo en tener sexo, ¿por qué estrangularla después? Los hombres son uno cabrones. Todos no, este dormido a mi lado es un ángel. Y para rematarla, lo que Pablo me contó de lo que oyó en la madrugada... y hasta su pedido de disculpas. Ya sé de memoria cuando es sincero, como ahora, o las veces que usa ese tono porque sabe bien que me desarma. Por completo. La primera vez que hicimos el amor, allá en Guanajuato, fue salvaje, bastante salvaje, pero después me dio justo en lo mío, sus palabras, la tecla precisa de este piano desafinado que soy. Por supuesto me gustan sus caricias, sus besos y cuanta cosa hace con y por mi cuerpo, pero a mí me importa cuando habla. Debo ser como la loca aquella de esa película que tenía el clítoris en la garganta, yo lo debo tener en el oído. Uno en cada oído, mejor dicho. Como no quiere hablar de sus relaciones anteriores a mí, mucho menos de su ex, no sé si siempre fue así o si me conocía y se hizo el muerto o alguien le habló de mí, pero es un maestro, deja un mini huequito entre sus labios y mi oído y entre lo qué dice y cómo lo dice y su aliento que me penetra, esta mujer se muere. Ay Dios, mejor pienso en otra cosa porque si no voy a despertarlo y es lo que menos necesita, él también tiene que descansar, el pobre andaba con una cara como nunca le había visto. Éste, el de sus palabras, fue nuestro secreto mejor guardado durante años, hasta que una noche mientras Pablo hablaba por teléfono se lo conté a su hija menor cuando tenía creo que dieciséis. Conmigo sentada en una cama y ella en la de enfrente me divertía ver los gigantescos ojos de asombro que abría. No sé si le habrá servido, se lo voy a preguntar, a ver si su actual novio lo hace. A lo mejor para mí es tan importante por tantos años de silencio que tuve, no en vano el amor, el goce y las palabras en mi caso van los tres juntitos, como los mosqueteros. ¡Pobre María, con su historia y morir así! Para mi fortuna, romper con mi padre fue también romper con la religión, si no hubiera ocurrido a lo mejor preguntaría por qué Dios lo permitiste, pero una ya sabe que es un sádico miserable que mira todas las maldades y no interviene en ninguna. Bueno, ya basta, mañana debo estar muy lúcida, temprano tendré títeres con los más pequeños y luego con los tremendamente difíciles. Y después el velorio, a Antonio no lo voy a dejar solo, no sé si Pablo lo entiende realmente. Yo sí. Somos colegas.

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