viernes, 29 de agosto de 2008

Ella


Yo no creo en fantasmas. Frase que no está dicha como alarde: casi ningún adulto cree en ellos. Nada más que yo debí haber proclamado que no creía... hasta hoy. Porque, además, mi excesiva dosis de racionalidad también me impide creer en milagros, apariciones de ángeles o vírgenes, no tengo creencias religiosas y hasta sostengo que se debería eliminar de nuestro léxico y del diccionario la palabra suerte, condenarla a un eterno destierro. Quizás nunca creí en ellos porque de muy pequeño vi Los crímenes de la rue Morgue, cuando aún ignoraba quien era su autor, Edgar Allan Poe, y mientras esperaba que apareciese el autor de los crímenes vestido con una túnica blanca, resultó que quien los había hecho era un orangután
Agobiado por el calor entré a una cafetería en la avenida Insurgentes porque sé que es de las pocas que además de exprés y capuchinos vende también cervezas. Si fuera comida podría decir que casi me atraganté con ella por la rapidez y fuerza con que me bebí más de la mitad de la botella. Esto parece que viene de antaño. Cuentan que cuando tenía uno o dos años mi madre me preparaba unos gigantescos licuados que yo acababa sin quitarme el vaso de la boca. Sólo después de paladear ese sabroso líquido me quité la chaqueta y miré a mi alrededor. Hombres hablando, supuse, de negocios o trabajo; mujeres que tratarían de consolarse de sus males matrimoniales o los provocados por sus hijos; jóvenes enamorados haciéndose mimos. Nada nuevo.
Excepto ella. Alguna vez conocí a una mujer que se llamaba –se debe seguir llamando- Vida y cuando todos le preguntábamos el porqué de ese nombre respondía que según sus padres sólo por su deseo de vivir pudo haber sobrevivido al parto. Otras ni valía la pena preguntarle cómo se llamaban y mucho menos dónde vivían, pero daba por descontado que lo hacían en la Calle de la Amargura.
Ésta tomaba un capuchino y de tanto en tanto le echaba un ojo a una revista. Cuando no lo hacía, miraba el lugar o hacia la calle, donde a esa hora, que no la había dicho, era mediodía, el ruido es infernal. Era bellísima; calculé que tendría algunos años más que yo (que no les importa, ni la edad de ella ni la mía, así que no la voy a decir); vestida con alegre elegancia y por supuesto con las piernas cruzadas: la que se le podía ver, tenía bonita forma..
En uno de esos momentos en que alzaba la vista, me miró. Dos, tres o cuatro segundos. Los hombres sabemos –las mujeres también, y creo que mejor que nosotros- la mayoría de las veces qué dice una mirada. Ésta no. Era de tal profundidad e intensidad que no atiné a decidir si me invitaba a dejar la barra e ir a sentarme con ella o simplemente se preguntaba a sí misma qué hace ese tipo a esta hora, solo, aquí.
Fui al baño. Me hacía falta, pero también me sirvió para acomodarme bien el cabello y decidir si me animaba y le proponía sentarme junto a ella. “Cuando no sepas qué hacer, no hagas lo que hacen todos, no hagas nada”, fue una frase que me inculqué a lo largo de los años. Cuando se la conté a mi abuelo, el que me crió (como hombre, porque como mujer mi madre siempre estuvo presente, hasta que murió, ya que mi padre un buen día cruzó la frontera y nunca más volvimos a saber algo de él) me confesó que le hubiera venido bien en varias ocasiones en su vida. Pero esta vez tenía claro lo que quería, ver si era posible disfrutar su presencia junto a ella.
Salí del baño con más fuerza que pirata dispuesto al abordaje. Pero hete aquí que ya no estaba. Pagué apresuradamente la cerveza, salí a la calle, miré a ambos lados y la vi, lejos, caminando y provocando un sinfín de miradas masculinas, las de a pie y las automotrices. Apuré el paso y cuando ya estaba por alcanzarla, mientras maquinaba qué frases le diría, dio vuelta la esquina. Yo también, claro, nada más que ya no existía. Así, literalmente dejó de existir, ni sombra de su rastro en los pocos segundos que demoré en llegar hasta allí.
Me maldije, aunque supuse que debió entrar a alguno de los edificios de la zona. Le pregunté a la vendedora de jugos de la esquina si la había visto dar vuelta la calle, describiéndola por completo, y aseguró que no, que yo era el primero en pasar por allí en un largo rato. Mi desconsuelo fue total. No soy un santo, han habido varias mujeres en mi vida, pero no recuerdo que con alguna haya sentido esa necesidad imperiosa de mirar otra vez esos ojos, oírla hablar y descubrir si por dentro era tan bella como por fuera.
Su imagen me persiguió todo el día. Volví al trabajo y ya a última hora de la tarde deseché la invitación de unos compañeros de ir a echarnos tragos. No, yo quería estar solo para pensar en ella. Y además decidir qué hacer para encontrarla. ¿Volver a la misma cafetería a la misma hora? ¿Sólo al día siguiente o varios más?
Cené cualquier cosa y me dediqué a ver una película que habían anunciado como muy buena y resultó de bastante medio pelo. Seguía pensando en ella y en especial en esa mirada que me dedicó. Frase presuntuosa, miró justo hacia donde yo estaba y así me vio, pero resultaba emocionante saber que especialmente había mirado hacia mí. ¿Fue una invitación y quedé como un cobarde? No, era otro tipo de mirada, no sabía cómo definirla, salvo que desbordaba ternura. Finalmente me dio sueño y me dormí.
Aunque soñé con ella, claro. Yo iba al día siguiente a la cafetería exactamente a esa hora y ahí estaba, en el mismo lugar, con su capuchino, y cuando le pregunté si me podía sentar junto a ella contestó “claro que sí, hijo”.

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