sábado, 6 de septiembre de 2008

Descalabros


La primera noche que la vi no le presté mucha atención. A la siguiente sí. Es que en esa oportunidad me acerque a la ventana sólo para abrirla e intentar que mi habitación se aireara un poco y en especial se fuera el olor a tabaco. Mi “alma de búho”, como me llamó alguna mujer, hace que mis momentos más productivos sean en la noche. Si hubiera vivido aquí hace treinta años los vecinos habrían protestado por el ruido de la máquina de escribir, pero las computadoras eliminaron ese posible problema. Y además de ellas menos mal que también nacieron los auriculares, así que puedo escuchar a Vivaldi o a quien se me dé la gana sin tampoco oír quejas. A veces voy a dormir cuando ya amanece y también lo hago oyendo música porque es más grata que los ruidos de los coches o los gritos de los vendedores ambulantes.
Ese noche, como decía, no le presté mayor importancia, aunque me resultó extraño ver a una mujer sola, parada junto a la puerta de un edificio, a horas en que ni las hormigas andan por la calle. Sólo pensé que se le habrían olvidado las llaves y esperaba que algún vecino saliera o entrara para que la dejara ingresar al edificio. Vestía toda de negro o al menos eso parecía a la distancia, y a la altura, porque vivo en un cuarto piso, los pantalones, la chamarra y la blusa. El cigarrillo que fumaba no, ése era blanco.
Aunque la noche siguiente la vi, exactamente igual y en la misma posición y lugar, y eso me despertó curiosidad. Deseché, de inmediato, que nuevamente hubiera olvidado sus llaves, eso a nadie le pasa dos días seguidos. Ni siquiera a mí, que soy el colmo del desorden y el despiste. Mentiría si dijera que esas dos características mías fueron la principal causa de la separación de mi mujer, pero que influyeron, influyeron. Mucho. Eso de quedar en encontrarnos en la puerta de un cine y que ella fuera a uno y yo a otro, creo que puede sacar de quicio a cualquiera.
Pensé si no sería una prostituta en espera de un cliente, porque se le distinguía un cuerpo bonito, aunque también eso lo deseché de inmediato porque por mi calle de noche es rara la vez que pasa un vehículo. Y menos aún a las 2 de la madrugada, que fue la hora en que la volví a ver. Hubo un momento en que alzó la cabeza y creo que me vio, lo cual hizo que de inmediato me apartara y volviera a sentarme frente a la computadora. Es la última vez que me levanto de la silla a esta hora, pensé, no necesito son distracciones y menos aún por un hecho tan insignificante como una mujer parada en la calle. Tenía que empezar, y ya se sabe, todo lo que empieza acaba, el último capítulo de la novela. Mi editor me tenía harto con sus urgencias y para colmo cuando se la propuse se entusiasmó tanto con el tema que me dio un plazo que vencía dentro de cinco días. Y cualquier editor sabe que ningún escritor cumple los plazos, y como preveía que en vez de cinco serían quince o veinte, no dejaba de insistir.
Aunque a la noche siguiente la tentación pudo más que cualquier urgencia literaria o editorial y me volví a asomar. Allí estaba. Aunque esta vez con un vestido. Y a puro valor mexicano, cuando alzó la cabeza le hice un saludo con la mano. Que me devolvió y no sé si fue fantasía o realidad pero me pareció que le agregó una sonrisa. Ahí sí que escapé, a la cocina, donde guardo el tequila, para mojar –y deleitar- a la cuestión que tenía en la garganta: ¿bajo y le pregunto qué hace ahí todas las noches? No, me respondí, las noches son de trabajo, no de mujeres. Me reí porque esa frase no me la creería nadie. Podía hacerlo, el último capítulo empezaba a parirse y aparentemente sin muchos dolores ni contracciones. Era lógico, es una novela sobre como se desmorona mi personaje; desamores, y yo de eso sé mucho, desde el de mis padres pasando por mis hermanos y el de las mujeres; y de autodestrucción. Y uno, como ya se sabe, no tiene la culpa de nada, la culpa siempre es de los otros. A lo largo de más de 200 cuartillas el personaje, vaya oh casualidad, a los treinta y siete años, cifra igual a los míos, harto de fracasos amorosos y de todo tipo estaba al punto del descalabro y yo lo había descrito y trabajado bien. Aunque me faltaba un poquito de drama al final, que debía ser inesperado y fuerte y no estaba aún muy seguro de cuál debía ser.
Pese a lo que creía, a la noche siguiente el parto se puso difícil. Decidí salir a caminar un rato para ver si el aire nocturno me inspiraba, pero me detuvo la posibilidad de encontrar de nuevo a esa mujer. ¿Y qué, acaso le tienes miedo?, me pregunté. No, para nada, me contesté. E hice una jugada magistral. Apagué la luz, miré disimuladamente, vi que ahí estaba, preparé café, mejor dicho calenté el que había hecho unas horas antes, serví dos tazas y bajé.
Hola, le dije cuando la tuve junto a mí, ya nos hemos visto varias noches y para qué te voy a mentir, me intriga saber qué haces aquí, a estas horas, sola, así que decidí traerte un café así la espera se te hará menos larga y...
Y otro para ti mientras te cuente por qué estoy aquí, respondió, con una mueca que podía ser interpretada como quién diablos te crees que eres, o muchas gracias, o necesitaba ese calorcito (que daría para preguntarse si el del café o el mío) o... no sé, daba para cualquier cosa. Así que como no podía guiarme por la boca lo hice por los ojos, por Dios, qué bonitos, y me pareció que brillaban.
- Mira, yo hace ya años que paso las noches solo, esporádicamente acompañado, pero lo hago en mi departamento, trabajando y no parado frente a una puerta, a una hora en la que cualquiera te podría asaltar o vaya uno a saber qué hacerte.
- ¿Tú sueñas?.
- Sí... supongo que como todos, aunque en la mañana rara vez me acuerdo de alguno
- Pues yo estoy aquí siguiendo un sueño
Esas últimas palabras me desconcertaron. Aunque al mismo tiempo pensé en el personaje de mi novela, él ya no tenía sueños, de nada, por eso se hundía irremediablemente.
- Y si no es indiscreción, ¿qué te hizo soñar estar aquí?
Cuando contestó que en su sueño por ahí, en la noche, pasaría el hombre de su vida, estuve a punto de reírme. Aunque no lo hice y a cambio conversamos un rato, muy a gusto. Sentado nuevamente frente a la computadora, pensé si la soledad de esa muchacha sería tan atroz como la mía, al punto de hacerle caso a un sueño para encontrar el amor. Eso me hizo meditar sobre si una mujer no podría salvar a mi personaje. Enamorarse de ella no, eso sería no sólo cursi sino que además no debía haber final feliz. Tengo que pensar en una presencia femenina que algo signifique, me dije, aunque el editor patalee por teléfono por la demora en entregar, pero por algún lado tiene que aparecer.
A la noche siguiente se repitió la escena. Bajé con las dos tazas de café y algo conversamos. Hasta que pensé estaba interfiriendo. Si el hombre de su vida pasaba por ahí y la veía conmigo, probablemente seguiría de largo, a pie o en coche. Cuando le dije que ya me iba, lo que menos hicieron sus ojos fue brillar. Así que volví a mi departamento y me dije basta de cafés. Y me salvé, porque cuando apenas había llegado se desencadenó un verdadero diluvio, parecía que los cielos se habían abierto para descargar cubetadas acumuladas desde hacía mucho tiempo. Seguí pensando en mi personaje femenino y deduje que debía ser alguien inesperado para la piltrafa de hombre que estaba delineando. Se me ocurrió antes de dormirme: una compañera de la Preparatoria.
La tarde siguiente ya tenía algo mejor pensado, así que tras volver con algunas previsiones me senté a escribir. En la novela, el encuentro de mi personaje con ella fue casual y tras reconocerse se fueron a tomar un café. La bebida me hizo mirar por la ventana y la figura femenina no estaba. ¿Habría encontrado a su hombre? Un par de veces me asomé pero nunca la vi. Mis personajes, por su parte, recordaron los viejos tiempos y ella le contó que se graduó en Psicología y tras como una hora de charla le tomó una de sus manos y le preguntó por qué se veía tan mal. Él prefirió no contestar, a nadie le resulta fácil confesar que está al borde del abismo, y cuando se despidieron quedaron en volver a verse: ella le dio su teléfono agregando “para cuando tengas ganas o lo necesites, estoy para ti”.
Hoy parimos el final, me dije a la otra noche, y mañana revisamos todo. Casi alcoholizado por completo, el personaje tomó su celular y el papel donde había apuntado el teléfono de su amiga. Salió al balcón y vio la negritud de la noche. Primero miró el número de teléfono para de inmediato arrojar desde el octavo piso el aparato. Y después él. Todo esto lo cuento breve, escribirlo me llevó un montón de tiempo. Y ella, la soñadora, seguía sin aparecer. Fui varias veces hasta la ventana y nunca llegó. Pensaba pedirle que por una noche no cumpliese su rito o si quería en la mañana pero que leyera la novela. No sé por qué la elegí, pude habérsela dado a cualquier otro. Quizás para que viera que sí vale la pena soñar y que la piltrafa en que se había transformado mi personaje no soñaba con nada ni con nadie. ¿Y yo con qué sueño?, me pregunté. Preferí no contestarme
La tarde siguiente, tal como me prometí, revisé todo de arriba abajo, y por supuesto fui remarcando cosas que tenía que cambiar o corregir o agregar o quitar. Era un martes y terminé cuando empezó el crepúsculo, esa hora en que los árboles se preparan para alojar a los miles de pájaros que duermen en ellos, así que alcancé a llegar a Tepito justo antes de que se levantaran todos los puestos y lo que buscaba tuve que pedirlo con discreción, como si uno quisiera llevarse un video de pornografía dura o cosa por el estilo. La conseguí, la guardé en el bolsillo y regresé a casa. Pero esa noche ella tampoco apareció.

Tras sufrir dos días de calentura, con casi 39 ºC, seguramente producto de la mojadura por la lluvia, que la obligó a estar encerrada en su casa un día más para reponerse, la mujer de la calle decidió pasar esa mañana por allí. Le asombró ver dos patrullas y una ambulancia. ¿Qué pasó?, le preguntó a uno de los policías. El tipo que vivía solo en el cuarto piso se pegó dos balazos, le contestó

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