viernes, 11 de julio de 2008

La siempre viva xenofobia

Primer Mundo

Cuando escuché que en unos minutos más aterrizaríamos en el aeropuerto de Barajas me dije ya está, ya la hicimos. Hicimos varias cosas. La primera, saltar el charco. La segunda, cambiar de continente. La tercera, de hemisferio. La cuarta, de capital, Buenos Aires por Madrid. La quinta, de calle. Aquí hago un paréntesis: a mí me persigue la mala suerte con el nombre de las calles. Los veintiún años que tengo los pasé en una llamada Pumacahua. Es una ironía porque en Argentina a los indios los exterminamos, a balazos o de hambre, pero existe una con nombre de un indígena... porque era peruano. O sea, cuando decía donde vivía todos esbozaban una sonrisa burlona. Aunque además, como nadie la conocía, yo señalaba que era paralela a... ¿cuál creen? Carabobo. Y claro, ahí aparecían las risas. Así que cuando me enteré que el amigo que me va a alojar en Madrid, Alberto, vive en la calle del Amor de Dios, me dije al menos voy a seguir con la tradición del ridículo. En fin, volviendo a lo que estaba, la sexta que cambié es la más importante; pasé de vivir en el tercero al primer mundo. No cualquiera.
Del viaje no me puedo quejar, fue muy bueno. Salimos del aeropuerto de Ezeiza a tiempo, al rato nos dieron de cenar una comida bastante pasable, después una película y luego cerré los ojos e intenté dormir. Lo hice, tanto que hasta me acuerdo de dos de los sueños. Uno era que la tía Felisa me servía, en la casa del Amor de Dios, no en la de Pumacahua, sus espectaculares ravioles de ricota con salsa boloñesa como sólo ella la puede hacer; y el otro que bajaba en el aeropuerto de Barajas muerto de ganas de orinar así que iba al baño y allí me encontraba una bolsita de esas que usamos los hombres colgada del hombro, que adentro tenía 35,000 euros. Y sí, claro, cómo no iba a soñar eso si en el bolsillo tenía apenas alguno, bastante fundido quedé con lo del pasaje como para poder traer más dinero.
Ahí estaba Alberto. Menos mal. Porque después de todo lo que pasé sólo faltaba que no estuviese. Me costó un huevo hacer creer al de Migración que venía invitado, que no iba a gastar en nada y por eso traía poco dinero, que por supuesto iba a volver a Buenos Aires y que de ninguna manera pensaba afincarme en Madrid. Convencer es un decir, en realidad mandó conmigo un agente para que Alberto confirmase todo eso. Menos mal que no fue lento, entendió rápido y le hizo el mismo verso. Y después la revisión de la maleta: cosa por cosa, ropa por ropa, miraron de arriba abajo la lata de dulce de membrillo que le traigo al flaco y hasta me desarmaron las bolitas de calcetines, que por supuesto no volvieron a armar. Ni que yo fuera un delincuente internacional. Pareció una auténtica agresión y me pregunté si así sería el ambiente siempre. En total, desde que bajé del avión hasta que pude abrazar a Alberto, más de hora y media.
Vení flaco, le dije, necesito un café y sobre todo fumar, después nos vamos. Y disculpame por la espera pero los gallegos parece que desde que pisé tierra la tienen agarrada conmigo. Fumamos, tomamos café, hablamos de sus padres y de las cosas que le mandan, lo tranquilicé diciéndole que los había visto muy bien, o sea como siempre, y, al cabo de un rato, le conté de mi sueño. El de los euros, no el de la tía Felisa, porque ya estoy grande para andar soñando con tías. Tenés que ir al baño, me dijo. Vamos, respondí, no me digás que creés en esas teorías. No sé si creo pero sería imperdonable que no fueras. Bueno, todo sea por darte el gusto, cuidame las cosas que ahora vuelvo.
Vaya, sí noté que aquí se vive de otra manera. El baño parecía de película, en Buenos Aires rara vez se ve uno tan limpio y cuidado. Había tres tipos meando pero los ignoré y busqué los euros. Vi un cuadro muy raro y me pregunté de quién sería Lo miré y lo miré pero no vi firma alguna.. Mejor pregunté. Che, le dije a uno de los que orinaba. ¿este cuadro de quién es?
Tiene fracturada la mandíbula y rotos seis dientes y tres costillas, una de las cuales se le incrustó en la columna vertebral, dudo que pueda volver a caminar, oí que decía el médico a Alberto, mientras yo me seguía preguntando qué corno querrá decir sudaca, que era lo que gritaban cuando terminaron de mear y me molían a golpes. Porque de mierda ya sé qué es.

1 comentario:

Lamas dijo...

Desde luego, la genialidad de estos textos reside, además de en el lenguaje familiar y cotidiano, sobre todo en esos finales sorpresa. Yo viví cerca de Amor de Diós unos años y te diré que es de los barrios menos xenófobos que hay en Madrid.

Un saludo!