martes, 8 de julio de 2008


Nocturnidad


Quiero tener una hija.
Varias veces había estado en el aeropuerto. De niño en un par de ocasiones porque mis padres me llevaban a ver despegar o aterrizar aviones y no podía comprender cómo tan gigantescos aparatos lograban volar cual si fueran pájaros, aunque en aquellos años tenían hélices. Más tarde fui con alguna novia adolescente después de pasar el día en las piscinas que están en el camino a Ezeiza y entonces, castigados sin piedad por el sol, íbamos a la única cafetería que tenía el aeropuerto y por qué no, también a ver si salía algún avión.
Quiero tener una hija.
Esta noche, con retenes de soldados en el camino de venida y el aeropuerto lleno de militares y policías, algunos uniformados y seguramente muchos más de civil, me pregunto si al cabo de cuatro días del primer milagro se producirá el segundo y lograré embarcar. También ya llegó Rosario -siempre me pregunté si eligió ese nombre de guerra porque es religiosa o porque ninguna otra pudo haber adoptado uno tan raro- que no me echó ni una mirada y hace bien, aquí el prófugo soy yo, no ella.
Quiero tener una hija.
Siempre se burlaron de mí porque decían que el peligro lo olfateaba por esa costumbre de estar siempre pendiente de cualquier olor raro que percibía, pero no me salvó la nariz sino los oídos. No fue una frenada espectacular, de esas que hacen chirriar neumáticos, no, fue suavecita pero me bastó para apenas entreabrir las cortinas y verlos bajar de dos coches, los de siempre, los Falcon. El primer milagro fue que no tenía ninguna luz encendida y estaba vestido así que tomé la ruta de escape tantas veces planeada, subir dos pisos hasta la terraza y saltar a la del edificio vecino. En la casi absoluta oscuridad de la madrugada oí que destrozaban la puerta, y muy confiado hice el clásico corte de manga pero agregué la frase lógica: los cagué. No fue tan así porque además los escuché subir y apliqué la segunda parte también tantas veces pensada, meterme en el tanque de agua.
Quiero tener una hija.
Cuando salí del tanque creí que iba a pasar al otro mundo, el frío de un 20 de agosto en la noche puede ser mortal para cualquier porteño tan mojado, pero valía la pena morir de neumonía o lo que fuese y no darles el gusto de morir en sus manos. Porque los oía mientras revisaban mi terraza, el hijo de puta no está, llevémonos todo y dejemos a dos por si llega, que se queden hasta la mañana. Tirité durante horas, puteando porque también los cigarros se habían mojado y de hecho se rompieron: los billetes, en cambio, no, los extendí para secarlos porque si no lo hacía con qué carajos me movía al día siguiente. El pasaporte, más falso que tipo que jura sólo mira a su mujer, lo había guardado en un chaleco colgado en la soga así que no se mojó
Quiero tener una hija.
Sólo Ñato podía conseguir algo así. Son las ventajas de tener amigos millonarios, bueno, hijos de millonarios. Estuve dos días deambulando por Buenos Aires tratando de ubicar a los compañeros, a los pocos que quedaban vivos, vi a algunos y a los que no fueron a las citas acostumbradas los di por desaparecidos. Hasta que caí en la casa de Ñato y su mamá, para quien desde la primaria fui siempre el modelo puesto ante su hijo, se asustó al verme. Pude bañarme, comí y hasta me dio ropa de él para ponerme, creyendo, o haciéndose la tonta de que me creía, que mi mujer me había echado a patadas de nuestra casa.
Quiero tener una hija.
Fue dramática esa noche, con Ñato siempre junto a mí. Hablábamos en voz muy baja, a oscuras, en su habitación, y cuando por fin resolvimos dormir la negrura de lo que me contó superó no sólo lo poco que yo sabía sino también todo lo posible. Le creí porque conocía de las relaciones de su padre con militares, sobre todo marinos, del más alto nivel, aunque costaba creerle, era difícil imaginar tanta barbarie y que por ella habrían pasado mis amigos o compañeros o mi Patricia, de quien no tenía la más remota idea de por dónde andaba ni si la volvería a ver o ya estaría muerta.
Quiero tener una hija.
¿Estás loco?, le pregunté la noche siguiente, cuando me contó qué había arreglado. ¿Quién te creés que sos, el coronel McKenzie? Se rió con ganas, acordándose de la serie que veíamos cuando niños, en su casa, por supuesto, en la mía la televisión era un lujo que llegó hasta muchos años después; mostrando esa sonrisa que seducía a cuanta chica se cruzaba en su camino. No, flaco, respondió, como señala el dicho “la casa es chica pero el corazón es grande” así que aquí no entra el Séptimo de Caballería. Me hizo toda la explicación de cómo tenía que actuar en Ezeiza, me regaló mil dólares y hasta me dio el teléfono de por quien tenía que preguntar en Madrid de parte de su padre.
Quiero tener una hija.
Me despedí con una mueca de Rosario y comencé a seguir al tipo que me dijo la contraseña, en busca del segundo milagro. No le vi la cara porque apenas murmuró “vamos, pajarito” cuando ya casi me había pasado. Anduvimos por lugares que quién sabe a dónde conducirían, con militares por todos lados a los que él saludaba con sonrisas y palabras que me hacían estremecer y yo atrás, siempre medio paso atrás suyo, saludando también con la más hipócrita de las sonrisas porque pensaba qué diría Patricia si me viera y que esos serían los mismos tipos de los que me habló Ñato la noche anterior, cuando la negrura invadió todo mi ser. Hasta que desembocamos en la pista y otra vez en un murmullo señaló súbase al ómnibus, mientras me daba mi pase de abordar. No pude reírme porque nada en la Argentina de 1976 era para reírse pero lancé un profundo suspiro cuando logré activar el encendedor, junto a una ventanilla, para que Rosario viese la señal desde la terraza y supiese que me iba.
Quiero tener una hija.
- ¿Puedo ayudarlo en algo, señor?
Estaba con los ojos cerrados y al abrirlos, aunque la oscuridad era total en el avión, vi que una azafata me miraba con gesto interrogativo.
- Pasé a su lado varias veces y otras tantas le oí decir que quiere tener una hija. No crea que lo voy a ayudar en eso, pero si gusta puedo traerle un café.
- No, gracias, no se moleste, estoy bien.
- Oiga, como seguramente la va a tener algún día, ¿ya pensó en el nombre?
- Aurora.

5 comentarios:

Julian dijo...

Con los pelos de punta y la carne de gallina. Muy emocionante.

Lamas dijo...

Me lo he tenido que leer dos veces. La primera lo dejé a la mitad porque me estaba haciendo un lío y tenía prisa pero, ahora, con tiempo y un café con leche a mi lado, he disfrutado mucho de la lectura, como siempre.

Un saludo!

rosa dijo...

Luis imagino que alguno de los que te conocemos sabemos que esto que has publicado hoy no es un cuento ni un relato impertinente, es la vivencia de mucha gente de determinadas edad en determinados países y seguro que la tuya propia, pero la forma de contarlo, el escenario y la capacidad para sorprendernos con los finales es totalmente literaria. Besos.

y qué más da... dijo...

Primero de todo, felicitarte por haber iniciado este camino de exhibicionismo literario a través de un blog, cosa que es de agradecer siempre por lo que tiene de altruismo y de lucha. Más aún se agradece al comprobar la calidad de los textos que he encontrado. Llego hasta aquí de la mano de un amigo común, en Madrid, que me ha recomendado visitarte, un amigo de los imprescindibles y, claro, de los que no se duda cuando recomiendan. A estas alturas, con lo dicho, ya sobrará añadir nombres ¿cierto?
Hasta ahora he leído varios relatos de la lista y los he disfrutado todos. Este concretamente, por la temática, por ese acento argentino que se lee aunque no se escuche, por la nostalgia, la esperanza incierta, el exilio, etc., me ha recordado a aquel de Julio Cortazar Recortes de Prensa”, aquel que aparecía en la colección “Queremos tanto a Glenda”.
Enhorabuena y un saludo desde Madrid.
David

Unknown dijo...

Conmovedor. Remueve tantos recuerdos dolorosos.

reijklo@yahoo.es