miércoles, 23 de julio de 2008

Chocolate espeso


Después de un día de trabajo particularmente duro lo que menos deseaba era ponerme a leer, aunque el tono de mi esposa cuando dijo “mira esto”, no dejaba lugar a dudas.
Muy señores míos: el día de ayer mi novio me regaló una caja de chocolates de vuestra marca, porque me quiere y sabe que me gustan mucho. Se lo agradecí, como corresponde, y esta mañana, antes de partir a la escuela, decidí abrir el paquete y comerme uno. Imaginarán cuál fue mi sorpresa cuando de la caja vi salir una cucaracha. Tuve la delicadeza de no comentarlo hoy en mi clase, ni con los demás alumnos ni con los profesores, a la espera de ver cuál actitud tomarán ustedes. Muy atentamente. Marcela Escandón Ramírez.
.Mi sorpresa era total. Primero, no sabía que Marcela tenía novio, algo que a sus catorce años es previsible aunque a cualquier padre lo toma por sorpresa. Por ejemplo, ¿qué era eso de “como corresponde”? ¿Con un beso? ¿O aún peor, con varios? Y finalmente, ¿qué pretendía, que le mandaran otra caja?
No te preocupes, dijo mi esposa, todo es mentira, y justamente eso es lo grave. No tiene novio y tampoco nadie le regaló bombones de manera que no hubo ninguna cucaracha. ¿Entonces? Lo hizo para chantajearlos. ¿Y cómo te enteraste? Porque hoy en la tarde la llamaron por teléfono, le pasé el aparato y presté atención cuando la escuché decir “haga el cheque a nombre de mi padre, Jorge Escandón”. Colgó el teléfono y no podía aguantar la risa. A mí, que aún no sabía de qué se trataba, me la contagió, hasta que la obligué a contarme todo. Me confesó que va a llegarte un cheque por cinco mil pesos, como regalo o compensación para ella por parte de la empresa.
Ahí el que se empezó a reír fui yo. Marcela, desde niña, fue muy ocurrente, y a veces contaba historias alucinantes con tanto énfasis, tan detalladamente, que nos hacía dudar si eran o no ciertas. En ocasiones temí que esa facilidad para las fantasías la volviera mentirosa aunque por lo que pude comprobar no lo era. Hasta ese día.
- ¿Y qué le dijiste?, pregunté a mi mujer.
- Le pegué una buena regañiza pero con calma, explicándole que había hecho una trampa, que eso está mal, que de ninguna manera ibas a aceptar ese cheque y que si volvía a hacer algo parecido se olvidara de alguna vez ir a una fiesta.
Yo no podía dejar de reírme. Ésa siempre fue una diferencia con mi esposa, ella cree que los castigos son válidos y yo que no, sólo son útiles en un caso muy extremo pero lo importante es hablar con los hijos, bueno, la hija, que es única, porque la mayor parte de los castigos no sirven para nada útil. Además, ¿cómo iba a hacer para no dejar ir a una fiesta a mi princesa?
Al día siguiente, cuando la llevaba para la escuela hablé mucho con ella, y Marcela conmigo, y finalmente terminamos empatados: yo iba a recibir el cheque sin contarle a su madre, le regalaría un celular, guardaría su dinero y ella prometió que nunca más volvería a chantajear. Como mi esposa no sabría nada, podría seguir yendo a fiestas. Ah, agregué yo, y nada de novios.
Eso fue un martes por la mañana. El viernes, que ya tenía el celular, me llamó a la consultoría y con una voz seductora -si será canija- me propuso que la invitara a almorzar. Fuimos. Cuando comíamos el postre me preguntó si le pareció bien escrita la carta a la fábrica de chocolates. Sí, le dije, y pese a tu mala acción me dio gusto porque vi que sigues redactando muy bien. ¡Ay, qué lindo eres! Entonces a ver cómo ves ésta, me dijo con una sonrisa capaz de derretir a una piedra.
Muy señores míos: les escribo para expresarles mi indignación por lo ocurrido. Cuando anoche llegué a mi casa, donde me esperaba mi novio, comenzamos casi de inmediato con los prolegómenos de hacer el amor e imagínense mi sorpresa cuando descubrí que los calzones que ustedes fabrican y había comprado en la mañana tenían un hoyo, exactamente redondo, en el lugar menos apropiado. Le hice prometer a mi novio que no lo comentaría con nadie hasta que yo me comunicara con ustedes y saber cuál resolución tomaban. Atentamente. Marcela Escandón Ramírez.
No podía dejar de reírme. No sólo por la ocurrencia sino por eso de “los prolegómenos” que, le expliqué, es una expresión en desuso y más aún para describir el momento anterior a tener relaciones sexuales. Aunque tú de eso no sabes, agregué. Sí, respondió, mejor dicho no, no sé, pero ¿y qué tal si a ti te hubiera ocurrido? Me habría reído, le contesté. Pues mi falso novio no, está tan furioso como yo, cosa que les haré saber cuando me llamen porque habrás visto que agregué el número de mi celular, así que prepárate para la semana que viene cobrarme otro cheque.
Yo estaba atrapado. O así me sentía. Ambos ya habíamos hecho trampa, ella con la carta y yo con haber cobrado el cheque y no haberle dicho nada a mi mujer. Pero además, para qué voy a mentir, el asunto me causaba mucha gracia y no le veía tanto de malo, finalmente eran locuras de niña que un día, no muy lejano, se iba a aburrir de ellas e inventaría otra cosa.
Pero no fue así, durante meses, semana a semana, yo cobraba cheques de las empresas más diversas a las que Marcela chantajeaba sin pudor por las cosas más inverosímiles: patines sin una ruedita que compró para uno de sus hijos, cajas que en vez de cinco pañuelos traían cuatro y cuanta cosa pudiera venir fallada, en menor cantidad o con algún bicho. La vez más graciosa fue cuando una fábrica de jugos, en uno de los cuales supuestamente encontró una mosca flotando, le pidió disculpas y no envió dinero. Furiosa, les dijo de todo, comenzando por ¿ustedes se creen que a mí me van a compensar sólo con disculpas? Para después decirles que pensaba acudir a la prensa y a la televisión “porque aún guardo la mosca, que sigue teniendo olor a mango”. Pagaron, cómo no.
Hasta que una noche, cuando llegué a la casa me dijo tenemos que hablar... a solas. Su carita denotaba preocupación así que supuse algo le había salido mal, pero no pude imaginarme qué sería. Lo que me pasó me pasó por no ser buena hija, comenzó a contarme en su habitación, porque pese a serlo de un economista, yo, como eso no me interesa, nunca te presto atención cuando hablas de economía, si lo hubiera hecho sabría que existen los corporativos y las multinacionales y, más aún, cómo funcionan. Yo la dejaba hablar sin saber ni darme cuenta hacia dónde iba. Les mandé una carta a los fabricantes de polvo de chocolate, ése que se usa para la leche, y hoy me llamaron y me preguntaron qué hago con el dinero porque resultó que son los mismos de los de la primera carta y los de las galletitas de las que dije que había salido un escorpión. ¿Tú crees que me van a llevar presa?
Antes de que preguntara eso yo ya tenía la cabeza en otra cosa: ¿qué pasaría conmigo, quién cobraba los cheques? Como habíamos acordado le guardaba religiosamente el dinero, en efectivo, en mi escritorio, y la última vez que lo conté ya tenía ochenta y dos mil pesos, cifra bastante espectacular para una chamaca de catorce años.
- ¿Y qué les dijiste?
- No supe qué decirles así que hice perder la llamada y desde la tarde tengo apagado el celular.
- Hija, estamos jodidos, porque el aparato lo compró tu mamá a su nombre así que va a aparecer el de ella si investigan y que es mi esposa y yo tu padre, o sea que van a creer es una conjura familiar para sacarle dinero a las empresas.
- Bueno, familiar es, yo chantajeo y tú eres mi cómplice.
- Déjate de tonterías y pensemos qué hacer. ¿Entre las tres veces cuánto dinero te dieron?
- Fueron dos, porque hoy no me dieron nada, los muy cabrones. Doce mil pesos, cinco mil la primera y siete mil la segunda.
- Vamos a hacer lo siguiente. Me vas a dar el nombre de la persona con la que hablaste, mañana lo voy a ver, devuelvo el dinero y les digo que no sabía nada del asunto, que fue una maldad de niña y por favor te disculpen, que nunca más lo vas a volver a hacer.
- ¿Y que los cheques hayan estado a tu nombre?
- Pues no sé, quizás me dijiste que eran trabajos que hiciste para una amiga o algo así. Esta noche lo pensaré bien, por ahora a cenar que si no lo hacemos tu mamá va a sospechar algo turbio.
Antonio López Orozco me recibió de inmediato, como buen gerente de Relaciones Públicas. Una oficina amplia y cómoda, bien puesta, con gusto y sin lujos. Me hizo sentar frente a él y apoyó los brazos en su escritorio. Al entrar vi en un sillón a un hombre, de traje y corbata, que muy educadamente me dio la mano cuando nos presentaron aunque ninguna atención presté a su nombre.
Le di toda la explicación que había elaborado ante Marcela y perfeccionado en la noche, porque bastante intranquilo estaba y me costó dormirme. El hombre me contó que tenía también una hija, de quince años, y sabía muy bien que son capaces de pensar y hacer cualquier travesura, y agregó, “ya sabe, aún son mezcla de mujer y niña”. Le di el dinero, que había sacado de mi cuenta del banco porque aún no había ido al escritorio, donde bajo llave tengo guardado el de Marcela. Estuve a punto de sonreírme porque pensé que si al fin y al cabo éramos cómplices me correspondería una parte, pero eso ya hubiera sido un exceso, me bastaba con que acabara sus chantajes. El hombre contó los veinticuatro billetes de quinientos pesos cada uno y miró al otro, que había permanecido en silencio o al menos así me pareció. Se paró y yo hice lo mismo. Nos dimos la mano, con los clásicos mucho gusto de haberlo conocido y estoy a su disposición. Esa última frase, mía, pareció inspirarlo, porque dijo “en realidad está a disposición de él”, mientras sentía que me echaban atrás los brazos y me esposaban

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