sábado, 26 de julio de 2008

Veinte años

Veinte años

Hoy me estrené. Saberlo me sorprendió, para qué lo voy a negar. También me sorprendió que no hubiera sido antes porque mi mujer es muy bella y a cada lugar donde va se forma una fila de tipos esperando ver si calzan. Quien escribió eso de “veinte años no es nada” no sabía de qué hablaba. O bien no estaba casado y se refería a alguna otra cuestión. Porque en un matrimonio veinte no son años, es una eternidad. Aunque para mi esposa parecen no haber pasado. Cuando conocí a María ella tenía justamente esa edad, veinte, y a mí, con cuatro más, me hizo perder la cabeza por completo, tanto que apenas tres meses después estábamos casados y viviendo en un departamento de la Narvarte. Decir departamento es una exageración, tenía apenas una recámara, la cocina era como de una casa de muñecas y por más imaginación que pusimos no hubo dónde instalar una lavadora.
La pasión, demás está decirlo, a diferencia de nosotros no acababa nunca. Cuando volvimos de la luna de miel, una semana en Oaxaca recorriendo pueblos y comprando cuanta artesanía encontrábamos, mis padres nos invitaron una noche a cenar. Fuimos, muy educaditos, y mi jefe no dejaba de reírse cuando mi madre, al verme, exclamó con asombro “¡Hijo! ¿Qué te han hecho? ¡Pareces un fantasma!”. El rostro de María fue teniendo sucesivamente todos los colores posibles, pero el que más abundó fue el rojo.
Hacía rato no me acordaba de esa anécdota, al fin y al cabo también tiene veinte años. En muchas ocasiones nos hizo reír aunque eran los tiempos en que la risa formaba parte de nuestros hábitos. Cuando se la conté a Alonso y a Raúl, los otros dos mosqueteros, además de testigos de mi boda, con ya varias chelas encima, no se rieron sino que empezaron a exigirme explicaciones de si estaba haciendo quedar bien a la raza. Además, dijo Raúl, o cumples como se debe o en un tiempo no lejano te vas a empezar a rascar la cabeza. No sé si es que no cumplí bien, sí, yo creo que sí, o aquél tuvo algo de adivino porque supuso, previó o imaginó en qué me acabo de estrenar, ser cornudo. Creo que se equivocó porque el tiempo sí fue lejano, veinte años. Debería jugar ese número a la lotería.
Hubo una vez, hace creo una década, cuando pensé que ya me había ocurrido. Tanto era el entusiasmo con que María hablaba de un colega suyo que no sólo me puse celoso sino además varias veces la vigilé cuando salía del hospital donde ejercía, aunque me aburrí porque, salvo un par de ocasiones que fue a verse con amigas, lo cual me constó porque las vi sentadas en la cafetería, siempre marchaba religiosamente a casa. A la cual yo llegaba poco después en plan galán, con un ramo de flores o chocolates; y seductor, de manera que al rato estábamos haciendo el amor como Dios manda -¿dónde está escrito que dijo eso? Lo de creced y multiplicaos no era en ese sentido, y en todo caso nosotros dos nunca nos multiplicamos- de manera que deseché hubiese podido cuernearme.
Yo, tampoco está escrito pero sí es costumbre, algunas veces me eché, como se dice vulgarmente, canas al aire. Frase por demás absurda, primero porque no tenía canas y segundo lo que abundaba no era aire sino jadeos. Fueron todas, si mal no recuerdo, de una vez, salvo con Julieta, que duró como dos meses aunque huí precipitadamente cuando me propuso tuviéramos un hijo. Afortunadamente me lo dijo antes de hacerlo y no como le pasó a Alonso, debió casarse con una vieja a la que no quería pero...
María nunca me dio un argumento valedero sobre por qué no quiso tener hijos, siempre evadía el tema hasta que finalmente, cansado de proponerlo y porque cuando lo hice no tuve éxito, la cuestión fue quedando en el olvido. También en parte por la edad, si ahora tuviera un hijo, aun suponiendo que mi mujer quisiese, no sería el padre sino el abuelo. Además, ¿cómo haría a los sesenta años para entender a una chamaca o un chamaco de apenas dieciséis? No, gracias.
Mi estreno fue inesperado aunque supongo eso les pasa a todos. Me llamó al celular la esposa de uno de mis pacientes, desesperada, porque el hombre tuvo un infarto y era atendido, mal, según ella, en un hospital de Tepoztlán y pidió, me rogó fuese a verlo. Fui. El tipo estaba recuperándose bien y no era cierto lo atendiesen indebidamente, así que me limité a hablar con el médico encargado, le conté de su historial clínico y al paciente intenté convencerlo de que dejase de fumar. Tarea nada fácil, no convencerlo sino que dejase, pero al menos cumplí con mi deber.
Cuando salí fui al estacionamiento y a punto de encender el coche me llamó la atención con cuanto ardor se besaba una pareja en otro auto, relativamente cerca del mío. Me entretuve mirándolos unos segundos, recordando cuando nosotros hacíamos lo mismo en cuanto lugar hubiera a nuestra disposición, y aún cuando no lo había, hasta que decidí que era hora de irme y dejar a esos dos seguir disfrutando. Uno de los dos era María. Pasé a su lado justo cuando sus bocas se separaron así que vi ese rostro que se conserva hermoso, como su cuerpo, el mismo que vi durante cada día de los últimos veinte años. Me quedé helado y sólo atiné a seguir conduciendo, preferí no me viese y pensar qué debía hacer. Después, en el camino de vuelta, me arrepentí. No iba a ponerme a golpear al tipo, nunca tuve interés en aparecer en las noticias policiales, pero al menos pude haber hecho algo para que ella supiese la había visto.
El regreso a Ciudad de México no fue fácil, el torbellino de ideas y posibilidades de qué hacer no cesaba y en más de una ocasión estuve a punto de salirme de la autopista o estrellarme contra los separadores de cemento. El torbellino incluyó el repaso, casi sistemático, de lo vivido en estos veinte años y en especial de cómo actué en los últimos, qué pude haber hecho yo para que María se fijase en otro hombre. No logré acercarme, siempre viví una buena relación, cariñosa, compartiendo muchas cosas aunque, eso sí tuve que reconocerlo, ya no con la pasión de antaño. Pensé que por ahí pudo haberse dado que hoy me estrenase de cornudo, como al hombre lo vi de espaldas no tenía idea de su edad y, quizás, que haya sido más joven fue causa de la atracción. Resolví, en un primer momento, no decirle nada y mucho menos armar escándalo. No, tendría que tener habilidad para hablar mucho y bien de nuestra vida, ver qué podía aparecer por ahí y además comportarme como nunca mientras descubría qué tenía ese hombre y yo no. Y lo que no tuviese conseguirlo, a como dé lugar.
Llegó a casa apenas quince minutos después que yo, o sea se fueron casi de inmediato o el tipo condujo muy rápido. Hola, querido, fue su saludo, el mismo de siempre. Es rara, muy rara la vez que me llama por mi nombre, la palabra querido parecería tenerla siempre lista porque la suelta en cualquier momento. Eso, a veces, me llamó la atención, y cuando le pregunté por qué tenía ese hábito me miró, sorprendida, y dijo “¿qué crees? Porque te quiero”.
Cuando cenamos comencé a hablar del famoso tema, no ese tipo sino cómo fue y es nuestra vida. María aceptó con gusto y la plática fue agradable, tanto así que la seguimos mientras nos tomábamos una copa, sentados en los sillones de la sala. Lógicamente, repasar una vida de veinte años juntos no es corto ni sencillo, aunque no pude descubrir nada por lo cual decirme ahí está, por eso se buscó otro. No, hablaba con la misma tranquilidad y el mismo tono cariñoso de siempre, no se molestó con algunas críticas que le hice, y obviamente yo tampoco con las que me hizo ella, por lo demás acertadas.
Hasta que en un momento, no sé por qué me salió, quizás por lo que pensé en la tarde, casi recostado en ella, que estaba sentada a mi izquierda, dije quizás uno de nuestros más grandes errores fue no haber tenido un hijo. Ella posó una de sus manos en mi mejilla, también gesto muy acostumbrado, tanto como la palabra querido, pero ese gesto me resulta encantador, y soltó
- Hoy estuviste en Tepoztlán, ¿verdad?
- Sí, dije yo, totalmente sorprendido, pensando y ahora qué viene.
- Querido, nunca quise tenerlos porque en estos veinte años hubiera sido imposible determinar quién era el padre.

No hay comentarios: