viernes, 3 de octubre de 2008

Amor


Fue un instante. Menos de un segundo. Alcé la vista del libro que estaba leyendo y me di vuelta, suponiendo que algunos de mis hijos estaba atrás mío. No había nadie. Intenté dilucidar qué pudo moverse para provocar la sombra que estaba segura pasó frente a mí, pero no pude descubrir qué fue. Debe ser el sueño, supuse, que ya me hace ver visiones, mejor me voy a dormir. Aunque no lo hice, la novela me tenía atrapada en sus páginas, qué va, en cada una de sus líneas, porque además de muy bien escrita tenía la ilusión de haber acertado en cuál era el final y quería terminarla. Y será mejor que lo haga hoy, me dije, porque si vuelve a haber otra noche en que dejo a mi esposo dormir solo hasta la madrugada, en la mañana me espera un escándalo. Pero seguía con la seguridad de haber visto moverse una sombra en la pared que estaba frente a mí.
Al día siguiente, en el trabajo presté el libro, tal como había prometido, porque después de haberme escuchado hablar de él durante varios días hasta se creó una fila de espera para que lo fuera pasando por turno. Tuve la prudencia de no contar el final. Más bien, nada del último capítulo. Y relatándoles a mis compañeros que me desvelé ansiosa por terminarlo, no tuve peor idea que también referirles de esa sombra que cruzó frente a mí y que no logré determinar de dónde provenía. “Es un fantasma, querida, yo que tú llamaría a los cazafantasmas porque debes tener la casa embrujada”, exclamó uno. Nos reímos y acabó el asunto.
Al anochecer, mientras preparaba los panes franceses que .me pidieron los chamacos para cenar, hubo un momento en que me quedé inmóvil, conteniendo la respiración y dudando si darme o no vuelta: tenía la muy clara sensación de que alguien, atrás de mí, me observaba. Pero no podía haber nadie. Mi esposo aún no había vuelto del trabajo y oía claramente a mis dos hijos reírse en la sala, donde no sé cuál caricatura veían. Mientras dudaba qué hacer percibí que ese algo o alguien se acercaba. Me di vuelta, bruscamente, sin saber con qué o quién me encontraría y lo único que vi fue al refrigerador, en el mismo lugar de siempre..
Me senté. Estaba agitada. Quizás también asustada. O me estoy volviendo loca, me dije, o algo hay en la casa que se entretiene en asustarme. Pero, ¿qué podía ser? No había sentido la presencia de una mosca y la sombra que vi el día anterior era voluminosa, como la de un ser humano. Recordé mi infancia, época en la que fui bastante miedosa y una noche sí y otra no mi madre debía venir a mi habitación a demostrarme que no había monstruos por ningún lado. Semanas, o meses, no recuerdo bien, y quizás hasta años, me negué rotundamente a mirar debajo de la cama para comprobar que ningún ser estaba allí, dispuesto a engullirme en cuanto apagaran la luz.
Esa noche le conté las dos sensaciones a mi marido. ¡Ay, Teresa, si usaras tu imaginación para ganar dinero seríamos multimillonarios!, respondió. La verdad, me enfadé. Algo que no es nuevo entre nosotros. Después de diez años de casados la báscula debe inclinarse claramente si en un platillo ponemos lo que nos une y en el otro lo que nos separa. De amor no sé qué queda y de hacer el amor con pasión sólo el recuerdo.
Cuando terminamos de cenar él se fue a mirar televisión y yo me quedé sentada en la cocina. Esperando. ¿Esperando qué? Que a la sombra, fantasma o lo que fuera pudiera verla o sentirla nuevamente. Estaba decidida a preguntarle quién era, por qué lo hacía, qué motivos tuvo para elegir mi casa, o a mí, no sé, algo. Ya un poco cansada de esperar me entretuve en coser un calcetín de mi hijo mayor, que más que uñas parece que tuviera garras por como los destroza. Iba a darme vuelta, con brusquedad, pero algo me frenó y me dejó sentada: nuevamente la sensación de alguien atrás mío pero por mi cuello pasaba una especie de aliento, apenas perceptible, casi como el de un bebé cuando duerme. Y me gustaba. Comenzó a invadirme un calor por todo el cuerpo tan sabroso que sólo atiné a apretar el calcetín con las dos manos, cerré los ojos y me dije no te voy a preguntar nada, no te vayas sigue, sigue, sigue. La irrupción de mi marido, preguntando si había cervezas frías, arruinó todo. Me di vuelta y claro, ahí no hallé a nada ni a nadie.
Me costó dormirme. Hice cuentas. La primera vez pasó frente a mí, la segunda estaba detrás de mí y la tercera me agasajó con su aliento en mi cuello, una de mis zonas erógenas más sensibles: él vino por mí, fue la conclusión. Me preguntaba por qué sólo de noche y también qué me esperaba para la siguiente vez que viniera, ¿una palabra? ¿Una caricia? ¿Poder verlo bien? La verdad, todo me sabía a disparate pero era tan linda esa sensación de que sólo yo lo recibía, de que era de mi exclusiva propiedad, que creo así me dormí, con la incógnita de qué me haría la noche próxima.
La tarde siguiente le pedí a mi madre que recogiera a los niños de la escuela y me fui a ver una de esas mujeres que la hacen de psíquicas. Ya alguna vez había pasado frente a su local, donde además de leer las manos se avisaba que tiraba las cartas del tarot y que interpretaba cualquier cosa que alguien no entendiese. Cuando entré me hallé en uno de esos lugares que uno ve en las películas y hasta miedo te puede dar. Cabezas de águilas y de búhos en las paredes, todo en una semipenumbra muy acogedora y “Madame Olivia”, que así se llamaba, una mujer sumamente delgada, vestida con una túnica multicolor, me hizo sentar y pidió le contase qué necesitaba. Un psiquiatra, pensé para mis adentros, pero sólo dije su consejo. Me escuchó, tomándome una mano, relatarle mis tres sensaciones. Ahora sabremos de qué se trata, respondió. Tomó un mazo de cartas muy extrañas, me hizo barajarlas, luego cortar y sacó la que correspondía, que no me mostró. Me sonrió, creí que con picardía, y sólo dijo “¡qué amor tienes! ¡Aprovéchalo!” No entiendo, respondí, ¿alguien está enamorado de mí y por eso se me aparece? Pero, ¿qué es? ¿Un fantasma? Los amores, aseguró, no son fantasmagóricos, pueden ser ilusorios o fantasiosos o de remembranza pero los seres del otro mundo no se enamoran. ¿Entonces? Tú eres la enamorada y por eso sientes tan intensamente que él va a verte, para que estés feliz: a ver, ¿te acuerdas de hace cuánto tiempo no estabas tan contenta como hoy, a pesar del susto?
Después de tres años de haberlos dejado, cuando salí de su local compré cigarrillos y me fumé uno. Mejor dicho tres, uno tras otro. ¿Yo enamorada? ¿Y de quién? Aunque la tal Olivia acertó, pese al desconcierto estaba encantada y aún más, esperando que llegara la noche, para la cual ya había resuelto que esperaría que mi peor es nada –nunca mejor dicho- se durmieses y me iría a la sala a esperarlo. Me sentía como en la adolescencia, cuando hacía una lista de los chicos guapos y después elegía al que pretendería ligarme: nada más que ahora no sólo no había lista, no encontraba de quién pudiera haberme enamorado. Hallé sólo uno, un guapísimo total, compañero de trabajo, pero que no tiene más atributo que ese, ser el colmo de la belleza varonil, por lo demás es un bobo. ¿O yo debería incluirme entre las que suspiran cada vez que lo ven pasar? No, nunca lo hice y lo dejé de lado de inmediato. Pero entonces, ¿de quién?
Cumplí. Con todo el personal dormido, me senté en la sala otra vez a leer. No sé cuánto tiempo estuve así, hasta que nuevamente tuve la sensación. Sólo que ahora no fue nada más sensación de algo detrás mío: una mano, o eso parecía, comenzó a acariciarme el cabello, suavemente, con mucha suavidad, y yo lo dejé hacer porque disfrutaba horrores y nuevamente a sentir que el calor inundaba mi cuerpo y rogaba que nada ni nadie lo interrumpiera y sigue por favor que me estás volviendo loca y qué hago le tomo o no le tomo la mano o me doy vuelta no porque si me diera vuelta capaz que me pierdo este placer si hasta parece que el lacio cabello que tengo está más alisado que nunca y así con los ojos cerrados por el gusto sentí la mano ya no en el pelo sino en la mejilla con la misma suavidad y ya no puedo más tengo que saber quién es. Cuando abrí los ojos no vi ninguna mano, pero mi mejilla ardía.
Esa noche también me costó dormirme. En ocasiones miraba a mi marido, que sí lo hacía, y me preguntaba cuánto tiempo lleva él sin acariciarme así y con quién o dónde habrá aprendido a hacerlo mi fantasma. Antes de acostarme me miré en el espejo, desnuda, y quise imaginarme qué haría el que me acarició si me encontrara así, que al fin y al cabo bastante buena estoy, pero como ya sólo preguntármelo me excito, me metí bajo las cobijas. Me acordaba de las palabras de Madame Olivia y no podía evitar preguntarme cómo aprovechar el amor que tengo, que fue más o menos lo que dijo. ¿Decírselo a él la noche siguiente? ¿Y cómo sé que de él estoy enamorada si no es más que una sombra? Y una mano, ¡por Dios, qué mano!
Fui a comer con mi papá, el hombre más bueno y comprensible que puede haber. Le conté todo, con pelos y señales, aunque evité hablar de mi excitación, eso era para platicar con una mujer. Cuando vi que se atusaba el bigote me preparé a escuchar algo serio, porque nunca habla así si previamente no mueve su mostacho. “Hija, tu psíquica dio en el clavo, nada más que no la entendiste. Ni jota entendiste. Salvo los dos años de novia con tu marido y los dos primeros años de casada, siempre estuviste enamorada de la misma persona. De ti”.

1 comentario:

El Contador Ilustrado dijo...

quizá por eso el desprecio al marido,

nunca nada es suficiente