viernes, 21 de noviembre de 2008

Oficios duros

Estoy muy enamorado de ella. Cuando la veo siento la irresistible sensación de estar junto a sí, pero no puedo. O por lo menos no depende de mí. Y creo que a ella le pasa lo mismo aunque de eso no nos decimos ni una palabra: es como un secreto que quisiéramos descubrir, de una vez y para siempre, pero no nos dejan. Sólo tenemos nuestras miradas, que dicen mucho, son nuestro lenguaje de los silencios. Porque cuando nos hacen hablar es para decir palabras destinadas a quienes nos escuchan. Yo intenté varias veces confesarle mi amor aunque no encontré las voces y sólo gané tropezones. Mi mayor deleite es cuando se viste de reina y no crean que voy a ser vulgar y decir que es la reina de mi corazón, no, es que se ve aún más hermosa que siempre. Lamentablemente, yo nunca soy el príncipe que espera o el que llega y la saca a bailar, no, siempre soy el villano, ahora sí que el malo de la película. Aunque sé, veo, que baila con otro pero me mira a mí, así que malvado y todo igual le sonrío, para que sepa que aunque esté en brazos de otro sigue siendo mi amor. Amor imposible. Salvo que al titiritero un día se le ocurra casarnos.

martes, 11 de noviembre de 2008

Boda memorable


Ahí estaba yo que, modestia aparte, parecía un maniquí. Bien bañado, rasurado y peinado, enfundado en un esmoquin para ser testigo de la boda de mi hermano menor. Él de veintitrés y yo de veinticinco habíamos tenido suficiente tiempo en nuestras vidas para hablar de religión y me enfurecí cuando me enteré que se casaría por la Iglesia católica. Reñimos y refunfuñé hasta que entendí que me equivocaba: a él le daba igual pero a su novia no, así que quiso darle el gusto. Que me designara padrino me gustó. Pero le puse una condición: primero quería conocer al sacerdote que los iba a casar.
Apenas lo pude hacer en el ensayo. El viejito parecía agradable y vaya uno a saber cuántas bodas habría hecho en su vida. Me miró con desconfianza cuando le dije debíamos platicar... y más aún cuando agregué porque depende de lo que hablemos que sea o no testigo. Me hizo pasar a su oficina y que nos sirvieran café.
Mire, le dije, quiero que cambie algunas de sus palabras. Empezamos mal, pensé, porque dijo eso no se puede hacer... y lo interrumpí cuando supuse iba a decir hijo. Veo que usted es un cerrado porque ni siquiera quiso saber cuáles quiero cambiar. Tienes razón, reconoció, a ver, ¿cuáles son? Eso de “hasta que la muerte los separe”. Pero, ¿por qué? Porque hablar de muerte en una boda me parece horrible, traer a la parca cuando ellos están empezando a vivir, ¿por qué mejor no dice “mientras vivan juntos”?
El hombre reclinó hacia atrás su silla, sonrió y dijo nunca nadie me había planteado algo así, aunque debo reconocer que algo de razón tienes, ¿eso es todo? Vivo el cura, me dio la razón en una para que no siguiera, pero ya que metí un gol dije podemos hacer otro. ¿Usted fue siempre muy devoto? Sí, claro. No, claro nada, hay algunos que ejercen sólo por cobrar un sueldo. Oye, no te voy a permitir que hables mal de otros sacerdotes. En eso tiene razón, no hablo mal de otros, hablo mal de todos, aunque usted empezó a ser la excepción que confirma la regla. Las reglas no tienen excepciones, si las tuvieran no serían reglas, respondió.
Ahí sí me reí y pensé con éste se puede no sólo hablar sino también negociar. Mire, padre, si usted es muy devoto, y aunque no lo fuera, debe conocer de memoria los Diez Mandamientos y no quiero entrar en discusiones religiosas o filosóficas, pero ¿nunca se le ocurrió pensar por qué están llenos de prohibiciones? ¿Por qué no hay uno que diga “trata de ser feliz cada día de tu vida”?
Haces buenas preguntas, pero están fuera de contexto. Fueron dictados porque en aquel entonces hacían falta normas de vida, por ejemplo la de no robar. ¿Y usted cree que alguien le hizo caso a la de no desearás a la mujer de tu prójimo? Vamos, padre, si alguien lo hizo, o lo hace, es porque la mujer del prójimo parece que todos los días se vistiera para Halloween.
Yo no estaba muy seguro de qué pensaría el cura de lo que íbamos hablando, pero cuando lo vi reírse tanto que casi voltea la taza de café, pensé vamos bien. Así que ahí lancé el último penal: “¿por qué no saca también eso de ser fieles, si la mitad del mundo no lo es?”
Ah, no, eso sí que no, el Señor nos prohibió la promiscuidad y no ser fieles contribuye a ello. Lo de que mientras vivan juntos podría ser, tengo que pensarlo, pero que no hable de la fidelidad, olvídalo. Y te sugiero que no sigas, porque no me vas a convencer.
Decididamente, había mandado la pelota a la tribuna.
Bueno, de acuerdo, ésa puedo dejarla pasar, al fin y al cabo es problema de ellos si lo son o no, cada uno hace con sus órganos genitales lo que le da la gana.
¡Hijo!
Bueno, dejémoslo así, que bastante me cuesta entender cómo puede hablar del amor alguien que nunca ha amado. En fin, no es una amenaza, pero si le oigo hablar de hasta que la muerte los separe doy media vuelta y me voy.
Así que estaba parado, impecable, como ya dije, esperando que empezara la ceremonia y preguntándome qué diría el cura y si yo cumpliría mi promesa de irme. De mi padre podría esperar alguna sonrisa, pero de mi madre, cuan enérgica y devota es, suponía me agarraría de un brazo y me arrastraría de vuelta al lugar del que me iría.
Entró mi a punto de ser cuñada, del brazo de su padre, se la entregó como corresponde a mi hermano y el cura hizo sentar a los invitados. Yo he tenido varias novias, supongo que como todos. A algunas las dejé yo y otras me dejaron a mí. De éstas últimas, hubo una que me dolió mucho, yo estaba muy enamorado y me llevó meses recomponerme. Nuestra última conversación empezó y terminó con dos frases célebres: la primera, “tenemos que hablar” y la última “tú no me entiendes”, a la que después de unos segundos agregó “sólo piensas en ti”.
El cura dijo lo de mientras vivan juntos pero antes habló durante unos quince minutos. Cuando terminó vi que más de una mujer lagrimeaba. Yo no, aunque debería confesar que tenía los susodichos en la garganta. Yo pensaba en por qué no tuve un padre que me hablara así y me explicara no sé si qué es una pareja, pero aunque sea, qué es ser compañeros y cómo el amor debe expresarse diariamente..

viernes, 24 de octubre de 2008

Amores perdidos

- No me vas a creer a quién me encontré ayer.
- ¿A quién?
- A Elisa.
- ¿A Elisa?
- Sí, a ella. Fue de casualidad. Yo salía de tomar un café y Elisa estaba por entrar a hacer lo mismo. Primero hubo un par de segundos de mirarnos y después no sabes con cuánta efusividad nos abrazamos. Es que claro, tanto tiempo sin vernos no es poca cosa...
- Pero...
- ...espérame, espérame que te cuente. Nos sentamos y parecíamos dos adolescentes, puro tomarnos de las manos, besarnos, mirarnos, reír y volví a tener la misma sensación de placer y de amor que cuando vivíamos juntos, como si nunca me hubiera abandonado. Yo no iba a dejar pasar la oportunidad así que como a los cinco minutos le pedí perdón por algunas barbaridades que hice en aquel entonces, que bastante tiempo tuve para pensarlas y darme cuenta que estuve mal y no sé si era por la felicidad del encuentro o porque también ella las había pensado pero a cada instante me decía “no importa, no importa, ya pasó”. Y un poco a borbotones empezó a hablar de las suyas y yo...
- Por favor, deja de hablar un momento y escúchame...
- ...pues yo tomé la misma actitud y también le dije que ya no importaban, que nada cambiaría la felicidad de haberla encontrado y además como siempre, con el mismo peinado, igual largo del cabello, esos ojos negros que no dejaban de brillar y suponía que ni un gramo de más ni uno de menos. Para no hacértela muy larga, porque veo que a cada instante quieres decir algo y ya sé que eres muy impaciente, ¿sabes qué hicimos después? Nos fuimos a mi departamento y estuvimos horas haciendo el amor, acariciándonos, besándonos y yo muy educadito porque como sé de su problema de salud cada hora me levantaba de la cama e iba a buscarle un vaso de agua. Después, pero lo que se dice mucho después, decidimos cenar y por supuesto cono hacíamos siempre preparamos juntos la comida...
- Párale tantito y no voy a dejar que me interrumpas porque ...
- ...y además, que para algo era una noche muy especial, cenamos a la luz de velas, con música muy suave y por supuesto con mi gato sentado en su regazo porque ni hace falta decir que en cuanto entramos saltó sobre ella, se ve que la reconoció de inmediato. En fin, que como reencuentro fue muy maravilloso, habrá que ver qué nos espera de ahora en adelante.
- ¿Terminaste? ¿Ya puedo decir algo?
- Lo que quieras, aunque como mi mejor amigo supongo que estarás tan contento como yo.
- Eduardo...
- ¿Qué? Larga, desembucha.
- Elisa murió hace ya dos años.

viernes, 3 de octubre de 2008

Amor


Fue un instante. Menos de un segundo. Alcé la vista del libro que estaba leyendo y me di vuelta, suponiendo que algunos de mis hijos estaba atrás mío. No había nadie. Intenté dilucidar qué pudo moverse para provocar la sombra que estaba segura pasó frente a mí, pero no pude descubrir qué fue. Debe ser el sueño, supuse, que ya me hace ver visiones, mejor me voy a dormir. Aunque no lo hice, la novela me tenía atrapada en sus páginas, qué va, en cada una de sus líneas, porque además de muy bien escrita tenía la ilusión de haber acertado en cuál era el final y quería terminarla. Y será mejor que lo haga hoy, me dije, porque si vuelve a haber otra noche en que dejo a mi esposo dormir solo hasta la madrugada, en la mañana me espera un escándalo. Pero seguía con la seguridad de haber visto moverse una sombra en la pared que estaba frente a mí.
Al día siguiente, en el trabajo presté el libro, tal como había prometido, porque después de haberme escuchado hablar de él durante varios días hasta se creó una fila de espera para que lo fuera pasando por turno. Tuve la prudencia de no contar el final. Más bien, nada del último capítulo. Y relatándoles a mis compañeros que me desvelé ansiosa por terminarlo, no tuve peor idea que también referirles de esa sombra que cruzó frente a mí y que no logré determinar de dónde provenía. “Es un fantasma, querida, yo que tú llamaría a los cazafantasmas porque debes tener la casa embrujada”, exclamó uno. Nos reímos y acabó el asunto.
Al anochecer, mientras preparaba los panes franceses que .me pidieron los chamacos para cenar, hubo un momento en que me quedé inmóvil, conteniendo la respiración y dudando si darme o no vuelta: tenía la muy clara sensación de que alguien, atrás de mí, me observaba. Pero no podía haber nadie. Mi esposo aún no había vuelto del trabajo y oía claramente a mis dos hijos reírse en la sala, donde no sé cuál caricatura veían. Mientras dudaba qué hacer percibí que ese algo o alguien se acercaba. Me di vuelta, bruscamente, sin saber con qué o quién me encontraría y lo único que vi fue al refrigerador, en el mismo lugar de siempre..
Me senté. Estaba agitada. Quizás también asustada. O me estoy volviendo loca, me dije, o algo hay en la casa que se entretiene en asustarme. Pero, ¿qué podía ser? No había sentido la presencia de una mosca y la sombra que vi el día anterior era voluminosa, como la de un ser humano. Recordé mi infancia, época en la que fui bastante miedosa y una noche sí y otra no mi madre debía venir a mi habitación a demostrarme que no había monstruos por ningún lado. Semanas, o meses, no recuerdo bien, y quizás hasta años, me negué rotundamente a mirar debajo de la cama para comprobar que ningún ser estaba allí, dispuesto a engullirme en cuanto apagaran la luz.
Esa noche le conté las dos sensaciones a mi marido. ¡Ay, Teresa, si usaras tu imaginación para ganar dinero seríamos multimillonarios!, respondió. La verdad, me enfadé. Algo que no es nuevo entre nosotros. Después de diez años de casados la báscula debe inclinarse claramente si en un platillo ponemos lo que nos une y en el otro lo que nos separa. De amor no sé qué queda y de hacer el amor con pasión sólo el recuerdo.
Cuando terminamos de cenar él se fue a mirar televisión y yo me quedé sentada en la cocina. Esperando. ¿Esperando qué? Que a la sombra, fantasma o lo que fuera pudiera verla o sentirla nuevamente. Estaba decidida a preguntarle quién era, por qué lo hacía, qué motivos tuvo para elegir mi casa, o a mí, no sé, algo. Ya un poco cansada de esperar me entretuve en coser un calcetín de mi hijo mayor, que más que uñas parece que tuviera garras por como los destroza. Iba a darme vuelta, con brusquedad, pero algo me frenó y me dejó sentada: nuevamente la sensación de alguien atrás mío pero por mi cuello pasaba una especie de aliento, apenas perceptible, casi como el de un bebé cuando duerme. Y me gustaba. Comenzó a invadirme un calor por todo el cuerpo tan sabroso que sólo atiné a apretar el calcetín con las dos manos, cerré los ojos y me dije no te voy a preguntar nada, no te vayas sigue, sigue, sigue. La irrupción de mi marido, preguntando si había cervezas frías, arruinó todo. Me di vuelta y claro, ahí no hallé a nada ni a nadie.
Me costó dormirme. Hice cuentas. La primera vez pasó frente a mí, la segunda estaba detrás de mí y la tercera me agasajó con su aliento en mi cuello, una de mis zonas erógenas más sensibles: él vino por mí, fue la conclusión. Me preguntaba por qué sólo de noche y también qué me esperaba para la siguiente vez que viniera, ¿una palabra? ¿Una caricia? ¿Poder verlo bien? La verdad, todo me sabía a disparate pero era tan linda esa sensación de que sólo yo lo recibía, de que era de mi exclusiva propiedad, que creo así me dormí, con la incógnita de qué me haría la noche próxima.
La tarde siguiente le pedí a mi madre que recogiera a los niños de la escuela y me fui a ver una de esas mujeres que la hacen de psíquicas. Ya alguna vez había pasado frente a su local, donde además de leer las manos se avisaba que tiraba las cartas del tarot y que interpretaba cualquier cosa que alguien no entendiese. Cuando entré me hallé en uno de esos lugares que uno ve en las películas y hasta miedo te puede dar. Cabezas de águilas y de búhos en las paredes, todo en una semipenumbra muy acogedora y “Madame Olivia”, que así se llamaba, una mujer sumamente delgada, vestida con una túnica multicolor, me hizo sentar y pidió le contase qué necesitaba. Un psiquiatra, pensé para mis adentros, pero sólo dije su consejo. Me escuchó, tomándome una mano, relatarle mis tres sensaciones. Ahora sabremos de qué se trata, respondió. Tomó un mazo de cartas muy extrañas, me hizo barajarlas, luego cortar y sacó la que correspondía, que no me mostró. Me sonrió, creí que con picardía, y sólo dijo “¡qué amor tienes! ¡Aprovéchalo!” No entiendo, respondí, ¿alguien está enamorado de mí y por eso se me aparece? Pero, ¿qué es? ¿Un fantasma? Los amores, aseguró, no son fantasmagóricos, pueden ser ilusorios o fantasiosos o de remembranza pero los seres del otro mundo no se enamoran. ¿Entonces? Tú eres la enamorada y por eso sientes tan intensamente que él va a verte, para que estés feliz: a ver, ¿te acuerdas de hace cuánto tiempo no estabas tan contenta como hoy, a pesar del susto?
Después de tres años de haberlos dejado, cuando salí de su local compré cigarrillos y me fumé uno. Mejor dicho tres, uno tras otro. ¿Yo enamorada? ¿Y de quién? Aunque la tal Olivia acertó, pese al desconcierto estaba encantada y aún más, esperando que llegara la noche, para la cual ya había resuelto que esperaría que mi peor es nada –nunca mejor dicho- se durmieses y me iría a la sala a esperarlo. Me sentía como en la adolescencia, cuando hacía una lista de los chicos guapos y después elegía al que pretendería ligarme: nada más que ahora no sólo no había lista, no encontraba de quién pudiera haberme enamorado. Hallé sólo uno, un guapísimo total, compañero de trabajo, pero que no tiene más atributo que ese, ser el colmo de la belleza varonil, por lo demás es un bobo. ¿O yo debería incluirme entre las que suspiran cada vez que lo ven pasar? No, nunca lo hice y lo dejé de lado de inmediato. Pero entonces, ¿de quién?
Cumplí. Con todo el personal dormido, me senté en la sala otra vez a leer. No sé cuánto tiempo estuve así, hasta que nuevamente tuve la sensación. Sólo que ahora no fue nada más sensación de algo detrás mío: una mano, o eso parecía, comenzó a acariciarme el cabello, suavemente, con mucha suavidad, y yo lo dejé hacer porque disfrutaba horrores y nuevamente a sentir que el calor inundaba mi cuerpo y rogaba que nada ni nadie lo interrumpiera y sigue por favor que me estás volviendo loca y qué hago le tomo o no le tomo la mano o me doy vuelta no porque si me diera vuelta capaz que me pierdo este placer si hasta parece que el lacio cabello que tengo está más alisado que nunca y así con los ojos cerrados por el gusto sentí la mano ya no en el pelo sino en la mejilla con la misma suavidad y ya no puedo más tengo que saber quién es. Cuando abrí los ojos no vi ninguna mano, pero mi mejilla ardía.
Esa noche también me costó dormirme. En ocasiones miraba a mi marido, que sí lo hacía, y me preguntaba cuánto tiempo lleva él sin acariciarme así y con quién o dónde habrá aprendido a hacerlo mi fantasma. Antes de acostarme me miré en el espejo, desnuda, y quise imaginarme qué haría el que me acarició si me encontrara así, que al fin y al cabo bastante buena estoy, pero como ya sólo preguntármelo me excito, me metí bajo las cobijas. Me acordaba de las palabras de Madame Olivia y no podía evitar preguntarme cómo aprovechar el amor que tengo, que fue más o menos lo que dijo. ¿Decírselo a él la noche siguiente? ¿Y cómo sé que de él estoy enamorada si no es más que una sombra? Y una mano, ¡por Dios, qué mano!
Fui a comer con mi papá, el hombre más bueno y comprensible que puede haber. Le conté todo, con pelos y señales, aunque evité hablar de mi excitación, eso era para platicar con una mujer. Cuando vi que se atusaba el bigote me preparé a escuchar algo serio, porque nunca habla así si previamente no mueve su mostacho. “Hija, tu psíquica dio en el clavo, nada más que no la entendiste. Ni jota entendiste. Salvo los dos años de novia con tu marido y los dos primeros años de casada, siempre estuviste enamorada de la misma persona. De ti”.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Cuentos de las Lomas


Supe que era una persona muy especial desde la primera vez que hablé con ella. Por teléfono. Me llamó, se identificó como Catalina López Zarza y dijo “desde el jueves voy a empezar en el taller literario que usted dirige”. Ni siquiera preguntó si estaba de acuerdo. Quedamos en vernos esa tarde en una cafetería, en Polanco, pero no cualquier cafetería, en Gino´s, fue la primera que hubo en la zona, cuando yo era adolescente y casi no había en la ciudad lugares que sirvieran café exprés. Vivía cerca y varias mañanas iba a tomar uno y a leer alguna revista o a perder el tiempo. Años después me enteré era el lugar preferido de muchas señoras de por allí que no sólo iban a chismear, como creía, sino a ver si ligaban a algún joven. Conmigo, al menos, ninguna lo intentó.
Me impresionó cuando la vi. Rondaba los cuarenta –luego sabría que tenía cuarenta y dos, tres más que yo-, era una mujer bella y distinguida, como una auténtica reina, porque llamarla princesa con esa edad sería decir que era solterona. Para moverse, al hablar, en la forma de vestir, la altivez para tratar a los demás e incluso en su fino humor. Valga un ejemplo de esa forma de ser: cuando nos despedimos me dijo hace ya quince minutos que debería estar en mi casa, de manera que le sugerí se fuera corriendo. Yo no corro, me apresuro, exclamó con una mirada que no supe si era de desdén, de ironía o de ternura.
Elegí su taller, me explicó esa tarde, porque hace años que forma a la gente en la redacción de cuentos y yo quiero ver qué opinan de tres o cuatro que ya tengo escritos y sobre todo aprender cómo hacer los que he pensado escribir. Mientras hablaba me pareció que iba a ser un personaje muy distinto a los que en ese momento eran mis alumnos, casi todos jóvenes y algún que otro adulto que se acordó tarde de iniciarse en la literatura, pero no sólo creí que esa diferencia le haría bien al grupo sino que además ella me atraía, nunca había estado cerca de “una señora de las Lomas”, como se definió, y además me propuse darme cuenta si esa altivez era diaria, permanente, o una pose que adoptaba conmigo.
¿Y qué temas ha tocado en sus cuentos?, pregunté. De lo que más sé, de las mujeres como yo. ¿En qué sentido mujeres como usted? Sonrió y contestó ya se lo dije, las señoras de las Lomas, va a ver que casi todos son de anécdotas o historias de personas similares a mí, nada más que ellas las cuentan y yo las comencé a escribir.
Esa noche pensé bastante en ella. La mujer era –supuse seguiría siendo dos horas después de que nos vimos- bonita, con unos ojos cafés muy vivaces, brazos delgados y dedos largos, muy simpática cuando sonreía y además al hacerlo se le formaban un hoyuelo en cada mejilla. También pensé que un no sé qué, algo, tenía distinto a las de su círculo social porque es verdad que en ocasiones ni saben qué hacer con su tiempo pero no supe de ninguna que quisiese escribir y menos aún con oyentes. Porque ya había tenido varios alumnos que la primera vez que debieron leer ante los demás sus cuentos se avergonzaban. Veremos cómo se comporta. Si es que viene.
La primera sesión a la que asistió fue una auténtica revolución. Saludó a todos y cada uno de mano, con un aire de superioridad no disimulado, depositó en la mesa las pastitas que trajo –y comprobaríamos eran deliciosas-, se sentó, cruzó las piernas y vi que no hubo nadie que no dejara de observar su ropa, calzado, cartera y cuanto tenía y, supuse, porque de eso no sé nada, debían ser de marcas exclusivas y de la mejor calidad. De lo que sí sé, piernas, vi que eran como a mí me gustan, bien torneadas. Contra lo que imaginé, sus comentarios y observaciones sobre los cuentos que leyeron los demás fueron muy pero muy acertados. Cuando leyó el suyo no podíamos contener la risa. Contaba los desvelos de una madre millonaria porque su hija, de veinte años, fue ferviente partidaria de Andrés Manuel López Obrador, iba a sus mítines y hasta participó en el bloqueo de Reforma; y los comentarios de la personaje no tenían desperdicio: “¿qué le ve a ese indio?”, “hubiera preferido que fuera drogadicta”, “ni hablar sabe, dice idial en vez de ideal”. Para mi sorpresa, porque sabía que sólo comenzó a escribir hacía un par de meses, y así lo dije, el relato estaba muy bien estructurado, con excelente manejo de los tiempos y un lenguaje que aunque sabíamos no es del común de la gente sí de ese tipo de personas. Hubo un momento en que sonó su celular, salió de la sala para hablar y cuando regresó le comenté eso se me olvidó decírtelo, todos al comenzar aquí apagamos los celulares. Sentada otra vez dijo me parece bien, así lo haré, lo que no sé es por qué me tutea. Creí que contestarle por lo bonita que eres sería poco prudente.
En la noche la única que se quedó cuando los demás se marcharon fue Julia, que además de alumna del taller manteníamos una relación amorosa bastante llevadera. ¿De dónde sacaste a ese personaje?, fue su primer comentario. El segundo me tomó por sorpresa: “no le sacabas la vista de encima... y ella tampoco a ti”. Vamos, no te pongas en ese plan, la miré como miro a todos cuando hablan o leen. Puede ser, pero esa vieja no me gusta así que mucho cuidadito.
En la siguiente sesión nos contó que en la primera aprendió mucho, así que decidió corregir lo que había escrito con anterioridad “porque me di cuenta, me hicieron ver, mejor dicho, así que se los agradezco, algunas cosas que no sabía se deben tener en cuenta, como la cacofonía”. Si el primero que trajo estaba bien hecho, el segundo era casi perfecto. Narraba las dudas sobre qué hacer, la furia y la humillación de una mujer que se enteró su esposo la engañaba con una quince años menor que ella. Estaban muy bien explicados los sentimientos, el personaje perfectamente descrito tanto físicamente como en su forma de actuar y me di cuenta, porque previendo nuevas escenas de celos de Julia opté por mirarla lo menos posible, que todos se quedaron, nos quedamos, estupefactos con el final.
Dos días después me llamó nuevamente por teléfono. “Creo que estuve mal y quiero pedirle disculpas”. ¿Cuándo? Cuando no dejé que me tuteara, vi que todos lo hacen y soy la única en tratar a cada uno de usted, lo cual es una tontería porque varios tienen edad casi como para ser mis hijos. ¿Me perdonas? Qué iba a decir, que sí, obviamente. Esa vez hablamos largo rato, le conté de qué vivo y ella que tiene dos hijos universitarios, de que soy divorciado y Catalina me dijo se casó muy joven con un hombre que le lleva ocho años, de literatura, de autores y de ideas para cuentos. No salía de mi asombro. Además de atractiva era evidentemente buena lectora, no sólo de la revistas, como supuse era lo que leían sus amigas. Algo que me contó me provocó una duda: me dijo que rara vez sale de las Lomas. Si era cierto, y no tenía porqué qué no serlo, ¿por qué me citó en esa cafetería? Eso me hizo reír, ¿si aún fuera adolescente hubiera intentado ligarme?
Durante semanas se fue compenetrando más y más en todo. En los cuentos ni que hablar, pero también en las charlas de todo tipo que suelen surgir en los talleres. Además, me imagino que sin proponérselo, continuó siendo el centro de atención de todos. La altivez, comprobé, no la perdía, pero supo aconsejar, proponer o criticar sobre las cosas que alguno o varios contaban de sus vidas. Y en más de una ocasión, a veces en algún comentario con ternura y en otras simplemente para que nos divirtiéramos, volvía a aparecer ese humor que noté desde la primera vez que la vi.
Una tarde trajo un relato hermoso. Era de una mujer que mantenía relaciones sexuales con su masajista. La historia no era novedosa pero el tratamiento fue excepcional. Sin relatar ningún acto sexual el cuento desbordaba erotismo por todos lados y las sensaciones de ambos, el deseo, la posesión, sentirse poseída, acostarse con una mujer mayor que él (aunque en ese oficio no debía ser la primera) y con un hombre más joven, tenían tanto realismo que, después lo comentamos, todos nos sentíamos alguno de los dos personajes. No sé cómo lo vivieron los muchachos, más jóvenes que yo, pero este hombre tenía una calentura marca diablo. Para colmo, cuando terminó de leer alzó la vista y me miró, segundos que me parecieron siglos.
Como hago cada vez que concluye una sesión, vuelvo a leer las copias que me dejan, a analizar los cuentos y a apuntar en un cuaderno cuáles mejoras noté en cada uno, si es que hubo alguna. Esas anotaciones, lógicamente, las hago si Julia no se queda a dormir. Una muchacha trajo un texto muy bien elaborado sobre el estado de los hijos en el velorio de su padre, y ahí lo pensé, lo recordé, más bien, porque obviamente ya lo sabía: que en lo que se escribe siempre hay algo autobiográfico, de deseo que a uno le pasase o de fantasías, las sexuales son las más comunes, que se llevan a los cuentos. Me puse a revisar los de Catalina -¿le habrían puesto ese nombre por la grande, la zarina rusa?- pero no pude llegar a una conclusión definitiva: en alguno o todos pudo haber sido ella la personaje y ser una mentira que era lo que le contaban sus amigas. Opté por llamarla por teléfono para salir de dudas, pero una voz femenina me dijo “la señora nostá, salió de dinner, ¿osté gusta dejar mensaje?
La semana siguiente faltó a la reunión, lo cual me avisó diez minutos antes que comenzara. Siete días después sí vino, aunque apenas tarde, por lo cual pidió disculpas. Me llamó la atención porque por primera vez besó a cada uno, dejó de darnos la mano. Quizás esté perdiendo la altivez, pensé. Aunque, otra vez sentada frente a mí, noté que había algo raro en su rostro. Como si estuviera pensando en otra cosa o recordando a alguien o algo. Incluso, fue la vez que menos participó en comentarios y análisis de los cuentos que se leyeron. De tanto en tanto me miraba pero esos ojos cafés no estaban vivaces. Cuando le tocó leer el suyo noté que había un cambio respecto a los anteriores, en esta ocasión no fue sobre una mujer sino que el personaje era un hombre, un empresario que... Primero noté que cuando estaba por terminar el primer párrafo se le quebraba la voz, hasta que a la mitad del segundo no pudo seguir leyendo y de sus ojos comenzaron a caer lágrimas. El empresario descubría que la esposa lo engañaba con su masajista.

martes, 16 de septiembre de 2008

Historia sin palabras

Me llamó la atención ver a varias personas haciendo un círculo y tuve curiosidad sobre qué veían. Suelo pasar por esa esquina, bastante transitada a casi todas horas del día, y generalmente lo hago apurado para no llegar tarde a trabajar. Esa mañana, en cambio, iba bien de tiempo. Con la circulación infernal que tiene la ciudad de México es casi imposible determinar cuánto va a demorar uno en llegar de un punto a otro. Eso, sin contar que dado el brutal nivel de violencia cualquier cosa puede pasarte en el camino: uno sabe que sale pero ni cuándo llega ni siquiera si va a llegar.
Así que me asomé por sobre la cabeza de una señora muy bajita y lo que vi me sorprendió. Una niña, calculé que de unos diez años, sentada en el suelo, con ropa y aspecto de indígena, hablando mientras los del círculo la escuchaban atentamente. Yo hice lo mismo aunque un par de minutos porque terminó de contar su historia. Varios se inclinaron hacia ella y le dieron monedas y alguien hasta un billete de veinte pesos. La niña dijo gracias, se puso de pie, inclinó la cabeza, como si fuera china o japonesa, y se marchó rápidamente.
Yo no le di nada. Nunca pude determinar de dónde proviene mi hábito de no dar limosnas aunque, pensé después, lo de la chica más bien parecía un trabajo, algo había contado para que su público le diera dinero. Me arrepentí de no haberlo hecho. Pese a que sólo escuché el final de la historia, bien valía que se ganara la vida así.
Al día siguiente fui más temprano que otras veces. Ahí estaba, sentadita, con una blusa multicolor que, por lo poco que sé distinguir, me pareció oaxaqueña. Una mujer le había llevado una pequeña bolsa con frutas y poco después de mi llegada la niña comenzó a hablar. Contó una historia zapoteca. La voy a sintetizar. Era sobre un dios que se enamoraba de una joven casada así que decidió eliminar al marido para quedarse con ella. Provocó tal tormenta en el mar que el barco en que el hombre pescaba se hundió y cuando, triunfalmente, bajó a la tierra en busca de la muchacha, vio que se había ahogado en sus lágrimas.
La gente le aplaudió, se repitió la escena de las monedas y algún que otro billete y esa vez me incluí entre quienes les dieron dinero. Le pregunté su nombre pero ella se fue tan rápido que no supe si no me oyó, no quiso contestarme o a lo mejor hasta temor le produje.
“Está ahí todas las mañanas, nadie sabe de dónde viene ni hacia dónde va, sólo que cuenta historias conmovedoras: a mí, al menos, una vez me hizo lagrimear”, me explicó una compañera de trabajo cuando le pregunté si alguna vez la había visto.
A la mañana siguiente fui el primero en llegar. Cuando le pregunté por qué contaba historias, si era para ganar dinero, me dijo que sí, que vivía de lo que la gente le daba, aunque agregó, más o menos, que “las historias son para contarse, si una no lo hace se las lleva el viento y éste es muy malo, puede dispersarlas y después no sabemos dónde quedaron las palabras, y lo peor que nos puede pasar a alguien es el silencio”.
Así, mañana tras mañana, oíamos una leyenda, a cual más bonita cada una, a veces de dioses, otras de amor y también de guerras o la ilusión que da sembrar la tierra para esperar su fruto. Una de ellas logré que me dijera su nombre, Nayeli, y su edad, diez años.
Hasta que desapareció. Durante dos o tres días sus oyentes habituales la esperamos, conversando entre nosotros y preguntándonos si habría cambiado de esquina, si quizás regresó a su tierra o que habría sido de ella.
Me la encontré una tarde, meses después, casi al crepúsculo, muy lejos de donde nos deleitaba. Alcancé a tomarla de un brazo cuando vi que iba a empezar a correr. ¿Qué te pasó Nayeli, por qué dejaste de ir a contarnos historias?, le pregunté. Porque no quiero contar la última que sé, la de la niña que volvieron prostituta.

sábado, 6 de septiembre de 2008

¡Ay Jesusito!


Dije basta. De sufrir, de extrañarla, de no saber qué hacer sin ella.
Se acabó, fue la expresión.
Pero claro, una cosa es resolverlo y otra que pase en la realidad.
¿Qué se hace a los veintitrés años cuando la novia lo deja a uno?
Emborracharme nunca me gustó; llorar tampoco; escuchar música no me sirvió de mucho; y recurrir a los cuates menos porque a casi ninguno les caía bien Mercedes, así que en vez de acompañarme en mi dolor –¡Uy! Esa frase no es de bolero sino de tango- se hubieran alegrado de que desapareció de mi vida.
Así que decidí recurrir en plan de consejo al lépero hereje, frase para definir a un personaje singular, mi tío abuelo, Jesús, que claro, con ese nombre, ¿cómo no iba a ser sacerdote?
Pocas veces hablé con él desde su retorno así que no lo conocía mucho pero por las referencias familiares y lo que había visto pensé que podía servirme. Porque él sí fue la oveja negra. Yo, por haberme ido a vivir con una mujer cinco años mayor, sin casarme, ni siquiera por lo civil, apenas llego a gris.
Entre sus historias está que vino a oficiar de sacerdote a esta ciudad, la misma que lo vio –nos vio- nacer, cuando tenía veintiocho años. Necesitó, cuentan, a alguien que le cocinara, lavara y planchara la ropa y limpiara la iglesia, así que contrató a Eustolia, una muy devota mujer, que asistía puntualmente a misa cuantas veces las hubiera y rezaba con mucho fervor, “casi místico”, según mi abuela. El detalle estaba en que tenía diecisiete años y cuando Jesús se la llevó –mi tío abuelo, no el otro- a su nuevo destino, tres años después, estaba más gordita.
Las historias de sus sermones eran alocadas. Como la vez que desde el púlpito preguntó, con rugiente voz, “¿por qué chingados vienen a ser perdonados si cuando cometieron el pecado ya sabían que lo era?”. Mi familia, creyente como la que más, se escandalizaba de ese familiar que, años después se supo, tenía dos hijos con Eustolia, quien seguía limpiando, cocinando y planchando pero ya no vivía en la iglesia. Que se supiese. En aquella ciudad fue bautizado como “el padre besucón”, porque cada vez que casaba a una pareja decía “puede besar a la novia... primero usted y después yo”. No sé cuántas le hicieron caso ni cuántos maridos lo permitieron, pero el sólo hecho de que lo propusiese ya hablaba bien del único hermano de mi abuelo que vivía.
A nuestra ciudad volvió hace medio año, él con setenta y tres y ya jubilado, así que vivía abiertamente –según se mire, porque cerraban la puerta- con Eustolia, cuyos hijos, profesionistas, les habían dado tres nietos, a cual más simpáticos cada uno. Los conocí a todos un domingo, en comida familiar. Un sábado en la mañana estábamos Mercedes y yo sin siquiera habernos levantado y disfrutando cada uno del cuerpo del otro cuando los golpes en la aldaba nos indicaron que alguien insistía en interrumpirnos. Impensable que fueran mis padres, que a ella nunca le dirigieron la palabra y a mí apenitas, ni mis hermanas menores, quienes aseguraban me iría al infierno, así que me puse a medias un pantalón y fui a abrir. “Hola, pecador, soy tu tío Jesús, hazme pasar y sírveme un café que no vengo cargando la cruz pero caminar, a mi edad, cansa”, definió. Por si fuera poco, cuando apareció Mercedes la abrazó y besó, la miró de arriba abajo y soltó “hijo mío, ¡qué buen gusto tienes para pecar!”.
Mercedes no paró de reírse mientras estuvimos los tres ni al día siguiente en la comida, a la que llevó un postre que raras veces hacía. Fue entonces cuando conocí a Eustolia –“esa perra”, “la enviada del Demonio”, “ella es como la del pecado original”, según expresiones de mi abuela o tías-, una mujer dulce hasta decir basta a la que se notaba sus hijos adoraban, al igual que a Jesús –mi tío, no el otro, o vaya uno a saber, quizás a aquél también-, y que por su porte era notorio que fue muy bella.
Yo creo que el lépero hereje –lo segundo ya no lo era, pero lo primero con cuánto entusiasmo, no podía decir tres palabras sin que alguna fuera una leperada- nos invitó porque éramos la única familia dispuesta a estar con él; e igual fue para Mercedes, por fin alguien de la mía se dignaba dirigirle la palabra. Y creo que fue lo único que le dirigió, además de sonrisas, porque estaban delante esposa, hijos y nietos. Si no, otro gallo hubiera cantado.
Pero ahora Mercedes ya no estaba y la casa y la soledad para mí eran un infierno. Supe que se fue a otra ciudad pero no me quiso dar ningún dato de dónde de manera que todos mis intentos de encontrarla fueron en vano: hasta cambió de dirección de correo electrónico. Yo estaba en la desolación total.
Mi tío me recibió en calzones y camiseta. Cuando le expliqué por qué había ido rascó su barba, canosa, que no se la dejaba pero era obvio que en tres días por lo menos no se había rasurado, y poniendo un tono de voz misterioso dijo “llegó la hora”. Como tras decirlo se levantó y marchó, me pregunté de qué diablos sería la hora, aunque cuando lo vi venir con una botella de tequila no supe si reírme o emprender la retirada.
Pero ni lo intenté ni me hubiera dejado. Sirvió dos copas, le pidió a Eustolia algo de botana y proclamó “de lo que llegó la hora es de que entiendas cómo es la vida; si lo entiendes bien, Mercedes va a ser una anécdota o la vas a ir a buscar hasta el fin del mundo”.
Me llevó cinco meses hallarla. Y dos días convencerla de que volviéramos a estar juntos. Hasta anoche lo logré. No sé cuánto duraremos, si será para siempre, como Jesús –ya saben, mi tío- y Eustolia, pero valió la pena el esfuerzo. Aunque en realidad no me costó mucho porque lo que hice cuando la vi fue prometerle que sería como él me dijo que fuese y casi recitarle, palabra por palabra, lo que me explicó el lépero hereje aquella mañana, mientras mi tía cosía un disfraz de mariposa para su nieta menor.
“A ti, como a casi todos, te enseñaron a sufrir y a penar, porque eso es lo que la religión dictamina. Yo, como enseñaba otras cosas, nunca pasé de cura de pueblo. Y menos mal, porque si hubiera llegado a ser Papa todo sería distinto, no sabes qué chingaderas haría. Toma el ejemplo de mi tocayo, ¡él sí supo ser un cachondo! Convirtió el agua en vino para que la gente pudiera emborracharse a gusto; no permitía ayunar en las fiestas porque para qué mierda va uno a una fiesta si es para morirse de hambre; los rabinos lo crucificaron no porque no fuera el Mesías sino que predicaba la alegría; y para rematarla vivió con una prostituta, o sea que ella sabía de memoria cómo ejercer el acto más feliz del mundo. Tú ni levantes la cabeza, Eustolia, que el primer libro que te hice leer fue Justine y Juliette, el del Marqués de Sade. ¿O no me vas a decir que disfrutabas más estando conmigo que yendo a misa? ¡Ah, verdad! Pero a ti, muchacho, te educaron en ir a misa, y seguro que tu inconsciente, ese que nunca duerme, cuando eyaculabas en vez de hacerte dar un alarido de placer te hacía vivir las culpas de no estoy casado, esto es pecado, el Señor me perdone y tantas otras idioteces. O sea, la pobrecita de Mercedes, si disfrutaba, disfrutaba a medias. Piensa en mi tocayo... se cuenta que más de una vez los vecinos fueron a ver si le pasaba algo por sus gritos, un dolor de muelas o cosa por el estilo, y qué va, aquél jadeaba entusiasmado porque Magdalena –fíjate qué curioso, no me había dado cuenta que su nombre empieza con la misma letra que el de tu ex mujer- lo dejaba rendido. Y no a sus pies, precisamente. O sea, que lo que te falta es alegría y saber coger, no hay de otra. Tú silencio, Eustolia, que ésta es conversación de hombres, vuelve a lo tuyo. Que son las cosas que mi tocayo tuvo. Y yo también, si no me crees pregúntale a ella. Te voy a contar algo que nunca le dije a nadie, ni a mis hijos. La primera vez que nos acostamos esta mujer no dejaba de persignarse y rezar en susurros y tanto me hartó que terminé atándole las manos a la cama, amordazarla no porque hubiera quedado feo, pero eso me permitió oír que su quejido de placer, murmullo o lo que haya sido fue ¡Dios mío! O sea, según ella, pude haber sido Papa. Y sobre todo, diviértela, hombre, diviértela, no hay mujer que olvide a quien la hace reír.”
Cuando terminó de hablar, Eustolia alzó la vista, con sus ojos brillando, y sólo dijo “¡Ay, Jesusito!, amén.”

Descalabros


La primera noche que la vi no le presté mucha atención. A la siguiente sí. Es que en esa oportunidad me acerque a la ventana sólo para abrirla e intentar que mi habitación se aireara un poco y en especial se fuera el olor a tabaco. Mi “alma de búho”, como me llamó alguna mujer, hace que mis momentos más productivos sean en la noche. Si hubiera vivido aquí hace treinta años los vecinos habrían protestado por el ruido de la máquina de escribir, pero las computadoras eliminaron ese posible problema. Y además de ellas menos mal que también nacieron los auriculares, así que puedo escuchar a Vivaldi o a quien se me dé la gana sin tampoco oír quejas. A veces voy a dormir cuando ya amanece y también lo hago oyendo música porque es más grata que los ruidos de los coches o los gritos de los vendedores ambulantes.
Ese noche, como decía, no le presté mayor importancia, aunque me resultó extraño ver a una mujer sola, parada junto a la puerta de un edificio, a horas en que ni las hormigas andan por la calle. Sólo pensé que se le habrían olvidado las llaves y esperaba que algún vecino saliera o entrara para que la dejara ingresar al edificio. Vestía toda de negro o al menos eso parecía a la distancia, y a la altura, porque vivo en un cuarto piso, los pantalones, la chamarra y la blusa. El cigarrillo que fumaba no, ése era blanco.
Aunque la noche siguiente la vi, exactamente igual y en la misma posición y lugar, y eso me despertó curiosidad. Deseché, de inmediato, que nuevamente hubiera olvidado sus llaves, eso a nadie le pasa dos días seguidos. Ni siquiera a mí, que soy el colmo del desorden y el despiste. Mentiría si dijera que esas dos características mías fueron la principal causa de la separación de mi mujer, pero que influyeron, influyeron. Mucho. Eso de quedar en encontrarnos en la puerta de un cine y que ella fuera a uno y yo a otro, creo que puede sacar de quicio a cualquiera.
Pensé si no sería una prostituta en espera de un cliente, porque se le distinguía un cuerpo bonito, aunque también eso lo deseché de inmediato porque por mi calle de noche es rara la vez que pasa un vehículo. Y menos aún a las 2 de la madrugada, que fue la hora en que la volví a ver. Hubo un momento en que alzó la cabeza y creo que me vio, lo cual hizo que de inmediato me apartara y volviera a sentarme frente a la computadora. Es la última vez que me levanto de la silla a esta hora, pensé, no necesito son distracciones y menos aún por un hecho tan insignificante como una mujer parada en la calle. Tenía que empezar, y ya se sabe, todo lo que empieza acaba, el último capítulo de la novela. Mi editor me tenía harto con sus urgencias y para colmo cuando se la propuse se entusiasmó tanto con el tema que me dio un plazo que vencía dentro de cinco días. Y cualquier editor sabe que ningún escritor cumple los plazos, y como preveía que en vez de cinco serían quince o veinte, no dejaba de insistir.
Aunque a la noche siguiente la tentación pudo más que cualquier urgencia literaria o editorial y me volví a asomar. Allí estaba. Aunque esta vez con un vestido. Y a puro valor mexicano, cuando alzó la cabeza le hice un saludo con la mano. Que me devolvió y no sé si fue fantasía o realidad pero me pareció que le agregó una sonrisa. Ahí sí que escapé, a la cocina, donde guardo el tequila, para mojar –y deleitar- a la cuestión que tenía en la garganta: ¿bajo y le pregunto qué hace ahí todas las noches? No, me respondí, las noches son de trabajo, no de mujeres. Me reí porque esa frase no me la creería nadie. Podía hacerlo, el último capítulo empezaba a parirse y aparentemente sin muchos dolores ni contracciones. Era lógico, es una novela sobre como se desmorona mi personaje; desamores, y yo de eso sé mucho, desde el de mis padres pasando por mis hermanos y el de las mujeres; y de autodestrucción. Y uno, como ya se sabe, no tiene la culpa de nada, la culpa siempre es de los otros. A lo largo de más de 200 cuartillas el personaje, vaya oh casualidad, a los treinta y siete años, cifra igual a los míos, harto de fracasos amorosos y de todo tipo estaba al punto del descalabro y yo lo había descrito y trabajado bien. Aunque me faltaba un poquito de drama al final, que debía ser inesperado y fuerte y no estaba aún muy seguro de cuál debía ser.
Pese a lo que creía, a la noche siguiente el parto se puso difícil. Decidí salir a caminar un rato para ver si el aire nocturno me inspiraba, pero me detuvo la posibilidad de encontrar de nuevo a esa mujer. ¿Y qué, acaso le tienes miedo?, me pregunté. No, para nada, me contesté. E hice una jugada magistral. Apagué la luz, miré disimuladamente, vi que ahí estaba, preparé café, mejor dicho calenté el que había hecho unas horas antes, serví dos tazas y bajé.
Hola, le dije cuando la tuve junto a mí, ya nos hemos visto varias noches y para qué te voy a mentir, me intriga saber qué haces aquí, a estas horas, sola, así que decidí traerte un café así la espera se te hará menos larga y...
Y otro para ti mientras te cuente por qué estoy aquí, respondió, con una mueca que podía ser interpretada como quién diablos te crees que eres, o muchas gracias, o necesitaba ese calorcito (que daría para preguntarse si el del café o el mío) o... no sé, daba para cualquier cosa. Así que como no podía guiarme por la boca lo hice por los ojos, por Dios, qué bonitos, y me pareció que brillaban.
- Mira, yo hace ya años que paso las noches solo, esporádicamente acompañado, pero lo hago en mi departamento, trabajando y no parado frente a una puerta, a una hora en la que cualquiera te podría asaltar o vaya uno a saber qué hacerte.
- ¿Tú sueñas?.
- Sí... supongo que como todos, aunque en la mañana rara vez me acuerdo de alguno
- Pues yo estoy aquí siguiendo un sueño
Esas últimas palabras me desconcertaron. Aunque al mismo tiempo pensé en el personaje de mi novela, él ya no tenía sueños, de nada, por eso se hundía irremediablemente.
- Y si no es indiscreción, ¿qué te hizo soñar estar aquí?
Cuando contestó que en su sueño por ahí, en la noche, pasaría el hombre de su vida, estuve a punto de reírme. Aunque no lo hice y a cambio conversamos un rato, muy a gusto. Sentado nuevamente frente a la computadora, pensé si la soledad de esa muchacha sería tan atroz como la mía, al punto de hacerle caso a un sueño para encontrar el amor. Eso me hizo meditar sobre si una mujer no podría salvar a mi personaje. Enamorarse de ella no, eso sería no sólo cursi sino que además no debía haber final feliz. Tengo que pensar en una presencia femenina que algo signifique, me dije, aunque el editor patalee por teléfono por la demora en entregar, pero por algún lado tiene que aparecer.
A la noche siguiente se repitió la escena. Bajé con las dos tazas de café y algo conversamos. Hasta que pensé estaba interfiriendo. Si el hombre de su vida pasaba por ahí y la veía conmigo, probablemente seguiría de largo, a pie o en coche. Cuando le dije que ya me iba, lo que menos hicieron sus ojos fue brillar. Así que volví a mi departamento y me dije basta de cafés. Y me salvé, porque cuando apenas había llegado se desencadenó un verdadero diluvio, parecía que los cielos se habían abierto para descargar cubetadas acumuladas desde hacía mucho tiempo. Seguí pensando en mi personaje femenino y deduje que debía ser alguien inesperado para la piltrafa de hombre que estaba delineando. Se me ocurrió antes de dormirme: una compañera de la Preparatoria.
La tarde siguiente ya tenía algo mejor pensado, así que tras volver con algunas previsiones me senté a escribir. En la novela, el encuentro de mi personaje con ella fue casual y tras reconocerse se fueron a tomar un café. La bebida me hizo mirar por la ventana y la figura femenina no estaba. ¿Habría encontrado a su hombre? Un par de veces me asomé pero nunca la vi. Mis personajes, por su parte, recordaron los viejos tiempos y ella le contó que se graduó en Psicología y tras como una hora de charla le tomó una de sus manos y le preguntó por qué se veía tan mal. Él prefirió no contestar, a nadie le resulta fácil confesar que está al borde del abismo, y cuando se despidieron quedaron en volver a verse: ella le dio su teléfono agregando “para cuando tengas ganas o lo necesites, estoy para ti”.
Hoy parimos el final, me dije a la otra noche, y mañana revisamos todo. Casi alcoholizado por completo, el personaje tomó su celular y el papel donde había apuntado el teléfono de su amiga. Salió al balcón y vio la negritud de la noche. Primero miró el número de teléfono para de inmediato arrojar desde el octavo piso el aparato. Y después él. Todo esto lo cuento breve, escribirlo me llevó un montón de tiempo. Y ella, la soñadora, seguía sin aparecer. Fui varias veces hasta la ventana y nunca llegó. Pensaba pedirle que por una noche no cumpliese su rito o si quería en la mañana pero que leyera la novela. No sé por qué la elegí, pude habérsela dado a cualquier otro. Quizás para que viera que sí vale la pena soñar y que la piltrafa en que se había transformado mi personaje no soñaba con nada ni con nadie. ¿Y yo con qué sueño?, me pregunté. Preferí no contestarme
La tarde siguiente, tal como me prometí, revisé todo de arriba abajo, y por supuesto fui remarcando cosas que tenía que cambiar o corregir o agregar o quitar. Era un martes y terminé cuando empezó el crepúsculo, esa hora en que los árboles se preparan para alojar a los miles de pájaros que duermen en ellos, así que alcancé a llegar a Tepito justo antes de que se levantaran todos los puestos y lo que buscaba tuve que pedirlo con discreción, como si uno quisiera llevarse un video de pornografía dura o cosa por el estilo. La conseguí, la guardé en el bolsillo y regresé a casa. Pero esa noche ella tampoco apareció.

Tras sufrir dos días de calentura, con casi 39 ºC, seguramente producto de la mojadura por la lluvia, que la obligó a estar encerrada en su casa un día más para reponerse, la mujer de la calle decidió pasar esa mañana por allí. Le asombró ver dos patrullas y una ambulancia. ¿Qué pasó?, le preguntó a uno de los policías. El tipo que vivía solo en el cuarto piso se pegó dos balazos, le contestó

viernes, 29 de agosto de 2008

Ella


Yo no creo en fantasmas. Frase que no está dicha como alarde: casi ningún adulto cree en ellos. Nada más que yo debí haber proclamado que no creía... hasta hoy. Porque, además, mi excesiva dosis de racionalidad también me impide creer en milagros, apariciones de ángeles o vírgenes, no tengo creencias religiosas y hasta sostengo que se debería eliminar de nuestro léxico y del diccionario la palabra suerte, condenarla a un eterno destierro. Quizás nunca creí en ellos porque de muy pequeño vi Los crímenes de la rue Morgue, cuando aún ignoraba quien era su autor, Edgar Allan Poe, y mientras esperaba que apareciese el autor de los crímenes vestido con una túnica blanca, resultó que quien los había hecho era un orangután
Agobiado por el calor entré a una cafetería en la avenida Insurgentes porque sé que es de las pocas que además de exprés y capuchinos vende también cervezas. Si fuera comida podría decir que casi me atraganté con ella por la rapidez y fuerza con que me bebí más de la mitad de la botella. Esto parece que viene de antaño. Cuentan que cuando tenía uno o dos años mi madre me preparaba unos gigantescos licuados que yo acababa sin quitarme el vaso de la boca. Sólo después de paladear ese sabroso líquido me quité la chaqueta y miré a mi alrededor. Hombres hablando, supuse, de negocios o trabajo; mujeres que tratarían de consolarse de sus males matrimoniales o los provocados por sus hijos; jóvenes enamorados haciéndose mimos. Nada nuevo.
Excepto ella. Alguna vez conocí a una mujer que se llamaba –se debe seguir llamando- Vida y cuando todos le preguntábamos el porqué de ese nombre respondía que según sus padres sólo por su deseo de vivir pudo haber sobrevivido al parto. Otras ni valía la pena preguntarle cómo se llamaban y mucho menos dónde vivían, pero daba por descontado que lo hacían en la Calle de la Amargura.
Ésta tomaba un capuchino y de tanto en tanto le echaba un ojo a una revista. Cuando no lo hacía, miraba el lugar o hacia la calle, donde a esa hora, que no la había dicho, era mediodía, el ruido es infernal. Era bellísima; calculé que tendría algunos años más que yo (que no les importa, ni la edad de ella ni la mía, así que no la voy a decir); vestida con alegre elegancia y por supuesto con las piernas cruzadas: la que se le podía ver, tenía bonita forma..
En uno de esos momentos en que alzaba la vista, me miró. Dos, tres o cuatro segundos. Los hombres sabemos –las mujeres también, y creo que mejor que nosotros- la mayoría de las veces qué dice una mirada. Ésta no. Era de tal profundidad e intensidad que no atiné a decidir si me invitaba a dejar la barra e ir a sentarme con ella o simplemente se preguntaba a sí misma qué hace ese tipo a esta hora, solo, aquí.
Fui al baño. Me hacía falta, pero también me sirvió para acomodarme bien el cabello y decidir si me animaba y le proponía sentarme junto a ella. “Cuando no sepas qué hacer, no hagas lo que hacen todos, no hagas nada”, fue una frase que me inculqué a lo largo de los años. Cuando se la conté a mi abuelo, el que me crió (como hombre, porque como mujer mi madre siempre estuvo presente, hasta que murió, ya que mi padre un buen día cruzó la frontera y nunca más volvimos a saber algo de él) me confesó que le hubiera venido bien en varias ocasiones en su vida. Pero esta vez tenía claro lo que quería, ver si era posible disfrutar su presencia junto a ella.
Salí del baño con más fuerza que pirata dispuesto al abordaje. Pero hete aquí que ya no estaba. Pagué apresuradamente la cerveza, salí a la calle, miré a ambos lados y la vi, lejos, caminando y provocando un sinfín de miradas masculinas, las de a pie y las automotrices. Apuré el paso y cuando ya estaba por alcanzarla, mientras maquinaba qué frases le diría, dio vuelta la esquina. Yo también, claro, nada más que ya no existía. Así, literalmente dejó de existir, ni sombra de su rastro en los pocos segundos que demoré en llegar hasta allí.
Me maldije, aunque supuse que debió entrar a alguno de los edificios de la zona. Le pregunté a la vendedora de jugos de la esquina si la había visto dar vuelta la calle, describiéndola por completo, y aseguró que no, que yo era el primero en pasar por allí en un largo rato. Mi desconsuelo fue total. No soy un santo, han habido varias mujeres en mi vida, pero no recuerdo que con alguna haya sentido esa necesidad imperiosa de mirar otra vez esos ojos, oírla hablar y descubrir si por dentro era tan bella como por fuera.
Su imagen me persiguió todo el día. Volví al trabajo y ya a última hora de la tarde deseché la invitación de unos compañeros de ir a echarnos tragos. No, yo quería estar solo para pensar en ella. Y además decidir qué hacer para encontrarla. ¿Volver a la misma cafetería a la misma hora? ¿Sólo al día siguiente o varios más?
Cené cualquier cosa y me dediqué a ver una película que habían anunciado como muy buena y resultó de bastante medio pelo. Seguía pensando en ella y en especial en esa mirada que me dedicó. Frase presuntuosa, miró justo hacia donde yo estaba y así me vio, pero resultaba emocionante saber que especialmente había mirado hacia mí. ¿Fue una invitación y quedé como un cobarde? No, era otro tipo de mirada, no sabía cómo definirla, salvo que desbordaba ternura. Finalmente me dio sueño y me dormí.
Aunque soñé con ella, claro. Yo iba al día siguiente a la cafetería exactamente a esa hora y ahí estaba, en el mismo lugar, con su capuchino, y cuando le pregunté si me podía sentar junto a ella contestó “claro que sí, hijo”.

jueves, 28 de agosto de 2008

La mamma

La conocí un viernes en la noche, en una cena. De inmediato me atrapó su belleza y en especial sus ojos, de un verde intenso, que miraban a todos como pensando a cuál me voy a comer primero. Y lo cierto es que nos comió, sin servilleta ni digestión. No sólo desbordaba alegría al comentar algo sino además todo lo decía con una profundidad que demostraba que esa mujer sí sabía de qué hablaba; y no supe si siempre sería así pero desde que se sentó todo, conversaciones, preguntas, miradas, giraron alrededor de ella. Parecía el polo opuesto a su marido, que casi no hablaba y comía con entusiasmo, algo más que lógico para alguien con tan descomunal tamaño. En algún momento escuché que llevaban diez años de casados y me pregunté si siempre habrían sido tan distintos. Carla, se llamaba, para más datos, y por si algo faltara, italiana. Un par de veces sonó su celular, se levantó y se alejó para hablar, gesto que me pareció muy delicado, no hay nada peor que cuando alguien atiende una llamada y todos nos tenemos que enterar de cosas que no nos interesan. Cuando contó que era de la región de Toscana no pude evitar suspirar. ¿Qué, la conoces? Sí. ¿Y qué te gustó más, Florencia, Siena...? No, sus girasoles, no hay en ningún lugar del mundo girasoles como los de Toscana. En parte fue cómico porque mientras su esposo decía todos los girasoles del mundo son iguales ella se inclinó sobre la mesa y me besó. A pesar de mis cuarenta años los aplausos de los presentes, para Carla, no para mí, creo me hicieron ruborizar. El único en no aplaudir fue el marido, quien me hizo un gesto que ya conocía y cuya lectura sería va fan´ culo. Sentado casi exactamente frente a ella, durante tres horas tuve el deleite de verla y oírla y créanme que eso fue, un deleite.
Estuve un par de días pensando si intentar conseguir su teléfono. Más aún, dudaba si llamarla. Hasta que me comuniqué con Roberto, el que organizó la cena en ese restaurante y supuse sabría su teléfono. Mira, me dijo, no tengo problema en dártelo pero no te hagas ilusiones, son una pareja auténticamente perfecta, jamás discuten y todos envidiamos que se lleven tan bien.
Resolví no llamaría pero hubo un detalle que me hizo cambiar de opinión: soñé con ella. Además, no cualquier sueño. Estábamos en un prado lleno de girasoles, claro, con qué más, y Carla estaba completamente desnuda pero tenía cubiertas, como decía mi padre, sus partes pudendas, con esas flores, aunque el detalle era que estaban marchitas. Me desperté, encendí la luz, vi que eran casi las cuatro de la madrugada y me quedé pensando qué significaría, pese a que nunca fui bueno para interpretarlos. ¿Sería en realidad yo el que se estaba marchitando y aprovechaba el viaje para acariciarle esas partes?. Así que me decidí aunque me propuse andar con pies de plomo, hubiera sido una catástrofe que el gigantón que tenía por marido se enojase conmigo.
- Aló
- Hola, ¿Carla?
- Sí, ¿quién es?
- José Antonio
- ¿Cuál José Antonio?
- Al que besaste porque me gustan los girasoles de tu tierra.
- ¡Ragazzo! ¡Era hora que me llamaras! ¿Cuándo nos vemos, dónde tomamos café?
Buen comienzo, me dije. Aunque no fue todo tan boyante porque sólo hasta dos días después logramos hacer coincidir nuestros horarios para vernos. Cuando iba para la cafetería dudé si llevarle un ramo de girasoles, que no serían de Toscana pero algo es algo; o si sólo uno, para que lo pudiera disimular ante Renato. Perdón, me olvidé presentarlo, era el nombre de quien yo me preguntaba si esa tarde lograría que se rascara la cabeza. Mejor dicho, eran varias preguntas, si esa tarde, si alguna vez, si muchas o si nunca conseguiría ponerle los cuernos.
A todo esto, dejen que explique algo de mí. Por el nombre ya se habrán dado cuenta que soy descendiente de españoles, me faltó agregar el apellido, Ramos, ejerzo de arquitecto y según mi madre, quien no se explica por qué no me volví a casar, de buen ver. Con lo cual ya dije que estuve casado, tengo una hija de doce años que vive con su mamá y como corresponde a esa edad está cada día más insoportable, y soy apasionado de la náutica. Tengo yate, bueno, yate es un decir, algo más que un botecito, y en cuanto puedo vuelo a Ixtapa para navegarlo. ¿Algo más? Sí, otro detalle, las que también me apasionan son las mujeres.
El comienzo de nuestro encuentro fue espectacular. Me levanté para saludarla, nos besamos, muy decentitos en la mejilla, y cuando nos sentamos le di el girasol. Me miró y otra vez tuve la misma sensación por su mirada, va a comerme. Algo de eso hubo. Primero me dio un beso en los labios y cuando este hombre, muy discreto, los abrió apenitas, me encontré que su lengua recorría mi boca con un entusiasmo de aquellos.
Por supuesto la correspondí. Si alguien piensa que diez minutos después estábamos en un hotel, se equivoca. Empezó a hablar de sus clases, de los alumnos, de su familia y en especial de su madre, a la que me di cuenta quería mucho, y durante varias horas estuvimos charlando como si no hubiese pasado nada. Yo, lógicamente, hice un par de intentos de que la cosa prosperara pero ni pizca, de manera que empecé a preguntarme si besaría así a cualquiera que le regalara una flor. O hasta un perro. Es igual. En las horas que estuvimos conversando varias veces sonó su celular. En dos o tres casos fueron sus alumnos, no recuerdo bien, y en otras dos habló en italiano. Quedamos en vernos nuevamente la próxima semana, ese día era jueves, le di mis teléfonos, el del celular y del estudio, y nos despedimos tan amablemente como nos habíamos saludado cuando nos vimos.
Esa noche tomé mi libreta telefónica negra, más conocida como el putómetro, y comencé a llamar a ver si aparecía alguna disponible porque estaba como hacía ya tiempo no me pasaba. Es que además del beso ese me la pasé sensacional, me divertí, horrores, y como es avasalladora -¿será una cuestión de que no puede contener la lengua?- por supuesto me hizo sugerencias de cómo terminar la casa que estoy construyendo en las Lomas y me asesoró para diseñar el jardín de la de Coyoacán. Si algo me faltaba esa noche, fue que a la que vino y se quedó a dormir, a cada rato la llamé Carla.
El sonido del celular me sacudió poco después de las siete de la mañana.. El torbellino no paraba de hablar, casi todo en castellano pero soltando las más diversas palabras en italiano y lo que entendí me dejó pasmado: había hecho arreglos para ir a navegar conmigo el fin de semana y preguntaba cuál era mi plan de vuelo para conseguir uno igual. Noté que ni siquiera me preguntó si quería, lo dio por hecho. Otra vez sentí que me comía, lo cual, como imaginarán, me gustó. No me hice de rogar. José Antonio, pensé, ahora sí la hiciste, porque di por supuesto que no vendría con el gigantón, aunque varias veces en el día me asaltó la duda de si cuan torbellino es no aparecería el tal Renato y, más aún, cuál cuento le habría hecho para justificar que se iba por dos días y medio y, mucho mejor aún, dos noches.
Aunque cuando pensaba en eso también recordé que después de decirme que tiene treinta y ocho años agregó y diez de casada pero con una mirada que no entendí y no era momento para ponerme a preguntar nada, mucho menos cosas tan idiotas como “¿felizmente?”. No, eso hacen los estadounidenses, que bastante poca imaginación tienen. Pero algo, algo, me hizo pensar no era tan cierto eso que me dijo Roberto, que eran una pareja perfecta. También supuse no lo podría haber engañado mucho porque obviamente uno vuelve de navegar muy tostado por el sol, así que al menos le tendría que haber dicho iba a la playa.
A las cuatro de la tarde estaba en el aeropuerto y mi primera sorpresa fue que cuando llegué al mostrador ahí estaba Carla, esperándome. O sea que puntual, primer gol. Nos sentamos en la sala de embarque y entonces ya no pude más y le pregunté qué le había dicho a su esposo.
- No es mi esposo, hace mucho tiempo que dejó de serlo.
- ¡Ah caray! ¿Pero sí viven juntos?
- Sí, pero de esposos sólo seis meses, ya entonces no lo aguanté más.
- No entiendo cómo pueden vivir juntos si no son pareja.
- Mira tú, me sorprendes, nosotros no lo somos y voy a vivir dos días contigo.
- De acuerdo, pero dos días no son nueve años y medio.
- Misterios que da la vida, querido.
La historia no me gustó. ¿Quién vive tanto tiempo con un tipo que fue su marido, sólo compartiendo el departamento? Pensé si no estaría un poco loca. Estuve a punto de preguntarle si sabía manejar, porque ya aprendí que se debe desconfiar, mucho, de las mujeres que no manejan, pero me dije mejor no. En fin, reflexioné, se lo preguntaré en algún momento de la noche, para la cual obviamente ya tenía elegido el restaurante, con velas, música suave, vino italiano y un pequeño arreglo floral en cada mesa: no hay dama que se resista. Una noche fui ahí con un cuate que al igual que Carla al día siguiente iba a navegar conmigo y me dijo José Antonio, mejor nos vamos porque aquí parecemos maricones.
La segunda sorpresa vino durante el vuelo. Me contó que se la había pasado muy bien conmigo el día anterior aunque no se animó a preguntarme si quería que fuese con ella, así que después de pensarlo varias horas “llamé a mi mejor amiga y le pregunté qué le parecía debía hacer. Cuando le conté el plan de navegar de inmediato dijo que sí, que viniera, y aquí estoy”. Ahí el que suscribe no aguantó, me volteé hacia ella y la besé, nos besamos, varios minutos, cada uno con una mano en la mejilla del otro. Nos separamos y le dije el domingo a la noche, cuando volvamos, o el lunes a la mañana, la llamas y le dices a tu amiga que estuvo genial con ese consejo, mira lo que me hubiera hecho perder si decía que no, a pesar de que no le dijiste que venías conmigo, ¿cómo se llama esa genial mujer? Florentina, contestó, y agregó es mi mamá. Me quedé helado. Deseaba desesperadamente fumar. ¿Cómo puede decir alguien a los treinta y ocho años que su mejor amigo o amiga es el padre o la madre? Esta mujer está de psiquiatra, pensé. Además un poco me asusté porque a esa altura del partido ya no quedaba más remedio que pasar dos días y dos noches con ella, y si en poco más de una hora me llevé esas sorpresas, qué podía esperar para después.
Me equivoqué, afortunadamente. Esa noche no hubo cena, lo único que hubo fue sexo. Estuve a punto de preguntarle, no, no, tampoco, no crean que lo hice, si en esos nueve años y medio no estuvo con ningún tipo porque eso parecía, hasta que este hombre hubo un momento que pensó ya basta, si no soy Superman. Finalmente me quedé dormido, no sé a cuál hora, fue muy pesado el sueño, y en un momento me pareció oírla hablar en italiano aunque no me desperté, seguí, supongo que roncando, pero ni modo.
En la mañana, mientras nos bañábamos, oí una música. Mi celular, exclamó, y salió corriendo. Otra vez habló en italiano. Por un instante pensé si no sería el gigantón que le estaría pidiendo cuentas, pero me dije no, habría que ser muy buey para hacer algo así.
Durante ese sábado su celular me hartó, francamente me hartó. Todo lo que hicimos durante el día, navegar, pescar, conversar, besarnos, hacer el amor, reírnos, discutir, comer, todo, se vio interrumpido por el sonido del celular. A la tercera vez que sonó ya me tenía desesperado. Me pareció poco prudente preguntar de qué hablaba, porque como saben de italiano sólo sé algunas palabras así que no entendía ni medio. A cambio tengo que reconocer que salvo eso me la pasaba de maravillas, creo que disfrutaba como pocas veces en mi vida. Hasta que después de comer, y tras una nueva llamada, sí le pregunté con quien hablaba. Con mi mamá, contestó, siempre llama cada media hora, está muy pendiente de mí. ¿No te parece un exceso?, ya no eres una niña, dije yo. Ah, eso porque tú no sabes lo que es una madre italiana, por ella sigo con Renato. ¿Cómo que por ella sigues? Sí, tendría un disgusto muy grande si se enterara que él y yo nos separamos. De hecho ya nos divorciamos, pero de eso ella no sabe ni palabra. Aunque ahora no sé cómo voy a hacer para disimular ante mi mamma que me estoy enamorando de ti.
Creo que se enojó porque en vez de decir algo así como yo también te amo, cosa que ya había pensado, que estaba enamorándome, lo que hice fue zambullirme y nadar. Necesitaba agua, mucho agua para digerir la situación. Me acordé de la definición de Roberto, lo de pareja perfecta. Claro, así cualquiera, si no lo son. Pensé varias opciones: volver a Ixtapa, dejarla en el hotel y regresarme a México; subir al bote y darle una buena bofetada; hablar largamente con ella; al contrario, volver y no decir ni una palabra; y la que más me atraía, tirar el celular al agua. Opté por esta última. Cuando lo hice me miró, con esos ojos hermosos que tiene y me abrazó, me besó y dijo ahora sí sé que estás enamorado de mí. Así que no te vas a enojar cuando te diga que en el hotel tengo uno de repuesto para que mi mamma me llame.
Nos casamos tres días después de regresar de Italia. Cuando volví, cumplidor como soy, lo primero que hice fue darle los prometidos cien mil pesos a uno de mis albañiles. Antes no pude porque tuvimos que partir precipitadamente. En el viaje de ida no cesaba de llorar pensando quién y por qué había asesinado a su mamma. Con la que yo me había indigestado.

sábado, 16 de agosto de 2008

D5R


Estaba al borde del abismo. A un paso de caer.
A una jugada, mejor dicho.
Además iba a ocurrirme algo por primera vez: me derrotaría una mujer.
Se sabría en todo el mundo, se sabría no tanto porque yo fuera invencible, nadie lo es, sino porque ésta era muy joven.
El ajedrez es un juego edípico, o eléctrico, según quien lo juegue. Hay que derrotar al rey, el padre, en el caso de las mujeres. Y a la dama, que es quien más poder tiene, verbigracia la madre, hay que tomarla.
Ha sido más comúnmente un juego de hombres. Nadie le prohíbe a las mujeres jugar. Eso, desde el siglo pasado, porque antes se decía que no poseían inteligencia como para hacerlo. Pero aún en aquella centuria deliciosa no hubo ni una sola campeona mundial y apenas alguna que otra que llegó a GMI.
Yo vine a México a pasear, a conocerlo. Aunque no sé quién se enteró y pese a que evité a los periodistas no pude negarme a jugar simultáneas. Que además me encantan, para qué voy a mentir. Sólo puse dos condiciones, una que no hubiera niños, menos aún niños genios. La otra, no menores de veinte años. Ya tuve experiencia de jugarlas con adolescentes, que no lo hacían mal, pero a mí no me interesa que me reten porque creen que así iban a sacarse el fantasma del padre castrador que debían tener. No, dije, adultos, o sea de veinte en adelante. Al fin y al cabo, los GMI podemos poner condiciones
Me llamó la atención que la salida de ella fuera P4D. Es tradicional, no tanto como P4R pero tradicional al fin. Nada más que cuando la hizo me miró con ojos de desafío y esa salida no es para alguien desafiante, al contrario, la hace quien es conservador porque se requiere de paciencia para ir movilizando -moviendo- trebejos en busca de aislar –asesinar- las piezas claves del adversario. Yo, en este caso. Hubo algunos grandes maestros soviéticos para quienes era su salida predilecta y pocos de quienes se les enfrentaban se salvaban de perder. Tablas, como mucho.
Además, con esos ojos provocadores que tenía, dudé si aparte de desafiarme no se burlaba. Me incliné a pensarlo en la movida veintidós, porque tenía pegado en el brazo un pequeño papel redondo, blanco, que en letras negras decía “ya te follé”. Supuse que sería española porque es el único país de habla hispana en que se usa follar en vez de coger. Así que demoré algo más de lo que habitúo en hacer mi movida, C7A, riéndome interiormente porque pensé a ver cómo sales de ésta.
Cuando volví frente a ella me di cuenta que había hallado la solución perfecta, D5R, y cuando pensaba qué hacer, ahí, al borde del abismo, a una jugada de que esos ojos azul cielo me derrotasen, dudando si como un caballero tumbar mi rey, la que lo hizo fue ella. Me sorprendió por completo porque tenía la partida prácticamente ganada, así que alcé la vista, le di la mano, la felicité y pasé al siguiente tablero.
Aunque algo no estaba bien en mí. Había perdido concentración. Afortunadamente, como suelo mover rápido, tenía el reloj a mi favor y por creo cuarenta o cincuenta segundos opté por cerrar los ojos. Seguí jugando en otros tableros. Y cuando llegué al de ella seguía ahí parada, frente al suyo, y me volvió a dar la mano. Con un papelito. Que decía “la dama se tumba en la hab 204”.

domingo, 10 de agosto de 2008

Nombre de cerveza


Cuando oí a la azafata anunciar que en minutos más aterrizaríamos en Ciudad de México, dejé de dormitar y me sorprendí. No pensé que alguna vez volvería a escuchar esas palabras. Regresaba después de veinticinco años, que no son poca cosa, sobre todo considerando que ahora tengo cincuenta. La misma frase que pronunciaron la primera vez que vine, desde Lima, cuando tenía dieciocho y empezaría a estudiar medicina en la capital mexicana. Luego fueron varias las que la oí, al regresar de los viajes a mi ciudad, cuando mis padres pagaban el boleto para que nos viéramos, para visitarlos. La última vez no fue visita, como temían, no, era para quedarme y allí me quedé porque volví solo, acompañado nada más que de las maletas, el título y los recuerdos.
De ellos muchos fueron buenos pero hubo uno tan malo que opacaba a todos los demás, Ana María, i mexicana novia que un buen día me dijo lo nuestro se acabó porque se había enamorado de un profesor, diez años mayor que ella, quien dejó a mujer e hijos para casarse con su alumna. El nuestro fue un amor muy intenso, en parte porque éramos muy jóvenes aunque también por cuánto nos amamos, así que esa pérdida me dejó marcado de por vida. Nunca en Lima hablé de ella con nadie y cuando cinco años después de haber vuelto resolví casarme con Claudia le prohibí a mis padres que la mencionaran, así que es mi secreto. En tanto tiempo de ejercer como ginecólogo ante mí se han abierto de piernas miles de mujeres y nunca, con ninguna de ellas, tampoco con Claudia, tuve la más mínima emoción: jamás dejé de anhelar volver a abrir las de Ana María. O sea, para ser breve, que soy un frustrado, un pobre diablo que no pudo superar el primer amor. ¿O no?
Si fuera mentiroso diría que la culpa de este viaje la tuvo Ana María, no la que me dejó más muerto que vivo sino mi hija, que aunque tiene dieciséis años por supuesto no sabe por qué elegí ponerle ese nombre. Cuando celebramos mi cincuenta aniversario, primero con una comida, luego con cine y más tarde una cena, nos contó se enteró por la radio que en Acapulco hubo una matanza de policías hecha por narcotraficantes, así que buena parte del tiempo tuve que explicarles a ella y a su madre cómo es ese balneario, sus playas y el mar, que es el mismo que baña Lima aunque en nuestra ciudad es mucho más frío. Por supuesto no dije que con su homónima estuvimos muchas veces, cuando lográbamos dinero o si ningunos de los dos tenía exámenes. En la noche, ya en casa, encendí la televisión para ver las noticias y me quedé helado, sin atinar a hablar ni a hacer gesto alguno: allí estaba Ana María, micrófono en mano, relatando desde el puerto lo que ocurrió. El mismo cabello castaño aunque con otro peinado, los mismos ojos brillantes y también el rostro, igual de hermoso a pesar del paso de los años, aunque más redondo, así que supuse que también habrían algunos kilos más. Veinticinco años después su voz volvió a hacer lo que por aquel entonces, conmoverme, gustarme, seducirme. Fueron pocos minutos los que apareció en pantalla pero suficientes para remover un pasado que ya creía enterrado. En realidad, no sé por qué dije pasado si jamás dejé de tenerla presente. ¿O no?
Hice, a la mañana siguiente, lo que en varias ocasiones estuve tentado pero me contenía, poner su nombre en Internet, guglear, como se dice ahora, y averiguar algo de su vida. Así supe que es jefa de la sección policial de un periódico del puerto y corresponsal de la cadena televisiva gracias a la cual pude verla en pantalla. ¿Gracias? Eso está por verse. Revisé el diario y tuve que hacerlo por varios días hasta dar con una nota firmada por ella. Sonreí. Escribía mucho mejor que cuando estudiaba periodismo, aunque supuse eso les pasa a todos. Esa tarde cancelé mis consultas y me fui a la playa. Horas estuve mirando el mar. Pensando en mi vida. Y en ella, claro. Que el tiempo que ambas eran lo mismo fueron los más felices de mi existencia. Irrecuperables. ¿O sí?
No sé bien qué voy a hacer pero cuando me enteré del congreso que mañana empieza en Acapulco resolví venir. Días, o noches, estuve durmiendo poco preparando la ponencia que voy a presentar y que justificará mi presencia pero debí inventar mil y una excusas para no traer ni a mi esposa ni a mi hija. Y ahora, a punto de aterrizar, viendo ya la ciudad, esta ciudad que tanto recorrimos noche y día, consiguiendo lugares donde hacer el amor, riéndonos, haciendo planes y hasta ejerciendo por primera vez como médico con ella, aunque aún no me había recibido, pienso que lo que estoy haciendo es un disparate. ¿Qué voy a ganar con este viaje? ¿Verla? ¿Para qué, para reclamarle que me dejó? ¿Decirle que nunca pude olvidarla? ¿Que nos veamos como lo que somos, dos adultos que no llegamos juntos a esta edad? En fin, ya está hecho. Al menos volví a la que también fue mi tierra, como le decía Ana María, y planeábamos que lo sería siempre también para mí. A ver si es verdad que tengo conexión en dos horas y al mediodía ya estaré en Acapulco.

Concluyó la reunión de jefes y Ana María Guerrero regresó a su oficina. Furiosa. No hubo súplicas ni exigencias ni explicaciones que indujeran al encargado de la redacción a publicar lo que había averiguado uno de sus reporteros, quien era el responsable de la violación de una gringa dos noches antes. Y sabía bien por qué se negaba, porque el padre del violador era compadre del jefe, aunque eso no lo podía decir en público. Además, ella tendría que inventarle excusas al periodista del motivo de la no publicación pese al esfuerzo que le costó conseguir los datos. Sonrió pensando en él, que a los veinticuatro años tenía su primer trabajo en periodismo, la misma edad en que también ella tuvo su debut aunque ahora tenía exactamente el doble, cuarenta y ocho. Miró la foto de sus hijos sobre el escritorio. El varón de dieciocho y la niña de dieciséis. Vio entrar a la secretaria de la sección con mirada pícara.
- Ana María, dejaron esto para ti.
- ¿Qué es?
- ¡Ah, ya lo verás! Tienes que abrirlo tú.
- O sea que ya lo viste.
- Sí, para comprobar no fuera una bomba, contigo nunca se sabe, y ahora espero que la veas para que me digas de quién se trata.
Sonrió. Le sonrió, pensando que a la edad de esa joven aún es época de sorpresas y le comentó ya veré si te lo digo mientras levantaba la tapa de la caja, muy bien decorada. Miró a la secretaria, que a su vez la miraba sonriendo esperando saber el nombre de quien había enviado esa orquídea, algo que jamás ninguno de sus novios le regaló. ¿Qué es esto?, exclamó la jefa. Una flor, mujer, cómo no lo sabes. Ya sé que es una flor, no me tomes por mensa, es que no sé quién pudo enviarla. Si no lo sabes tú mucho menos yo, aunque adentro hay una tarjetita, te asombraste tanto que no la viste, quizás ahí diga quién es tu admirador
“Con el mismo amor de siempre”
Le pidió que trajera dos cafés y no dijera ni una palabra a nadie del envío. Encendió un cigarro, sin dejar de mirar la flor, pensando que quien la compró o el florista supo elegirla, estaba en su plenitud. Cierra la puerta, le dijo a la joven cuando volvió. Carmen, sabes que en ti confío mucho así que ayúdame a descubrir quién mandó esto.
- ¡Esto! ¡Cómo llamas así a una flor tan hermosa! Además, ¿cómo me pides eso? Sé poco de tu vida, no me enteré de que tengas un galán ni mucho menos sé de los pasados.
- Tú escúchame, que con eso ya es suficiente, pero además dime si me equivoco en lo que voy pensando, que lo haré en voz alta.
- Sale.
- Mi ex marido no puede ser. Hace dos años que nos divorciamos, jamás intentó el más mínimo acercamiento y sólo lo vi por algo relacionado con los hijos, así que es imposible que de la noche a la mañana le haya renacido el amor. Eso sin contar que lo suyo nunca fue enviar flores, muy pero muy rara vez lo hizo.
- De acuerdo, eliminado.
- El anterior marido tampoco, y podría ser que me siguiese queriendo pero también sabe que jamás lo perdonaré, eso de dejarme a los dos años de casados porque extrañaba a sus hijos no hay mujer que lo perdone. Yo, por lo menos.
- Yo tampoco lo haría, ése que siga en el cesto de la basura.
- Bien. Y entre uno y otro hubo algunos aunque todos fueron pasajeros y no veo a ninguno de ellos reapareciendo en mi vida, después de tantos años y de esta manera.
- O sea que no hay nadie en tu pasado. Yo, en tu lugar, pensaría en alguien del presente.
- No, primero porque en mi presente no hay nadie, ninguno desde que me divorcié, y segundo porque según lo que dice la tarjeta es un amor que hubo, no que hay. O sí... por lo que escribió lo sigue habiendo. El único posible sería El Inca.
- Esa es marca de cerveza.
- No, Carmen, la marca es sin El.
- ¿Y ése se puede saber quién fue? ¿Por qué le pusiste ese apodo?
¿Será él? Si yo no perdoné al pajarraco de mi primer marido, ¿él sí me habrá perdonado? No, imposible, debe seguir viviendo en Lima y soportando su olor a orines, porque así decía que eran los del centro de la ciudad, a mí no me consta porque nunca fui. Además, dudo que después de tanto tiempo no sólo se acuerde de mí sino que además me mande flores. Ese hombre ya no sería romántico, sería un pendejo. O...
- Carmen, quiero que hagas algo. Vas a llamar a todos los hoteles de la costera y averiguar si tienen alojado a alguien que se llama Fernando Robles. El segundo apellido no me lo acuerdo, si es que alguna vez lo supe.
- ¿Ése es El Inca?
- No... sí... no seas preguntona, ponte al teléfono y en campaña que siempre logras averiguar lo que otros no pueden. Ándale, y sigue la promesa de secreto.

Dudó si cenar o pedir le llevaran a la habitación algún jugo y unas frutas, aunque decidió que iría a un restaurante. No sólo para comer sino también por caminar, en parte para hacer algo de ejercicio pero más que nada ver cómo funcionaba el balneario en la noche. Durante la tarde vio que sí había cambiado desde la última vez que estuvo aunque seguía manteniéndose como cualquier playa, con gente junto al mar o yéndose de él, comercios para turistas, restaurantes y casas de cambio, que no existían en aquel entonces. A Ana María la vio entrar al periódico, apurada, de manera que supuso su típica impuntualidad seguía vigente. Comenzó a cruzar la calle para alcanzarla aunque se detuvo apenas después de dar dos pasos. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó. Ya no regresó a su punto de observación sino que empezó a caminar hacia el hotel. Se paró cuando vio la florería. Después de comprar y arreglar que enviaran la orquídea se maldijo. Esto es una locura, se acabó, mañana al congreso, a escuchar y aprender, al día siguiente presentaré mi ponencia y después veremos, quizás vaya a ver a los clavadistas de La Quebrada, pero basta de Ana María. ¿O no?

Hola, mi inquita lindo, escuchó cuando distraídamente atravesaba la recepción del hotel. Aunque no hubiera reconocido su voz esa expresión sólo podía ser de ella. Lo fue por mucho tiempo. Se dio vuelta y ahí estaba. Sonriente. Ojos brillantes. Antes de que Fernando pudiera decir algo Ana María se acercó y lo abrazó. Se abrazaron. Hasta que los dos, simultáneamente, se apartaron y se miraron, uno a otro. Debían reconocerse, no por flores o por palabras. Sabía que fuiste tú el de la orquídea. Es lógico, respondió, el diablo pierde el pelo pero no las mañas. Pues tú ni el pelo perdiste. Tú tampoco la belleza. ¡Vamos, ya quisiera! ¿Y cómo supiste que paro aquí? Los de policía sabemos todo, inquita, vente, te invito a cenar.
Solo, él nunca hubiera encontrado un lugar así, con una terraza sobre la playa desde la que podía apreciarse toda la bahía. Bebieron cocos con ginebra, cenaron mariscos y él probó mus de mango, hablaron, horas y horas, hasta que casi los echaron porque cerraban el restaurante así que siguieron con más copas y cafés en un bar. No sabes cuantas veces pensé en ti, le dijo en un momento Ana María, pero en especial hace cuatro años, cuando mi matrimonio comenzó a transformarse en un infierno, que afortunadamente acabó hace dos, porque aquel desgraciado empezó a ser abogado de narcotraficantes y eso ya no lo aguanté así que le dije ahí nos vemos. Supongo que él no pero los narcos me tienen en la mira, no me perdonan lo que escribo. ¿Y si no es indiscreción, todo eso qué tiene que ver conmigo? Nada, ya sé que lo tuyo es el hueco que cada mujer lleva adentro, sólo pensé que contigo no me habría ocurrido. Quizás, lo único hubiera sido ponerme celosa de que vieras a tantas desnudas, no sé cómo lo soportan las esposas de los médicos, a ver, dime, ¿sientes algo de ver piernas a cada rato?
Cuando llegó al hotel pidió lo despertaran a las 9 y comprobó horrorizado que eran las 5,45. Estuvimos hablando exactamente diez horas, pensó, nunca me ocurrió algo así, con nadie. Se acostó sintiendo que olía a tabaco, Ana María fumaba casi uno tras otro. Tanto que él, que rara vez lo hacía, también se echó un cigarro. Valió la pena el viaje y verla, fue un gustazo, alcanzó a decirse antes de quedar dormido.
El sonido del teléfono lo sacudió. Apenas alcanzó a levantar el tubo para escuchar decir a la vocecita que eran las 9 de la mañana. Comenzó a bañarse, casi automáticamente, sin dilucidar si afortunadamente lo habían despertado y así interrumpido el sueño o maldecir por eso, porque no pudo concluirlo. Era una pareja de jóvenes que estaban en la playa, en La Marquesa, más exactamente, y corrían a zambullirse en el mar, tomados de la mano, besándose cuando ya el agua les llegaba a la cintura, y él se daba cuenta que ella se le iba, mar adentro, pidiéndole auxilio y... sonó el teléfono.

Carmen la persiguió por el pasillo bombardeándola a preguntas, ¿sí era él? ¿qué le dijiste?, ¿qué te dijo?, ¿dónde fueron?, cómo te la pasaste, jefa? La hizo sentar en su oficina, cerró la puerta y se desplomó sobre la silla. Me desperté hace media hora, le explicó. ¡Ajajá! Mejor ni pregunto qué hiciste en la noche. Una sola cosa, hablar, ¿qué crees?, no tengo tu edad para hacer algo más. Llegué a mi casa cuando mis hijos se preparaban para ir a la escuela, y tuve que explicarles que pasé la noche hablando con un viejo amigo al que hacía mucho no veía, y además que lo invité a cenar para que los conozca. ¿Y de manitas nada, ni siquiera una? ¡Carmen! No, ni una manita pero no sabes cuán a gusto estuve... hasta que lo dejé en el hotel. ¿Por qué? Ya, ya, que casi podrías ser mi hija. Pongámonos a trabajar y dime qué tenemos para hoy.
Sólo era posible que Carmen estuviera en el baño, hablando por teléfono o echándole los perros a algún periodista, porque cuando Ana María volvió a su oficina después de la reunión de jefes no estaba. En cambio, sobre su escritorio nuevamente una caja. ¿Otra vez una orquídea? Cuando la abrió descubrió dentro otra, más pequeña. ¿Será un anillo? ¿Estará tan loco este cristiano como para regalarme un anillo? Esa tarde dio las órdenes luciendo una pulsera de oro blanco. La tarjeta decía “con más amor que siempre”.

Me asaltaron, literalmente me asaltaron. Afortunadamente sólo a preguntas. Eres la primer persona que conocemos, además de mis abuelos y tíos, claro, que sabes cómo era mi madre de joven, así que siéntate y habla, me dijo la hija, una desenfadada total que evidentemente heredó la belleza de Ana María y cuyo nombre era Isabel. El muchacho, Carlos, un lindo tipo. Hablamos largo rato y me felicité por sin ninguna discreción haberme ido del congreso a echarme una larga siesta, ayudado por el are acondicionado porque fuera de la habitación el calor era insoportable. Ya había notado, cuando pasó a recogerme al hotel, que llevaba la pulsera, y aunque no lo hubiera notado me la agradeció tanto que evidentemente le gustó. Ella participaba en la conversación pero en ocasiones se iba a la cocina, no sabía aún si a preparar la cena o a darle a alguien indicaciones de cómo hacerla. Hubo un momento, justo cuando volvía a estar con nosotros, que la hija me soltó “ahora vas a contestar de inmediato, nada de pensar, lo primero que te salga, ¿está claro?, ¿mi madre cómo hacía entonces el amor?”. El grito de “¡Isabel!” que pegó Ana María me salvó. Porque pude haber dicho maravillosamente bien, o con tanto amor que era imposible saber si lo más que había era sexo o sentimiento. Ay, mamá, si ya sé que estabas muy enamorada de él. ¿Cómo lo sabes? Porque no soy gata, si lo fuera la curiosidad me habría matado, así que poco después que echaste a volar a mi padre me puse a revisar tus cosas para ver si había otro hombre en tu vida, algo que no te hubiera perdonado nunca, y me encontré con las cartas de Fernando. Y entre las suyas había escritos tuyos, se ve que nunca se los diste, así que cuenta, ándale, aunque ya tuviste tiempo de pensar qué vas a contestar. Además no podrías decir horrible porque ella está presente y quedaría feo, pero suelta, vamos.
Yo no podía dejar de reírme. Carlos también sonreía y en ocasiones movió la cabeza, se veía que estaba acostumbrado a las andanzas verbales, si es que no había otras, de su hermana. Pensé en mi Ana María, que jamás hubiera preguntado esas cosas a nadie, modosita como la educó su madre. Cuando la noche anterior le conté a la otra Ana María, la que ahora tenía frente a mí, que así se llama mi hija, se quedó unos segundos mirándome, en silencio, y después se inclinó hacia mí, me besó y dijo eres un amor. Finalmente no le contesté a Isabel, no tenía nada que ocultar pero eso no era de su incumbencia. Aunque cuando fui al baño a lavarme las manos, antes de cenar, entró Ana María y peguntó ¿cómo lo hacía, mi inquita lindo?
Esa noche siguieron las copas y la charla aunque acordamos acostarnos a hora prudente. Mañana tengo que estar temprano en el diario y tú leer la ponencia, si nos vamos a dormir tan tarde como anoche vas a tartamudear y creerán que estás borracho o que visitaste un table dance. ¿Alguna vez fuiste a uno? Dije que no, y era cierto. Lo que no le conté fue que por años soñé con ella, para qué ver casi desnuda a una mujer a la que no se puede ni tocar si con recordar o soñar con Ana María ya tenía erotismo suficiente. Es que estaba en duda y lo seguí estando al despedirnos y hasta cuando me acosté. ¿Qué estaba haciendo? ¿Enamorándome otra vez? ¿Queriendo enamorarla a ella? ¿Como si no hubiera pasado el tiempo, como si cada uno no tuviera su vida ya hecha, como si no fuéramos otros? En la madrugada me despertó otra vez el teléfono, aunque era mi hija, que sonriente, supuse, me preguntó dónde anduve tan tarde que no logró comunicarse en la noche. ¿Mi papi hizo se fue al cine, o al teatro? No pude evitar reírme aunque cuando dejamos de hablar terminé llorando, lo que estaba haciendo era echarme una cana al aire. ¿O no?
Con la ponencia me fue muy bien, aplaudieron mucho y durante el receso varios colegas se acercaron a preguntarme sobre mis experimentos y a cuáles fuentes podían recurrir para investigar sobre el tema. Contesté a todos, muy amablemente, como siempre soy, pero en realidad tenía mis pensamientos en otra parte. En otras partes, uno con Ana María mujer y otro con Ana María hija. A la de Acapulco ese día no le mandé ningún regalo y no porque no quisiese hacerlo sino porque temí que cualquier cosa que escribiese en la tarjeta sería muy determinante. ¿Qué le iba a decir, que otra vez me estaba enamorando de ella? No, imposible. ¿O sí?
En la noche fui a La Quebrada, así que me dormí temprano. Nuevamente íbamos a cenar juntos, ahora sin hijos, pero llamó al hotel y me dijo no podría, que otra vez hubo muertes y debería quedarse hasta muy tarde. Además, me explicó, por si fuera poco el trabajo me encargaron el editorial así que hoy no podremos vernos, inquita. ¿Ya no soy ni mi ni lindo? No, porque aunque a cada rato miraba nadie llegó con un envío para mí. Me malacostumbraste... inquita, solamente inquita.
El día siguiente fue tranquilo. El congreso terminó al mediodía, varios nos dimos nuestras respectivas direcciones de correo electrónico y tres más y yo, de los cuales dos eran chilenos, tomamos un taxi y nos fuimos durante largo rato a recorrer el puerto, incluyendo la compra de artesanías que quisieron llevar para sus familias. Yo compré un calendario azteca para mi hija y no sabía qué para mi esposa, hasta que tanto me insistió una vendedora que terminé aceptándole una mascara, que sé que a Claudia le gustan.

- ¿Hoy tampoco recibirás regalo, jefa? ¿Qué, lo maltrataste o se le acabó el dinero?
- Ni uno ni otro. Dinero, por lo que me contó parece tener bastante. Y maltratarlo es imposible, si es un amor.
- ¡Uy! Te llegó fuerte. ¿Sigues pensando que no estás en edad de hacer algo más que hablar?
- Sí, y además mañana se va, ¿qué voy a hacer yo acostándome con un hombre al que probablemente nunca volveré a ver? No, gracias, es lo que menos falta me hace.
- Pues mira, aquí parece que se invirtieron los papeles y que yo podría ser tu madre y tú mi hija. Porque lo que dices no está mal siempre y cuando después no te arrepientas, si mañana se va y en la noche vas a estar deprimida porque no te acostaste con él, ¿cuál es el chiste?

Estaba bañándome cuando oí golpear la puerta de la habitación. Me envolví en la bata, vi que aún faltaban veinte minutos para la cita con Ana María así que pregunté quién era. Yo, respondió con su voz de siempre, aunque en un tono muy cariñoso. No sé qué la liberó pero sí sé que a mí me liberó ella. Casi como media hora estuvimos besándonos, diciéndonos cosas muy dulces, acariciándonos y por supuesto terminamos teniendo relaciones. Terminamos es un decir. La verdad es que a mi edad hay muchas cosas que a uno se le olvidaron, algunas porque simplemente se borraron y otras porque no se quieren recordar, pero juraría que nunca hice el amor por tanto tiempo, supuse que fueron como treinta o cuarenta minutos. Quizás más. Cuando acabamos me acosté a su lado, se volteó y me preguntó ¿y ahora cómo lo hago, mi inquita lindo?

Cuando recogí el equipaje y llegué a la sala de espera, mi hija vino corriendo hacia mí, me abrazó y me besó como si no me hubiera visto por dos meses. Nunca va a saber que pude no haber vuelto. Que cuando nos despertamos, con Ana María decidimos que postergaría mi regreso, “a ver cómo nos va, ¿a que nos va a ir bien, inquita?”. No alcancé a hacerlo esa mañana. Tomaba un jugo en una cafetería cuando se interrumpió el programa que transmitían por televisión para anunciar que el coche de la periodista Ana María Guerrero había volado por los aires, con ella adentro. Asistí a su entierro. Ahora sí que para siempre. ¿O no?