sábado, 19 de julio de 2008

Conosureño

El fin del mundo

Jamás había visto unos tan hermosos como éstos.
Me quedé mirándolos, más bien admirándolos, y estuve tentado, por primera vez desde que trabajo aquí, de acariciarlos. No por erotismo, no, simplemente para comprobar que eran reales y no una fantasía que yo mismo creé.
Tampoco nunca se me ocurrió, hasta hoy, pensar cuántos vi. No es una cuenta difícil. Supongamos que fueron diez pares por día, o sea veinte diarios. Si trabajo veintiséis jornadas al mes son quinientos veinte, o sea tres mil ciento veinte al año y como hace una década que estoy en esta zapatería, en total vi treinta y un mil doscientos pies, es decir quince mil seiscientos pares. Pocas, muy pocas veces pensé cuáles suelos pisarían los zapatos que vendí, cuántos años de uso tendrían o si su fin sería una bolsa de basura o quizás regalados a gente muy humilde.
Cuando la mujer entró y se puso a mirar cuáles modelos tenemos, supongo que para ver si elegía alguno, no le vi nada de particular y me acerqué para sugerirle los que me parecieron apropiados para su edad, que calculé alrededor de cuarenta años. Pero sus ojos sí me impresionaron. No por el color o el tamaño sino por la intensidad de la mirada, era, cómo decirlo, de una fuerza tal que uno podría aferrarse a ella y decir así voy seguro, estoy protegido, o bien vámonos donde quieras pero no dejes de mirarme.
Aunque por un instante dejé de pensar en su mirada cuando vi esos pies. Eran perfectos, así, sencillamente perfectos. Debieron ser los de la Gioconda si Leonardo da Vinci la hubiera pintado de cuerpo entero. Me di cuenta que me asombraban y admiraba sus extremos, pies y ojos, caminar y mirada, que en ocasiones van unidos pero incluso a mí me ha pasado de ir hacia algún lado y con la vista apuntar a otro lejano. Aunque ella, pensé, puede despistar a hombres como yo, que no sabría si deleitarme primero con sus ojos y después con sus pies, porque no podría hacerlo todo al mismo tiempo.
Cuando me pidió otro par, porque el primero le ajustaba un poco, al oírla hablar no supe si era uruguaya o argentina, nunca pude distinguir ese tono, y mientras se lo probaba no soporté más guardar esa admiración y le dije yo con la belleza de su mirada y con unos pies tan hermosos y perfectos como los suyos caminaría hasta el fin del mundo.
- Yo ya estuve allí. Y volví. Eres lindo, tu metáfora me imagino que quiso ser un elogio pero por favor la próxima vez elige una que no me haga daño.
Me quedé sin saber qué decir. Fueron demasiados preguntas al mismo tiempo. ¿Dónde era el fin del mundo? ¿Por qué llegó allí y cómo volvió? ¿”La próxima vez” era una invitación a que le elogiara otra parte de su cuerpo? ¿Cuál daño le hice?
- Perdón si la dañé. Sólo quise que supiera lo que le dije, que tiene unos pies bellísimos, los más bellos y perfectos que he visto en mi vida. Y le aseguro que he visto muchos.
- Me imagino. Aunque no estoy segura si lo dices en serio o para quedar bien conmigo. Ahora voy a dar unos pasos para ver si camino a gusto con éstos que me trajiste, ¿el elogio no fue un paso tuyo para invitarme un café o algo así?
Volví a Leonardo. No al de El Código sino al que fue tan brillante como para que nadie pudiera entender qué dice la mirada de la Gioconda, porque yo también hubiese querido entender qué decía la mirada de esta mujer, no supe si era broma, burla, insinuación o espera de que le dijera que sí, que eso quería, aunque con resultado incierto, porque podía aceptar o denunciarme con la dueña por ser un lanzado.
Horas estuvimos hablando. Aunque casi todo el tiempo lo hizo ella. Verónica. Yo tomaba café, fumaba y la miraba. Es que era imposible no hacerlo, esos ojos atrapaban, reían, lagrimeaban o eran de una fuerza tal que si no hubiera oído sus palabras, su relato, pensaría que estaban anticipando darme un golpe. La escuché contarme los años que durmió con los ojos abiertos; las imágenes de su madre aullando de dolor y escuchar los gritos de muchos otros a los que nunca vio; preguntarse durante horas y minuto a minuto cuándo moriría; los días enteros con los ojos vendados y que cuando la dejaron ver fue para comprender que estaba ante la casa de su abuela, que se la llevó, primero a un hospital y después a México.
Los hijos ya dormían cuando llegué a la casa. Mi esposa me recriminó que no le hubiera avisado que iba a volver tan tarde. Yo no podía dejar de pensar en esa mirada y en esos pies. El fin de mundo al que me llevaron y del que volví.

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