miércoles, 9 de julio de 2008

Baile de amor

Baile de amor

Papá, ésta va por ti.
Me sorprendí cuando pensé esa frase. En un primer momento me imaginé que era lo menos apropiado para ese instante, a punto de bailar con Laura un tango, aunque debo confesar que lo mío nunca fueron los tangos. Además, en los últimos años se me había dado por el danzón, no sé si porque de niño y de joven lo detestaba o porque aprendí demasiado tarde que no sólo ésa sí es música, no, no es únicamente eso, es, quizás después del tango, el baile más sensual que hay.
Luego me di cuenta que lo debo haber pensado por la historia que le conté a Laura y que la emocionó muchísimo. Es que allí, sentados uno junto al otro, tomándonos unas cubas cargadas de ron, no tuvo mejor idea que preguntarme cuándo y cómo aprendí a bailar. Porque lo haces muy bien y con esa habilidad se nace o tuviste un muy buen maestro, agregó. Y se la conté, como si viviera alguna de aquellas tardes y no que hubieran pasado... ¿cuánto?... unos cuarenta y tanto años.
Vivíamos en la Portales, donde por entonces no había ni un sólo edificio. Mi padre era trailero y lo fue por muchos años más. Sabíamos cuando volvía porque se lo anunciaba a mi madre un día antes por teléfono, que quién sabe en cuál antro para camioneros lo conseguiría. Cuando escuchábamos la bocina del trailer, que hacía sonar para que supiéramos que estaba por llegar, desde varias cuadras antes de la nuestra, los cuatro hijos, mi hermano mayor, yo y las dos niñas, todos entre nueve y dos años, corríamos a la calle para ver arribar a ese gigantesco aparato que mi padre, aprovechando que los coches en aquel entonces eran escasos, más aún por la Portales, estacionaba a gusto en la puerta de la casa.
Era un ritual que se cumplía religiosamente cada vez que llegaba. Nos besaba a cada uno, entrábamos a la sala, dejaba su bolso en el suelo, encendía la radio y, después de besarla, se ponía a bailar con mi madre. Las músicas de entonces: mambo, cha cha cha, jarabe tapatío y la que por aquellos años era una novedad, la cumbia. A la ranchera, en cambio, no le hacía caso, nunca supe si porque no le gustaba o estaba cansado de oírla en tantas horas y días de carretera.
Nosotros también bailábamos. Hasta Lupe, la más chica, lo hacía, pese a que los demás no le prestábamos ninguna atención. Ellos bailaban, se besaban y se reían. Hasta que se separaban y mi madre bailaba con cada uno de los hijos varones, sucesivamente, por edad, o sea que a mí me tocaba segundo; y mi padre con las niñas, aunque a Lupe tenía que alzarla en sus brazos. Al rato los que llegaban eran los vecinos. Y las vecinas. Yo no entendía el motivo, suponía que era porque mi padre era buen bailador, ya que venían a cual más puesta para moverse con él. Hasta que al oscurecer mi madre echaba a todos porque decía que mi padre debía descansar y nosotros acostarnos para al día siguiente ir a la escuela.
Mentira. Sí nos acostábamos y las niñas seguro se dormían de inmediato. Pero mi hermano y yo oíamos una música lenta, muy suave, y algunas veces que nos asomamos a la sala los vimos seguir bailando, muy apretados, besándose a cada rato. Aunque a veces hablaban pero no alcanzábamos a oír qué se decían. Los días que estaba en la casa, dos o tres entre cada viaje, también eran de baile. En la tarde volvía de jugar al billar con algunos vecinos, supongo que con un par de cervezas o tequilas encima, y se repetía la escena de su llegada: bailar, reírse y besarse con mi madre y después a compartir la música y el baile con todos los hijos.
Muchos, muchos años después, quizás veinte, mi padre murió, Mi hermano mayor ya vivía en Tapachula y apenas alcanzó a llegar al velorio. Yo, en cambio, estuve con él sus últimos instantes. Parecía ya muerto aunque sabía que estaba vivo, y en un momento abrió los ojos, me hizo señas de que le apretara la mano y me dijo, casi en un hilo de voz, “¿sabes qué es lo único que lamento de mi vida? No haber aprendido a bailar tango”.
Casi sin excepción, quizás porque era sábado, todos los vecinos fueron al cementerio. Cuando volvíamos para la casa, donde mi abuela y una de mis tías se habían quedado a preparar los tamales y el atole de fresa, yo manejaba en silencio pensando que se había ido una parte de mi vida cuando mi madre, que iba junto a mí, se apoyó en mi hombro y sin mirarme exclamó, llorando, “se acabó el baile”.
Ya antes de terminar de contarle cómo aprendí a bailar, Laura lagrimeaba. Ella fue la que me indujo a bailar este tango, que fue cuando pensé dedicarle la bailada a mi padre.
Ahora no bailaste muy bien, me dijo cuando volvíamos a la mesa, ahora fuiste una maravilla.

1 comentario:

Lamas dijo...

Luis, que impresionante leerte. Igual que Laura, casi he lagrimeado también, no sé si por la ternura de tus palabras o por la revolución hormonal que me acompaña esta mañana. Me temo que serán ambas cosas.

Precioso. Felicidades!

Un saludo.